Las películas de Gaspar Noé suelen ser cuentos extremos. Entonces, podría comenzarse con un “érase una vez”. Érase una vez una pareja de ancianos, él y ella, sin nombres innecesarios. Él es un ex crítico, todavía activo en la investigación y la escritura, que pasa los días en su atestado escritorio revisando la historia del cine para un futuro libro sobre las películas y los sueños. Ella dejó su profesión de psiquiatra luego de jubilarse, pero sigue garabateando cosas en un cuaderno de notas y recetándose pastillas. Él sufrió un infarto tiempo atrás y su corazón, si bien se ha recuperado, ya no es el mismo de antes. Ella sufre los embates cada vez más poderosos del Alzheimer y le faltan y fallan las palabras, reflejo verbal de otros desconciertos espaciales, amén de una creciente dificultad para identificar a quien tiene por delante. Vortex, la última película de Noé, defendida incluso por sus acérrimos detractores –que los tiene, como todo artista extremo–, comienza con una imagen casi idílica: ella y él comparten una tarde en el pequeño balcón de su departamento, una copa de vino y el inicio de una charla. Una imagen que ocupa todo el cuadro de la pantalla, mucho más ancha que alta. El plano nocturno que sobreviene, con la pareja acostada en la cama antes de irse a dormir, es testigo de una mutación: mientras una gota densa y pegajosa de píxeles minúsculos cae exactamente en medio del rectángulo, el cuadro comienza a dividirse en dos. Él y ella estaban juntos, pero ya no lo están más. No al menos como solían estarlo. Temprano a la mañana del día siguiente, ella sale de casa y se pierde; él sale a buscarla y la encuentra vagabundeando entre los pasillos de un minimercado, alienada entre productos que, tal vez, se le antojan de origen extraterrestre. Ella es Françoise Lebrun, leyenda viviente del cine francés y efigie eterna de los impulsos nuevaoleros, la inmortal Veronika Oberwald de La mamá y la puta, el film de Jean Eustache de 1973. Él es Dario Argento, el gran realizador italiano, artista sublime del giallo –de los colores vibrantes como origen del horror, de las manos enguantadas del asesino, de la música pulsante como acompañamiento de la sangría–, en su primer papel protagónico. Con una sensibilidad de la cual muchos no lo creían capaz, Gaspar Noé construyó Vortex, un terrible y emotivo cuento dedicado a las despedidas finales, que la plataforma MUBI estrenará el próximo viernes 30 de septiembre.

“Cuando era chico vi una película que me marcó: Umberto D, de Vittorio De Sica. Tendría once o doce años. Volví a verla nuevamente recién a los cuarenta. La historia de un señor mayor, de clase media, a quien la vejez lo deja sin un mango y no puede alimentar a su perro. Es tristísima la película y me identifiqué mucho con el viejito”. La charla de Radar con Gaspar Noé se fue retrasando, por razones diversas. El cineasta estuvo en Buenos Aires por unos días, parando en la casa de su padre, el artista plástico Luis Felipe Noé, se volvió a Europa para pasar unos días venecianos, durante el famoso festival que tiene lugar en la ciudad italiana por estas épocas del año, y finalmente regresó a su hogar en París, desde donde atiende el teléfono. Es tarde en Francia, pasadas las once de la noche, pero el director de Irreversible y Clímax está dispuesto a conversar largo y tendido. De la vida, de la muerte y del cine. ¿Los temas centrales de Vortex tocan más de cerca a quienes ya han transitado varias décadas de existencia? “No lo sé. Cuando hice mi primer cortometraje tenía dieciocho años y los personajes treinta y cinco. Cuando filmé Solo contra todos (1998) tenía unos treinta y el protagonista veinticinco más. La verdad es que ahora la diferencia de edad entre Dario Argento y la mía es la misma. Pero más allá de eso, hay algo personal: mi madre tuvo Alzheimer. Fue bastante rápido todo el proceso. Y muy duro. Con el tiempo me puse a pensar en qué raro resultaba que no se hagan muchas películas que describan estas situaciones tan universales, que ocurren todo el tiempo, en todos lados y en cualquier clase social”. Noé liga el tránsito de esa enfermedad en el entorno familiar con otra obra que lo tocó de cerca, Amour, de Michael Haneke, “otro film sobre temas que nadie quiere ver filmados: la locura de la vejez. Desde que Vortex se estrenó el año pasado en el Festival de Cannes se ha acercado una gran cantidad de gente –espectadores y también críticos– para decirme que atravesaron tránsitos similares. Personas de 40, 50 o 60 años. Pero también veinteañeros. Ese tipo de situaciones suelen ser guardadas para uno mismo, no se cuentan en voz alta. Es difícil relatar que alguien cercano y querido perdió la cabeza”. El nuevo cuento de Noé, entonces, no es extremo. Es natural, usual. Pero no por eso menos terrible.

Acá estoy yo, allá estás vos. La pantalla de la izquierda la muestra merodeando por los pasillos y habitaciones del departamento, mirando extrañada las cosas que la rodean y que ya no reconoce como propias. En la derecha, él se hace un café, prende un cigarrillo (todavía fuma) y escribe algunos apuntes nuevos para el libro por venir. En otras ocasiones, el cuadro simplemente divide la misma, exacta situación espacial: ella extiende su brazo por sobre la mesa, él le toma la mano, pero la división –un muro visible para el espectador, gracias al uso de la pantalla partida– es infranqueable. A veces llega de visita el hijo de ambos, Stéphane (el actor Alex Lutz), un hombre con serios problemas de adicción en el pasado reciente, junto a su nieto, y las actividades en uno y otro lado se multiplican. Noé recuerda que cuando era estudiante de cine en París vio una película que hacía un uso muy interesante de la split screen, un film de Paul Morrisey basado en una obra de teatro de Alan Bowne: Forty Deuce (1982). “Toda la última parte de la película está hecha con la pantalla partida, y me pareció algo muy potente. Obviamente, antes de eso Morrisey filmó Chelsea Girls (1966) junto a Andy Warhol, que se pasaba con dos proyectores de 16mm, uno al lado del otro. Fue un film precursor de algo que después fue descartado por todo el cine, excepto por Brian De Palma y algunas películas aisladas como El estrangulador de Boston. Desde ese momento la idea de hacer algo con ese dispositivo quedó dándome vueltas en la cabeza, pero después me olvidé de ello por completo. Hace un año y pico me propusieron hacer un mediometraje, Lux Aeterna, cuyo rodaje fue un despelote y por eso fue cubierta por dos y hasta tres cámaras. Lo que ocurrió fue que, al tener mucho material disponible, decidí editar todo de manera sincronizada dentro del mismo cuadro”. El paso a Vortex, “la historia de una pareja que está desconectada por una enfermedad mental” se dio de forma natural. “Me parecía evidente que ubicar a cada uno de ellos en un cuadro diferente era una manera de explicar que están en burbujas separadas. Contiguas y continuas, pero separadas”.

La filmografía de Gaspar Noé está repleta de trucos y efectos –placas de advertencia, narraciones inversas, cámaras flotantes, entre otros–, pero aquí la pantalla partida se siente como una decisión ligada íntimamente al relato, la cual no se le impone como artificio gratuito. La de Vortex es una historia en la cual el trabajo con los actores es importantísimo, una danza física y emocional que la cámara (las cámaras) sigue de cerca, como si fuera un ser humano más. Sin Argento y sin Lebrun la película sería otra, distinta. Acompañado uno de la otra o en solitario (cada vez más esto último, aunque estén lado a lado), lo esencial es bien visible a los ojos: los cuerpos. “Mis guiones suelen ser muy cortos; al comienzo del rodaje el de Vortex tenía diez páginas. Estoy acostumbrado a filmar con tramas narrativas muy breves e improvisar los diálogos. Así fue con Love, Clímax e Irreversible. Mientras escribía no paraba de pensar en quién podía interpretar el personaje masculino. ¿Qué hombre de ochenta años realmente carismático, además de mi padre, podía ocupar ese lugar? Soy muy amigo de Asia Argento y también de su papá, así que fue algo natural. Además, ¿hay algo mejor que tener a un colega para poder conversar sobre cine en los descansos del rodaje? Fue la primera idea que tuve y se lo propuse de inmediato, pero justo estaba arrancando a filmar Occhiali neri. La casualidad fue que compartíamos productor y su rodaje tuvo que pararse durante tres meses por un problema con la legislación sobre el covid19. Así que aprovechamos eso. Viajé a Roma, le conté la historia y le dije que yo me ocupaba de las cámaras y que él podía improvisar los diálogos. Se rio, hablamos de Umberto D. y lo pensó durante un día. La única condición que puso fue un agregado en el guion: que su personaje tuviera una amante con la cual había estado en el pasado. Que hubiera una historia paralela que a él también le partiera la cabeza en dos. Me pareció muy buena esa idea. Dario está muy acostumbrado a estar delante de las cámaras, así que todo salió perfecto. De debutante no tiene nada: hizo tantas películas como director y lo han entrevistado tantas veces que es un showman consumado. Lo interesante en el caso de Françoise es que nunca estuvo cerca de personas seniles. De hecho su madre murió hace unas semanas, con 102 años, sin problemas cognitivos previos. Le mostré imágenes de mujeres con Alzheimer. También le propuse que inventara sus diálogos. Su rol es bien de composición y le pedí que no terminara las frases o que se comiera algunas palabras”.

Gaspar Noé. Foto: Lucas Arbay.

El otro personaje central de Vortex, además de él, ella y el hijo, es el propio departamento en el cual transcurre gran parte de la historia. Un piso repleto de libros, papeles, objetos y muebles. Es decir, de recuerdos. Noé y su equipo de producción y diseñadores de arte encontraron un edificio abandonado que estaba a la venta, seguramente para su demolición, pero que se podía alquilar. “Toda la construcción era muy rara, con techos bajos, y eso nos dio la posibilidad de hacer algo medio laberíntico. Con referencias fotográficas de casas de amigos de mi viejo o de gente que conozco, viejos críticos de cine y psicoanalistas, el escenógrafo llenó el lugar de libros y objetos. En tres semanas teníamos un decorado que parecía más real que un departamento de verdad”. La cantidad de referencias cinéfilas que pueden advertirse en las diferentes escenas es enorme, y Noé recuerda que muchos amigos le prestaron afiches y libros que después tuvieron que ser devueltos a sus dueños. “Colgamos posters de los directores favoritos de Dario, como Fritz Lang y Luis Buñuel, para que se sintiera cómodo en el decorado. También vaciamos varias librerías de viejo”. Antes de despedirse, aclara que para mucha gente que le hizo comentarios sobre la película el plano más desolador es el final, cuando la casa se ve totalmente deshabitada, vaciada de contenido. Es el cierre de Vortex, que funde a blanco por partida doble mientras abandona a sus criaturas. La pantalla vuelve finalmente a ser una sola, triste, solitaria e irreversiblemente final.