Caso curioso el de Spider-Man. La trilogía de Sam Raimi (2002-2007) tuvo a su cargo la responsabilidad –aunque difícilmente alguien lo supiera en ese momento– de consolidar las franquicias de superhéroes como las más redituables del siglo XXI. Pero inmediatamente después llegaron Iron Man, Thor, Capitán América y todo el grupete de Marvel, y el pobre Peter Parker, enredado en una telaraña de derechos que impedía su préstamo a la órbita de Disney, perdió terreno. Dos películas con Andrew Garfield en lugar del ya crecidito Tobey Maguire lograron que el personaje se mantuviera en el candelero a la espera de una solución que finalmente llegaría en 2016, cuando Capitán América: Civil War marcó la primera aparición oficial del arácnido dentro del Universo Cinematográfico de Marvel. Breve y de peso narrativo medio tirando a poco, su arribo fue más bien un tentempié para el debut en soledad con Spider-Man: De regreso a casa. Tercer debut, mejor dicho, dado que el Parker del UCM es el inglés Tom Holland. Aunque da lo mismo que sea el primero, el tercero o el vigésimo, porque parece que todos los inicios van a contar lo mismo. 

Las primeras partes anteriores podrían resumirme así: nerd adolescente tiene súper poderes después de la picadura de una araña, se divierte, salva vecinos, le gusta una chica muy linda, aparece un malo y el nerd, ya convertido en Spider-Man, se da cuenta de todo eso del poder y la responsabilidad. La de 2017, también. No hay grandes variaciones en el núcleo duro del relato ni mucho menos en el arco narrativo, y las que hay tienden a eliminar cualquier atisbo de complejidad y reemplazarlas por elementos habituales del universo Marvel, con sus guiños y referencias internas a la cabeza. Aquí la tía (una Marisa Tomei más MILF que nunca), por ejemplo, es un elemento decorativo, más bien una cómplice antes que la figura de autoridad para Parker que supo ser. La chica de sus sueños y toda una subtrama dentro del colegio secundario (el Homecoming del título original refiere a la fiesta de fin de curso) vuelven a estar. Por ahí también anda un mecánico que tunea armas con material extraterrestre robado al gobierno llamado Adrian Toomes, que hará las veces de némesis.  

Tía, un villano, el siempre magnético Robert Downey Jr, la necesidad de que el UCM se mueva en vistas a próximos títulos, y en medio de todo eso una comedia adolescente: difícil que entre todo y bien. De regreso a casa sufre un tironeo constante entre todas sus microhistorias, como si los ¡seis! guionistas intentaran llevar agua para un molino distinto. Los que terminan imponiéndose en el primer bloque son aquellos que están a favor de la High School Movie y del relato madurativo de Peter, a quien le ponen como segundón a un amigo tanto o más nerd que él y lo llevan a un concurso de conocimiento en Washington, que usará como pantalla para investigar una pista sobre una banda que vende armas. Hasta llegar a un tercio final marveliano, con el consabido enfrentamiento final entre el héroe y su rival. Un rato antes, tras una voltereta de guión, Toomes había empezado a adquirir un volumen que muestra el villano más que atendible que hubiera podido ser. No deja de ser una lástima que se hayan acordado tan tarde de él, porque al renacido Michael Keaton se le notan unas ganas bárbaras de comerse la película cada vez que aparece. La escena pos créditos muestra que habrá revancha. Salvo, claro, que reinicien todo de nuevo.