En los parlantes del boliche suenan los cantos gregorianos de “Sadeness”, el mega éxito de las pistas de Enigma. El año es 1991 y el raid criminal de Jeffrey Lionel Dahmer –el caníbal de Milwaukee, como lo bautizó en su momento la prensa amarillista– está por llegar a su fin. La miniserie se llama Dahmer - Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer, fue creada por Ian Brennan y Ryan Murphy, el responsable máximo de American Horror Story, y puede verse en su totalidad en Netflix. Dahmer es también, a su manera, una historia de horror americana, aunque aquí lo sobrenatural brilla por su ausencia y las formas de lo tenebroso dibujan una silueta fatalmente real. El joven que entre 1978 y 1991 asesinó y descuartizó a diecisiete personas –amén de otras prácticas como el canibalismo, la necrofilia y el coleccionismo de partes del cuerpo humano– ya dio de comer a guionistas y realizadores en diversos proyectos de ficción, desde la pionera The Secret Life: Jeffrey Dahmer, estrenada en los Estados Unidos en 1993, apenas un par de años después de la detención del homicida y poco antes de su muerte a manos de otro presidiario, a la reciente Mi amigo Dahmer (2017), sin olvidar la que tal vez sea la mejor aproximación cinematográfica al personaje: Raising Jeffrey Dahmer (2006), de Rich Ambler. Todo ello sin contar los varios documentales y series de true crime producidos durante las últimas tres décadas. Es así: la vida criminal de los asesinos en serie generan un interés irresistible, a mitad de camino entre la atracción y la repulsión. Ya sea por simple curiosidad, por morbo o tal vez como una manera segura de acercarse a los abismos más insondables de los horrores que el ser humano es capaz de cavar con sus propias manos. Murphy y Brennan construyen la narración de Dahmer de manera metódica, a través de diez episodios que van y vienen en el tiempo, de la infancia al presente de 1991, de una adolescencia conflictuada al breve paso por el ejército, de la vida junto a sus padres, siempre en eterna discusión por temas mayores y menores, al período transitado en la casa de su abuela paterna, antes de mudarse al fatídico departamento donde cometería la mayor parte de sus crímenes. El capítulo piloto arranca en esa disco gay de Milwaukee, con Enigma sonando de fondo antes de darle paso a otro himno dance de comienzos de los 90, “Gypsy Woman”, de Crystal Waters. Pero el joven que Jeff lleva a su piso luego de esa noche de levante será el último del ciclo y no devendrá en víctima gracias a unos segundos de descuido del meticuloso carnicero. A partir de allí, el ovillo narrativo comienza a desenvolverse.

La serie describe al protagonista como un auténtico homosexual reprimido, alguien incapaz de concretar la unión física y mucho menos la emocional con otro hombre. La sublimación del deseo pasa por otro lado: el tacto de la superficie y el interior de los cuerpos, el consumo de sangre y carne humana como pérfida comunión con el otro. El hecho de que una mayoría de las víctimas fuera de origen afroamericano o de otras etnias no blancas aporta a los hechos otra capa de complejidad, en particular cuando se contrapone al aspecto rubicundo, casi angelical, del monstruo. No es casual que el guion de la serie, antes de ingresar al boliche y al flirteo frontal de Dahmer, presente a su vecina llorando frente al televisor: en el noticiero un grupo de policías blancos golpea violentamente a un hombre negro, sin saber que se trata de un colega en plena faena encubierta. El trance es roto por los ruidos que llegan del departamento contiguo, usual acompañamiento sonoro de un fétido olor dulzón que viene atravesando las paredes desde hace meses. “Es que tenía mucha carne en la heladera y el aparato se descompuso”, es la respuesta dedicada a la vecina y también, unas horas más tarde, a la policía, luego de que la última víctima –que afortunadamente no llega a serlo del todo– avisa a la policía de lo que estuvo a punto de ocurrir. Sin llegar a las explicitudes gore de El globo dorado (2019), el film del alemán Fatih Akin dedicado a otro killer serial que asoló Hamburgo en los años 70, el tono de Dahmer es seco y mórbido, por momentos interesado en explotar los resortes del suspenso y el terror realista, en otros afincado en la descripción de las rutinas familiares, siempre conflictivas. Evan Peters (el fantasma de la primera temporada de American Horror Story, el rol que lo hizo inmediatamente reconocible) aporta los rasgos físicos ideales para un personaje de apariencia tímida y torpe, que detrás de una máscara inofensiva esconde los peores impulsos. El otro personaje central, indispensable, de la trama es Dahmer padre. Ese hombre incapaz de reconocer en su hijo las señales de que algo anda mal, terriblemente mal, obsesionado con “corregir” sus ansias homosexuales y exacerbando la pasión temprana por la taxidermia, está interpretado por el gran Richard Jenkins. Molly Ringwald, eterna musa de las comedias escritas y/o dirigidas por John Hughes, encarna a la madrastra del muchacho, abandonado cada vez con mayor frecuencia a su suerte. Y a sus impulsos.

¿Por qué Dahmer es cómo es? ¿Fue el consumo compulsivo de calmantes y antidepresivos de su madre durante el embarazo? ¿Fue el resultado indeseado de una intervención quirúrgica durante la infancia? ¿Fueron las peleas eternas entre sus padres, los gritos, las amenazas? ¿Fue el consumo de alcohol cada vez más importante? ¿O simplemente se trata de una condición psicológica nunca tratada, un estado de insania que impide la represión a la hora de consumar los peores deseos? No hay respuestas únicas ni seguras y la serie se hace cargo de ello. En palabras de Evan Peters, “la única regla que Ryan impuso fue la de no contar la historia desde el punto de vista de Dahmer. La audiencia realmente no debe simpatizar con él, no debe ingresar a su situación particular. La idea es observarlo todo desde afuera. No se trata de él y de su historia, sino de las repercusiones. Creí que era importante ser respetuoso con las víctimas y sus familiares. Intentar contar la historia de la forma más auténtica posible”. Dahmer, la serie, no hace exactamente eso. De hecho, el punto de vista es en muchas escenas el del protagonista (lección de sadismo bien entendido de Alfred Hitchcock: el espectador puede y debe desear que el asesino no sea atrapado, al menos durante un tiempo), aunque es cierto que la posibilidad de “simpatizar” con Dahmer parece bien alejada de las posibilidades. Como sea, la apuesta de la nueva serie de Murphy, tensa y adictiva, vuelve a montarse sobre un tema siempre polémico que clásicos del cine como M, el vampiro negro, El estrangulador de Boston y El silencio de los inocentes han convertido en un género por derecho propio.