Eustaquio Vera me llamaba. He muerto. No todavía: me han malherido, pero aún me queda un poco de aliento, y en este instante que se me concede, quisiera tratar de responderme una pregunta que me apareció ahora, en el campo de batalla, aquí mismo tan lejos de donde quisiera estar.

Si pudiera, le preguntaría. Pero es imposible; no me dan los últimos alientos para tal empresa y él se aleja en la derrota que no lo es, sin mirar atrás y, mucho menos en reparar en quien, como yo, empieza a no tener nombre.

Mi pregunta, esa que solo puedo hacer sin poder contestar, es ¿Por qué desperdiciar mi muerte, nuestras muertes?

Pero él se ha desentendido. De todo; de las muertes y de las suertes.

¿Por qué este estropicio que veo a mi alrededor? ¿Por qué este desperdicio si solo había que cruzar el arroyo y seguir hacia el sur, si estaban en desbandada?

En cambio, nos hemos vuelto. Ellos se han vuelto; a mí y a otros nos han dejado aquí, como unas sobras de vida y un derroche de sangre.

Tengo este papel para escribir. Será poco lo sé, y me da pena tratar de hacerlo de este lado. Si tan siquiera hubiéramos cruzado, aunque sea para respirar el otro aire, ese que nos prometieron, ver si huele distinto, si el pasto es otro, o si el sol calienta de otra manera. Pero no, ni siquiera nos quedamos aquí. Ellos, porque yo sí, yo me he quedado mirando sin ver, con este nublazón que me enturbia la vista y este tajo que me quema adentro.

Algo escuché anoche cuando lo estaba cuidando. Había una discusión sobre órdenes y no sé cuántas cosas más; sobre destinos y conveniencias. El gringo hablaba y le decía algo que no entendí; se había decidido en otro lugar y que él debía acatar, que ya estaban conversándolo del otro lado con el Tordillo, para que todo fuera según lo planeado.

Él no quería. Porfiaba que seguiría adelante, que no tenía miedo.

Al otro apenas se le entendía, de tan atravesado que hablaba, de obediencias, de que no estaba en su decisión ni siquiera cruzar, que no tendría tampoco que estar de este lado. Más no pude escuchar. Tampoco podré escribir; la mano no me obedece, es como si se estuviera muriendo antes que yo.

Pero esta pregunta me duele más que el sablazo: ¿Por qué no cruzamos si ya los teníamos, si se estaban desparramando cada cual por su lado? ¿Qué pasó en esa carpa? ¿Qué le paso a él tan cojonudo en cama ajena y tan cobarde ahora?

Porque es de cobarde rehuir la lucha, traicionar y entregar la victoria, por más logias que haya en el medio.

No lo veré, pero algo infame está ocurriendo. Tampoco estoy seguro de que alguien lo escriba; la victoria acomoda las cosas y la derrota borra las mentiras y las traiciones.

Alguien está torciendo la historia. La Patria ya no será Nación; nació imperfecta y seguirá así, cada vez más deforme.

No se trataba aquí de peleas de colores, nada de eso. Nosotros no éramos ni celestes ni punzó. Lo pienso en este último suspiro; siempre lo he pensado. Creí que éramos distintos, que nuestro afán era otro, pero veo que ni él en quien tanto creí se diferencia de los demás.

Pensé, y me equivoqué, que nosotros estábamos por el interés de todos. Pero algo se ha interpuesto, algo extraño, ajeno y él, que anoche no quería, que nos mandó a la batalla, de golpe, con la victoria en la mano se vuelve, renuncia al porvenir, se va al trotecito al lado del gringo que le habla y le habla. ¿Qué le dirá que no le dijo anoche? ¿Qué arreglaron a nuestras espaldas? ¿Qué escribieron con nuestra sangre, esa que ahora se seca debajo de este arbolito? No lo sabré, pero no hace falta mucha inteligencia para ver que aquí no se trató de ganar o perder, sino de intereses que no se bien cuáles son; algo hablaron de barcos, de eso estoy seguro, no creo que sea el de la lagunita que él tiene para las fiestas.

Seguramente esto que algunos llaman Patria no será la soñada, no será de todos y para todos, no la veré y ya no me darán las fuerzas para advertirle a alguno, ¡si es que ya estoy muerto!

Morir sin poder cruzar; es que no se puede estar en el medio. Al final, esta agua seguirá partiéndonos: de un lado, los que perdiendo ganaron y del otro, los que pudiendo ganar no lo hicieron. Siempre todos derrotados.

Pensé y soñé que podría morir en la pelea, como está pasando ahora. Pero qué pena morir así, qué pena.

¿Qué le va a decir él a los que vuelven y a los que esperan? ¿Cómo los va a convencer? ¿Cómo va a confortar a los que nos pierden para siempre? Me hubiera gustado estar allí, pero se me va la vida muy rápido y además ya se han ido, están lejos. Lo único que veo en el horizonte es el rojo de la tarde y esa ceniza que parece el polvo que levantan los caballos, pareciera que se incendia la pampa.

No me miro. Ni un adiós. Mucho menos alguna disculpa por la traición, cobardía diría yo. No es otra cosa.

¡Tanto hablarnos de libertad! ¡Tanto afán de reclutar tropa, para entregar debajo de cuatro trapos el destino de los hijos! Porque yo también los tengo y me llorarán doblemente: por no volver y por morir de la forma en que estoy muriendo, debajo de este aromito raquítico, que no me sostiene ni me da sombra, débil como la patria, ralo como estas tierras.

La derrota duele, pero la infamia mucho más. Y estas muertes inútiles, apenas servirán para engordar gusanos de la tierra, esa tierra que será de ellos.

¿Qué dirá cuando vuelva a su palacio a descansar de polvos y sudores? ¿Que lo ha hecho por la paz y el progreso? ¿Alguien le creerá? Seguramente se cuidará de que se sepa lo que hablaron anoche y nadie habrá para desmentirlo.

¡Pero si estaba claro que no puso empeño en la pelea!. Hoy estuvo sin ganas, la estábamos ganando por la bravura de los nuestros. Porque creían que él sabía qué estábamos haciendo y por él se emplearon a fondo y forzaron la victoria.

¿Habrá alguno que le pregunte por qué dejó escapar la gloria, por qué hipotecar la esperanza? Y yo que me puse adelante, porque había que hacerlo nomas, no por gusto sino por la idea, esa idea pisoteada y moribunda que quedo de este lado.

Ahí se va él. Tranquilo, despacito. Vino por compromiso, ni siquiera desenvainó, desganado, como sabiendo; más preocupado por su destino que por el nuestro, pensando en el ofrecimiento del gringo anoche en la carpa. Ese gringo que fue y vino cruzando el arroyo, casi matando el caballo.

Ya me muero, falta menos que nada. Pero antes del último suspiro, todavía puedo recordar las palabras de Castelli en circunstancias parecidas: “Qué revolución compensara la pena de los hombres”.

La mía, que es muy grande, será solo eso. Yo no sabré. Se me nublan los ojos en esta hora, cuando arde la tarde y se enciende la noche.