En la madrugada del 8 de octubre se clausuró la reciente Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) que, bajo el lema “Juntos contra la desigualdad y la discriminación”, tuvo lugar en Lima.

Esta vez, la Asamblea contó con la participación estelar nada menos que del Secretario de Estado Antony Blinken. Su presencia en la Asamblea del organismo regional terminó siendo útil para reforzar los argumentos que el gobierno de Estados Unidos suele proclamar en este tipo de foros, donde se dan cita sus contrapartes latinoamericanas.

Así, Blinken insistió en la necesidad de mantener el alineamiento de los gobiernos latinoamericanos y caribeños frente a los convulsos tiempos que estamos viviendo actualmente. Pero, sobre todo, ante vinculaciones que podrían suscitarse con rivales como China y Rusia. De igual modo, se pronunció a favor de los regímenes democráticos y en contra de la subsistencia de las ideologías, como si se tratara de términos necesariamente antitéticos e irreconciliables.

No fue casual, por tanto, que Blinken insistiera en esta idea, no sólo criticando a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, lo que en este tipo de encuentros internacionales ya es todo un leitmotiv. En esta oportunidad, y seguramente ante los cambios políticos ocurridos en la región en los últimos meses (y los que sobrevendrán en el futuro cercano), se refirió a la presencia cada vez más extendida de “líderes antidemocráticos”, responsables en última instancia de la puesta en marcha de “regímenes autoritarios”, incluso, bajo la falsa justificación de que disponen de “apoyo popular”.

Frente al temor de que en la región cada vez más gobiernos se aparten de la “democracia” (o de lo que en Washington se entiende por ella), y encaren una vía más autónoma (aunque no por ello, de confrontación hacia Estados Unidos), Blinken indicó que trabajará con sus socios, ya sea en gobiernos, como así también en organizaciones de la sociedad civil, para denunciar los presuntos abusos de gobernantes y de líderes populares.

En función de lo anterior, también se encolumnó el debate en torno al actual conflicto en Europa. En este sentido, Blinken felicitó a la OEA por haber expulsado meses atrás a Rusia como miembro observador del organismo y señaló que era crucial que todos los países condenaran los “fraudulentos referendos” de anexión a Rusia de cuatro provincias ubicadas en el este de Ucrania.

Incluso, y para profundizar la insistencia ante un conflicto de amplias proporciones al que la región rechaza inmiscuirse, se presentó una filmación del presidente Volodímir Zelensky en la que solicitó el apoyo solidario y directo por parte de los gobiernos latinoamericanos. Sin embargo, es probable que su mención a San Martín, Bolívar e Hidalgo como eventuales apoyos de la causa ucraniana si hoy hubieran estado vivos, haya sumado sorpresa, desconcierto y rechazo en los participantes de la Asamblea.

Sin mayores novedades en cuanto a su agenda temática, el cónclave tuvo gestos positivos como el tratamiento de derechos de minorías sexuales, lo que a su vez provocó movilizaciones en rechazo que visualizaron a la organización como enemiga bajo slogans como “OEA: a la mujer la define la biología, no la ideología” y “¡La OEA es atea, te quiere sin dios y sin familia!”. De igual modo, vale destacar la aprobación por aclamación de una resolución que defiende “los legítimos derechos” de Argentina sobre las Islas Malvinas: un justo homenaje y reclamo a cuarenta años de la guerra con Gran Bretaña.

Sin embargo, los nuevos tiempos que corren dentro de la OEA, y que marcan ciertos cambios dentro la correlación interna de fuerzas, tuvieron lugar en un hecho específico que, pese a todo, no tuvo gran trascendencia en la prensa internacional. Así, el debate giró en torno a si la OEA podía admitir como “representante especial” a Gustavo Tarre, quien hasta ahora se desempeña como delegado del dirigente Juan Guaidó.

En efecto, apenas concretada la salida del gobierno venezolano de la estructura de la OEA, desde abril de 2019 Gustavo Tarre opera en pie de igualdad con el resto de los representantes de los distintos gobiernos, sólo que lo hace como delegado del “presidente encargado” gracias a la iniciativa de Estados Unidos (en aquel momento, bajo Donald Trump), del Secretario General Luis Almagro, y de los países satélites que aprobaron esta controversial iniciativa, sobre todo, desde el “Grupo de Lima”. En aquel momento, sólo 10 países del Consejo Permanente efectuaron sus críticas hacia esta decisión.

Seguramente influyeron en esta discusión el renovado diálogo entre los gobiernos de Biden y de Maduro por la situación mundial del petróleo luego de la crisis en Ucrania y de las sanciones a Rusia, el fortalecimiento del gobierno venezolano y una nueva crisis en la oposición, a lo que se suma el creciente descrédito de Juan Guaidó y de su círculo íntimo, sobre todo, en el manejo de importantes recursos económicos. Claro que a ello hay que sumar los cambios en algunos gobiernos de la región.

La propuesta de exclusión de Tarre fue presentada por Antigua y Barbuda y acompañada por los gobiernos de México, Bolivia y de países caribeños aliados a Venezuela.

Para ser aprobada, la iniciativa debía contar con la aprobación de dos tercios de los representantes, es decir, 24 votos: no se llegó a ese número, aunque alcanzó los 19 votos, lo que de todas maneras puede considerarse un éxito en la Asamblea. En efecto, detrás de un objetivo concreto, y que evidentemente genera una discordia amplia en el seno de la OEA, pudieron actuar de manera coordinada un conjunto amplio de gobiernos.

En este sentido, votaron a favor de la salida de Tarre los representantes de Argentina, México, y Bolivia y de un amplio conjunto de naciones caribeñas (San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Surinam, Trinidad y Tobago, Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Dominica y Granada). A ellos se sumaron los representantes de Colombia, Chile, Honduras y Perú e, incluso, el gobierno de Panamá.

En la votación hubo nueve abstenciones, entre las que se contaron los representantes de Brasil, Uruguay, Ecuador y Costa Rica. En tanto la permanencia del delegado de Guaidó en la OEA sólo obtuvo el respaldo de cuatro gobiernos: el de Estados Unidos, acompañado por Canadá, Paraguay y Guatemala.

Sin duda, los números finales de la elección deben de haber resultado preocupantes para Washington pero, sobre todo, reveladores del cambio de época que se está viviendo actualmente en la región. Es cierto que no todos los votos a favor de la expulsión son votos “anti Estados Unidos”, pero también es cierto que los incondicionales a Biden quedaron reducidos a únicamente a tres gobiernos, de los cuales, sólo dos son latinoamericanos.

De igual modo, sólo unos pocos gobiernos optaron por la neutralidad, entre ellos Brasil, que posiblemente cambie de signo político en las próximas semanas, junto con Ecuador y Uruguay, alineados con Washington aunque en medio de una creciente debilidad.

En definitiva, la votación sobre Tarre implicó una discusión sobre el gobierno de Venezuela, su oposición, y sus apoyos internacionales. No fue un tema menor y no fue sólo una cuestión de números. Por el contrario, brindó una radiografía de las tensiones políticas que hoy existen y que, incluso, podrían fortalecer la investigación interna que actualmente se lleva adelante en torno a Luis Almagro por una presunta violación del código de ética al interior de la OEA.