Jugando un poco con las palabras, a Headshot el título le queda chico. Porque no hay en la película sólo uno, sino una miríada de golpes en la cabeza. Y en el torso. Y en los brazos y piernas. En realidad, en cada parte del cuerpo digna de ser golpeada. De hecho, pocas películas recientes resultan tan poco recomendables para el espectador sensible a las quebraduras de huesos y cortaduras de arterias como esta sorprendente aventura de artes marciales, llegada de un país con fuerte tradición cinematográfica, aunque muy poco conocida fuera de sus fronteras: Indonesia. Los realizadores Kimo Stamboel y Timo Tjahjanto –que hasta hace poco venían firmando sus trabajos en conjunto bajo el nombre colectivo The Mo Brothers, por la homonimia de la última sílaba de sus respectivos nombres de pila–, ya poseen en su filmografía un puñado de largometrajes realizados en su país de origen e incluso un segmento en la coproducción internacional V/H/S/2, todos ellos dentro del terreno de uno u otro género cinematográfico: el terror o el policial.

Pero esta es la primera vez que se lanzan a encarar un proyecto firmemente enraizado en la tradición del cine de acción y artes marciales. En ese sentido, quizás la mayor influencia haya sido el exitoso díptico dirigido por el galés radicado en Indonesia Gareth Evans: The Raid y su secuela The Raid 2, films con los cuales Headshot comparte no sólo al protagonista –Iko Uwais, actor y maestro en el estilo de lucha conocido como Pencak silat– sino un estilo narrativo que parece propulsado por reactores nucleares de última generación funcionando a máxima potencia. Vista hace algunos meses en el Festival de Cine de Mar del Plata, la película puede apreciarse desde hace algunos días en la plataforma Netflix. La trama no podría ser más sencilla; la presentación del héroe y la del villano también. En la primera secuencia, un prisionero de máxima seguridad está a la espera de su ejecución, pero logra escapar, no sin dejar antes un tendal de muertos en el presidio… y todo ello sin disparar un solo tiro, apenas golpeando la cabeza del único guardia que ha quedado con vida luego de la masacre. Lee, como todos lo llaman, habla alternativamente inglés y algo de indonesio con fuerte acento, marcas evidentes de su extranjería (el actor que lo interpreta, Sunny Pang, es de origen malayo).

Mientras tanto, un joven NN es encontrado por un pescador en la playa en total estado de inconsciencia. Postrado en una cama de hospital, en coma durante un par de meses, será una doctora que se encuentra realizando allí su residencia, Ailin, la encargada de bautizarlo con el nombre de Ishmael, cortesía del más famoso libro de Herman Melville. Ishmael, de quien más tarde se conocerá su verdadero nombre, Abdi, recupera súbitamente la consciencia, aunque la amnesia que lo invade es casi total. Apenas un chispazo visual, bajo la forma de una figura femenina disparando con un arma de fuego, le recuerda que detrás de sus cicatrices se encuentra enterrado el recuerdo de un intento de asesinato. Con esos escasos elementos y apenas algunos condimentos más, los realizadores sirven la mesa para una comilona de acción física, recuperando en parte la tradición del cine de artes marciales de Hong Kong durante sus últimos años como colonia y estimulando los átomos del melodrama como origen de las pasiones: el amor y el odio. En este caso hacia una figura paterna con algo de dios monstruoso, capaz de comerse crudos a sus propios hijos.

De allí en más, Kimo y Timo disponen meticulosamente los elementos para las extensivas y exhaustivas escenas de pelea, diversas en fondo y forma. La primera de ellas, sorpresiva y sorprendente, ubica a Ishmael/Abdi (Iko Uwais, desde luego) en el primer escalón del dificultoso rescate de Ailin, en medio de una ruta desértica y a bordo de un ómnibus repleto de cadáveres. Como un Jackie Chan al cual se le hubieran eliminado los rastros más evidentes de humor, pero no así su capacidad para utilizar diversos objetos como armas de ataque y defensa, deberá sobrevivir a un pequeño ejército de matones y killers. Headshot prefiere los planos extendidos en el tiempo para transmitir los pases coreográficos de la lucha, aunque no duda en utilizar los cortes de montaje para acelerar el ritmo de la acción. En el preciso uso de ambas técnicas, sin solución de continuidad, radica el origen de sus más importantes virtudes.

Pocos minutos más tarde, detenido en una comisaría y a punto de comenzar a descubrir algunos de los secretos de su pasado, otros miembros de la pandilla que lo quiere ver muerto ingresan al lugar con caras de pocos amigos. Esa es la secuencia central de la película, un prodigio de unos diez minutos donde mesas, sillas, matafuegos, máquinas de escribir y los elementos del mobiliario más impensados se transforman en la única línea de defensa ante las armas de fuego y la virulencia de los golpes de los invasores. El resto es tan previsible en su esencia como estimulante en la ejecución: el ingreso en la guarida del Mal, donde el protagonista deberá ir superando las pruebas para llegar a su núcleo, enfrentando a enemigos con diversas cualidades. Debilitado tanto física como espiritualmente –a esa altura, Abdi recuperó su identidad y conoce a la perfección su infancia quebrada y su transformación en una máquina de matar–, los últimos minutos esconden el duelo final, tópico inevitable en todo film de artes marciales que se precie. Aunque aquí, como en el resto de la película, se impondrá alguna vuelta de tuerca que reformule la prescripción de origen.

En un género tan bastardeado, en gran medida transformado durante los últimos años en relato épico repleto de efectos digitales, Stamboel y Tjahjanto regresan las fuentes de la destreza física y evitan los trampolines ocultos y los cables suspensores, confiando en las viejas herramientas del encuadre y la edición. Headshot recupera así la fascinación por el movimiento constante, la magia de la emoción visceral y la violencia (por momentos, bastante extrema) como reservorio de la catarsis y exorcismo de furias y atropellos más reales. Abdi es el último héroe de acción, hasta que alguien demuestre lo contrario.