“Una vez más también se trata de inventar una precursora en cuya obra podamos leer, como dicta la convención, lo que queremos leer”. Con estas palabras del primer párrafo de El affair Skeffington, publicado por primera vez en 1992, hace treinta años, número redondo que apuntala la flamante edición de Random House, María Moreno parecía señalar el “programa” de su libro en cuyo centro hay un personaje y un heterónimo. Pero las cosas no eran tan sencillas.

Ni lo son aún hoy, si bien la distancia y lo que hemos aprendido en el camino nos sirven para una comprensión y un disfrute mayor de esta pieza brillante, de culto, osada, pulida y compleja. Eso sí, sigue siendo todo un affair, y es el sentido de estas líneas hacer una contribución al análisis y un homenaje a la investigación, de ningún modo una resolución contundente del caso.

Los hechos indican que más allá o más acá de una leyenda opiácea (una medicación que debió tomar para el dolor contenía un derivado del opio y al sumirla en un estado mediúmnico, la llevó a escuchar versos que luego transcribiría en una máquina de escribir), María Moreno había caído en las redes de la poesía, algo admitido en el Posfacio agregado a la edición de Mansalva de 2013: “Mi autofiguración de periodista socarrona, pendenciera con el patriarcado, me impedía asumir que se me estaba dando por hacer versos”.

Hay que situarse entonces en la época –no los años locos de Dolly Skeffington, norteamericana en la París de la rive gauche sino más bien aquellos transcurridos desde la apertura democrática hasta el arranque de la década de los 90- para empezar a considerar la posibilidad de que el libro fuera una lectura de campo intuitiva y defensiva, en pose de resistencia, de eso que iba a desembocar de lleno en lo que hoy se denomina “los 90” y sus marcas más visibles: la literatura, los medios y el mercado confluyendo en un triángulo de amor no tan bizarro como prolijo. Escritores, periodistas, escritores- periodistas y hasta poetas, tenían por delante la posibilidad de iniciar una carrera, una forma de profesionalización como quizás no se daba desde los años del boom latinoamericano, aunque todo resultaría más disperso, al fin y al cabo.

Pues bien, en sus pliegues y repliegues, en lo que esconde y en lo que parodia, en su altivez de dandy que se lame las heridas de la derrota que se ve venir, en tantos gestos de los que El affair Skeffington parece un por momentos angustioso compendio, por qué no pensar que es precisamente el libro del autor que se resiste a ser autor, así como Moreno admitía que la cronista se resistía a admitir que estaba deviniendo poeta.

En un artículo publicado en el libro de 2014 La República posible:30 lecturas en 30 años de democracia y que desde 2017 circula en la web, Daniel Molina escribió: “María Moreno estaba escribiendo poesía, pero no podía soportar verse como poeta, y necesitó pensarse como copista, médium o, al menos, receptora de un legado que no le pertenecía”. Y agrega, aclara: “Sin embargo estaba entusiasmada con los poemas. Recuerdo que a varios de ellos me los fue leyendo en el bar de la esquina de la redacción de la revista Fin de Siglo en la que ambos trabajábamos por aquellos años. Creo que Moreno piensa, como yo, que la poesía solo puede ser perfecta: no admite momentos mediocres. Más que sentirse cursi por escribir poemas, supongo que temía hacer el ridículo: escribir versos fallidos”.

FOTO DE SEBASTIÁN FREIRE

Se puede acordar con Molina acerca de que, en la poesía, la apuesta es a todo o nada, sin negar por ello la crisis del autor/a frente al porvenir de la profesionalización, en especial si se empieza a presentir que en esa carrera del oficio a la profesión no hay espacio (ni tiempo) para ser perfectos a tiempo completo. Algo que desde el vamos está instalado como fantasma en la mente del cronista o periodista, pero es precisamente en estos quehaceres donde el desarreglo se acopla a la mitología de la perfección horadada por el apuro del cierre, por los febriles ritmos de la redacción, donde anida el contra mito del genio imperfecto, del diamante en bruto, del “escritor ágrafo” (una de las figuras inventadas en El affair Skeffington) etcétera, etcétera, etcétera. Todas las formas posibles de alejar el fantasma del escritor consagrado, con Obra, un orfebre tan ceñido a la estética como vitalista, Zola, Flaubert y Victor Hugo en un solo cuerpo de artista. Entonces: no se trata de coartadas sino más bien de síntomas.

Sea como sea –como poeta que no resistiría una mota de polvo posada en el verso brillante o como cronista febril que cada semana tiene su revancha escrituraria- la operación, el corazón del asunto de El affair Skeffington, es un gesto de resistencia lúcido, al borde de los primeros dientes –quizás todavía inofensivos- del engranaje.

Aunque en sus páginas se reivindiquen la bohemia, el experimento, el feminismo, los debates internos del feminismo del París Lesbos y de los años 80, el escritor sin obra, la oralidad volátil, la autoconciencia y el autoanálisis, el libre albedrío dentro del psicoanálisis y otros tantos libertinajes del siglo veinte, el tono del libro no es festivo ni desatado. Remeda una suerte de gran rodeo jamesiano y detectivesco alrededor de un hecho de erudición menor: el manuscrito (“Avergüenza empezar -¡una vez más!- con el hallazgo de un manuscrito”) de una poeta malograda o “que no fue”, operado por un editor algo seco de vientre pero que gustaba pasearse por los arrabales. Una especie de (¿parodiada?) erudición académica, una academia en donde las teorías vanguardistas empiezan a causar estragos de toda clase. Por todo esto –creemos- El affair Skeffington tiene un tono de juego serio.

LA ABUELA ELÉCTRICA Y POETA

Y entonces, cuando menos se lo espera y contra todo pronóstico, en el cuerpo “novelístico” de la primera parte de El affair Skeffington (la segunda, recordemos, son los poemas) irrumpe un procedimiento de “otra” María Moreno, mejor dicho, la auténtica y legendaria: la cronista. Resulta que sus amigas madrileñas le informan que en una discoteca- refugio se encuentra la nieta de Dolly Skeffington y hasta ahí vuela la periodista a… hacerle una entrevista. Larga, extraordinaria escena en la que todas las feministas de nuevo cuño confluyen alrededor de la figura de una irritante muchacha rica e imperturbable, una flapera de Fitzgerald entre posmo y pragmática, cero bohemia, imbancable. Lo cierto es que gracias a esta entrevista y a esta nieta que al final se afloja y se desborda en llanto, el manuscrito que viene dando cuenta de la vanguardia lésbico transformista de la rive gauche, se transforma a sí mismo en un melancólico devaneo alrededor de los secretos íntimos de una abuela lesbiana a la vieja usanza: encantador giro provinciano, de tía, derrumbe de mitos a granel, cáscara de banana. Digno cierre de la primera parte. Aparece, en el cambio de clima y época, el humor como una irrupción.

Y claro, después de la entrevista y su contrapunto de revelaciones, quedan los artistas y los poemas. Y la gran pregunta: ¿Qué hacer con los poemas?

¿Se pueden juzgar críticamente estos poemas de tan incierta autoría, no porque no entendimos que Dolly Skeffington sea un heterónimo sino por lo que llevamos dicho acerca de la autora que no quería que la llamen autora o la identifiquen como tal? ¿Se escuda en la mimosería de decir que se los fue dictando el ensueño opiáceo desde algún más allá? ¿Cree la Autora, como Daniel Molina, que solo hay poesía perfecta o no serás nada? De ser así ¿qué opina de sus poemas, por qué los publica si no está dispuesta a recibir el más mínimo mohín de duda? ¿Los publicó, efectivamente?

“Marta Riquelme”, el cuento de un ensayista como Ezequiel Martínez Estrada, alguien que precisamente fue abandonando la poesía (suponemos que por el síndrome del “yo soy aquel que ayer nomás decía”), es un texto para nada ajeno a El affair Skeffington. Lo cierto es que al final del prólogo a la obra inédita de Marta Riquelme, (prólogo que no es otra cosa que el cuento que estamos terminando de leer), se consigna en su última frase: “Lo que sigue es sencillamente estupendo”. Cierra el círculo, abre lo indeterminado, promete. Daniel Molina conjetura que los poemas de María Moreno no dialogaban con aquellos versos de otros poetas que pisaban fuerte en ese momento como Tamara Kamenszain, Arturo Carrera o Néstor Perlongher. Y si bien en lo personal me queda la duda con ciertos climas de los primeros libros de Perlongher, la verdad es que al llegar al “poemario”, la situación se juega en otra parte, no se dirime en el territorio de la poesía argentina o el de la poesía de los 90 que estaba ya en incipiente desarrollo. Claro, hay que leer con atención para traspasar el velo retórico del heterónimo y la Poesía dentro de la novela. Hay textos, como “Bloody Mary”, “El porvenir del socialismo”, “Gwendolyn Massachusetts” o “Cenizas”, por citar algunos muy concluyentes, con un peso propio tal que desestabilizan poéticamente toda la laboriosa construcción del affair.

Entonces uno se acuerda que, en la nueva versión de El petiso orejudo, hay poemas bufos. Y que a María Moreno no pueden no atraerle los poetas modernistas, a la vez tan pomposos como esenciales. Y el neobarroco… Pero ella se sigue resistiendo, como en los albores noventosos, a las categorías contundentes y fijas como la laca.

 

Entonces tendemos a creer que fue, que es mejor así y que nos gusta quedarnos con todas las metáforas e interpretaciones posibles de la autora que por resistirse a ser autora se convirtió en dos, tres, autoras, logrando que estalle la poesía donde menos se la espera. Como suele suceder con lo bello, lo triste y la risa intempestiva.