Nuestra cultura, occidental y capitalista, se lleva pésimo con la muerte. Casi podríamos decir que se desarrolló para ocultarla o negarla: una cultura del aturdimiento, de la distracción, que hace un culto de esquivar el dolor. Como si eso fuera posible. Y, en ese camino, se mira hacia cualquier lado con tal de no hacer contacto visual con la muerte. Además, muchas veces, se olvida a quienes fueron seres queridos, cercanos en vida, sólo para no enfrentar el dolor de la pérdida. Afortunadamente, la cultura popular lo procesa distinto.

Ayer al fin pude ver, uno tras otro, los cuatro capítulos de “Universo Conurbano”, la docuserie que conduce mi amigo Peter Saborido. Él camina, recorre barrios y localidades. La cámara que lo sigue se topa con miles de murales de Diego: Diego Cebollita, Diego de Argentinos Juniors, Diego del 86, Diego con barba, Diego en colores, Diego blanco y negro. La enorme mayoría de esas obras de arte, de esos tributos de amor y gratitud -puedo dar fe, porque transito buena parte de mi vida por esos escenarios-, son de estos últimos dos años. Es decir, posteriores a su muerte.

La referencia a Diego no es casual. Nadie puede construirse un Diego o una Hebe a medida, sólo con lo que le gusta. Así son estos personajes, únicos, no a pesar de sus contradicciones y polémicas, sino justamente por ellas. Tómalo o déjalo, pero el big mac viene con pepino.

Algunos, en ciertas circunstancias, sentimos la presencia de nuestros viejos o de amigos que partieron demasiado pronto. Cuando somos muchos los que sentimos eso, el que partió se convierte en una suerte de santo pagano o protector de un pueblo.. Por eso hay rituales como las marchas de antorchas por Evita cada 26 de julio. Mientras escribo estas líneas, Néstor me observa desde el retrato en la cabecera de la mesa donde come la familia y discute la organización política. ¿Qué haría él? ¿Qué haría ella? Su memoria, su mirada, su ejemplo, nos dan la medida de nosotros mismos.

Conclusión, no hay mejor momento que este para invocarla, para llenar la provincia y el país de pañuelos. Ocurrirá, intuyo, inevitablemente, porque así funciona nuestro pueblo. Pañuelos pintados en las paredes, estampados en remeras, tatuados en los cuerpos, en las fotos de perfil. La potencia del símbolo, que atraviesa décadas y fronteras, es innegable, y está ahí, a mano. Hasta la provincia tiene, con un poco de imaginación, forma de pañuelo.

Los hashtags en su contra que lanzan los miserables, casi siempre sin nombre ni rostro, sólo confirman esto. Le temen. Le temían viva, tal vez le teman más ahora. Claro que indignan, claro que son una invitación al combate. Pero esa no es la tarea principal. Nos quieren distraer, son artilugios para robarnos el tiempo y la energía. ¿Los adolescentes de 2022 creen que la rebeldía es Milei, el empleado de Eurnekian? Esa es la prioridad, entonces. La rebeldía, la verdadera, no envejece ni muere. Muta. Crece. Eso significa desde hoy la presencia de Hebe en el comando celestial, una inyección de mística, un swap de voluntad.

Nosotros reivindicamos a nuestros muertos. Nos llenan de orgullo. Con la historia que tiene este país, eso ya es un montón.