Desperté por el frío, todavía mareada. Quedaban algunas brasas humeando sobre la arena. Las botellas vacías parecían bloques de hielo náufragos entre el gris de las cenizas. Más atrás, las últimas estrellas rindiéndose a los violetas y rojos que avanzaban desde el mar. Me dolieron los ojos. Me dolía el mundo. Hubiese querido apagar el sonido de las olas que rompían en la playa y me explotaban en la cabeza. A mi lado había un tipo desnudo. Sentí náuseas. Me levanté y me alejé de él.

Me puse el suéter y miré al grupo que rodeaba el último vestigio del fuego.

Un bulto al que cubría una frazada roja se movía lentamente. Oí una risa apagada, luego un quejido ronco, el quejido de un hombre, y luego los gemidos en sordina de una mujer. Estuve mirándolos unos segundos, sin pensar, sin reaccionar, ajena a ese movimiento que se hacía poco a poco más veloz. Recuerdo haber pensado, como en un off de mi conciencia, “están cogiendo”. Oí el grito que ella censuró y un resoplido pesado de él. Habían terminado. La frazada roja voló hacia un costado y vi las nalgas peludas del hombre sobre la mujer. Ella respiraba agitada. Aferraba con brazos y piernas el cuerpo inerte del hombre, lo atraía hacia ella, como si quisiera perpetuar el orgasmo asfixiándose con el peso muerto. De pronto ella abrió los ojos y me miró. Sentí vergüenza; un fuego quemándome desde adentro los pómulos. Terminé de acomodarme el suéter y caminé con paso firme hacia la orilla del mar. Mientras me alejaba oí la risa de la chica.

Las nubes, hacia el horizonte, poco a poco transmutaron los violetas en rojos, en mil tonalidades de rojos; los grumos fueron desgajándose hasta dejar un espacio libre donde inmediatamente después asomó el sol. Todo ocurrió con una sincronía tan perfecta que por un instante el mundo que antes me dolía ahora me acariciaba el alma; y yo era el mundo y el mundo era mi alma. Pero fue nada más que un instante, lo que demoró el sol en mostrar el primer borde.

Hubiese querido sentir que un nuevo día comenzaba; todo lo que sentí fue que mi vida vieja continuaba, y que lo hacía mal. Lloré en silencio. Una mano tibia me tocó el hombro, giré sobresaltada. La chica de la frazada roja me saludó y me convidó de lo que estaba fumando. Lo rechacé. Te hará bien, insistió, sonriéndome con todo el cuerpo. La miré a los ojos. Extendió el brazo una vez más, sin decir palabra, sin dejar de sonreír; sus ojos verde esmeralda reflejaban los destellos del sol. Acepté.

Fumé y mi cuerpo se relajó. Empecé a reír. La chica de la frazada roja se echó a reír también. Mis piernas se aflojaron, me dolían el estómago y las mandíbulas, pero era un dolor maravilloso. Nos dejamos caer y seguimos riendo. Hubiese podido morir, literalmente, de risa, y hubiese sido una muerte hermosa. Para cuando por fin pudimos parar, el disco del sol ya se veía completo. Los del grupo comenzaban a marcharse. El imbécil que había dormido conmigo miraba hacia nosotras. Hablaba con el del culo peludo. Rogué al cielo que no se acercaran. Y no lo hicieron. Se alejaron dándose empujones, riendo entre ellos.

Tu novio te dejó sola, me dijo la chica. ¿Mi novio? ¿No es tu novio el que se va con aquél imbécil? ¡No, por Dios! Y nos echamos a reír otra vez.

¿Has visto que no mentía, argentina?, me dijo. Por qué lo decís. Dije que te haría bien y así fue, ¿no? Reímos otra vez, pero ya con menos fuerzas; más que risas eran deseos de nunca dejar de reír.

¿Cómo sabés que soy argentina?, le pregunté. Eh, boludo, cómo sabe ésta que soy argentina. Reímos otra vez. Oí el motor del último auto que se alejaba de la playa. En el borde de la rambla quedó solitario mi escarabajo azul.

Miré hacia donde hubo estado el fuego; sólo quedaban algunas botellas y mi bolso. ¡Tus cosas!, dije. ¿Qué cosas? Tu ropa, tus cosas, se las llevaron. No, no creo, me dijo. Y antes de que pudiera replicarle algo, señaló hacia una cabaña azul distante a menos de veinte metros: que yo sepa, nadie ha entrado a mi casa.

Otras gentes fueron llegando a la playa; unos paseaban a sus perros, otros corrían, otros se disponían a tomar el sol. Yo no quería alejarme del mar. Presentía que apenas posara un pie sobre el asfalto, el mundo me volvería a doler.

Tengo hambre, vamos a desayunar, me dijo. Acepté.

La cabaña era modesta pero cómoda. En el fondo, la cama. A la izquierda, la cocina. En el centro, una mesa con tres sillas. Por dentro, las paredes también estaban pintadas de azul, aunque en un tono más suave que en el exterior.

Preparó café y comimos, en silencio, unos panes que había horneado ella la noche anterior. El verde esmeralda de sus ojos buscaba un contacto con los míos; yo los desviaba hacia la taza, o hacia el pan. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Ella me miró los pezones erectos que resaltaban en el suéter y se echó a reír. ¿Tienes frío?, me preguntó. Le respondí que sí, mirándola fijo, riéndome yo también. Tuve miedo.

Una lágrima brotó de mis ojos sin que yo lo notara. Ella extendió una mano y la secó. Cerré los ojos y disfruté el contacto. Pensé en Luis. No fue espontáneo. Me obligué a pensar en Luis.

¿Por qué lloras?, me preguntó. Alcé los hombros sin hablar; de haber dicho algo, de haber abierto la boca siquiera, me hubiese echado a llorar de verdad. Está bien, no lo digas si no quieres; a mí también me gusta llorar por mis secretos. Me mordí los labios para reprimir el llanto. Alcé la mano para pedirle el porro que había encendido. Fumé una bocanada intensa. El llanto se alejó, pero no me sentí mejor. ¿Cómo te llamás?, le pregunté y enseguida me arrepentí; ella me miró largo rato antes de responder; finalmente me dijo su nombre, pero no se interesó por el mío.

El sol había avanzado velozmente. Ahora se sentía calor en la cabaña. Yo tenía el suéter puesto. Un fino bigote de sudor apareció sobre mis labios. Quítate ese suéter, hija; vas a morir de calor, me dijo. ¿Podrías prestarme una remera? ¿Tienes vergüenza?, dijo ella, pues no deberías avergonzarte de tu cuerpo. No estoy avergonzada. Entonces déjate de pendejadas y quítate ese suéter. No son pendejadas, simplemente... No terminé de pronunciar la frase que ella ya se había quitado la remera. Vamos, no son más que un par de tetas, me dijo. Me sentí idiota. Me quité el suéter de un tirón. Reímos, otra vez nos sentíamos tan bien.

Todavía reíamos cuando ella se acercó y posó las manos sobre mis pechos; los presionó suavemente y yo la dejé hacer. Se acercó más, sonriendo. Nuestros rostros quedaron separados apenas por un hilo de luz. Podía oír su respiración acoplándose a la mía. Yo exhalaba y ella aspiraba. Ella exhalaba y yo aspiraba. Y entonces me besó. O tal vez fui yo quien la besó.

 

Desperté al atardecer, estaba sola en la cama revuelta. Me asomé a la ventana y la vi sentada a la orilla del océano, de espaldas a la puesta del sol. Pensé en Luis. No fue espontáneo, me obligué a pensar en Luis. Recogí mis cosas y me fui sin saludar. Subí casi corriendo hacia la rambla. Entré a mi auto y me quedé un largo rato mirando el cielo sobre el océano que, como mi ánimo, se oscurecía cada vez más. Puse en marcha el escarabajo al mismo tiempo que se encendían las luces en las ventanas de la cabaña azul.