Tal vez lo que de manera inconfesable persigan cierta clase de escritores no sea dar con una gran historia capaz de darle fin a sus obsesiones sino convertirse ellos mismos en literatura. “¿Querés la verdad? Quiero contar una historia. A mí muchas otras cosas no me interesan”, dice el narrador y personaje Luis Mey, un escritor que, entre trasnochados metidos en boliches donde las bolas de billar y los tragos se dan pausa para melancólicas anécdotas y risueñas confesiones, recibe de manera supuestamente azarosa un secreto que involucra al Zorzal Criollo. “Zombis, amigo. Lo buscaban a Gardel. Zombis”, dirá el Gringo. Una de las claves pareciera estar en aquel tango que compuso un año antes con Alfredo Le Pera: "Volver". Y es el inicio de Cada día canta mejor, la nueva novela de Luis Mey.

“Creo que jamás encaré una novela como proyecto, sino como deseo. Cierto capricho en abrir arcos narrativos, adyacencias, en una historia pequeña que aparece en la cabeza, entre copas, mirando por la ventana, matando el tiempo en el trabajo. De lo contrario, como dice el filósofo coreano de moda, el proyecto de uno se transforma en su proyectil. También porque hace muchos años ya que solamente escribo delirios: algunos se publican, otros quedan sabiamente inéditos”, dice Luis Mey, autor, entre otros libros de la “Trilogía Desgarrada”, conformada por Las garras del niño inútil, En verdad quiero verte pero llevará mucho tiempo y Los abandonados. “Y apareció Gardel en las inmediaciones. Fue primero por esa sonrisa inigualable que, muerto o no, es capaz de enamorar a cualquiera, incluso levantándose de la tumba frente a nuestros ojos. Segundo, porque me gusta lo que queda tirado, lo que solamente agarraron los arribistas de siempre para sacarle plata, los vivos de los hoteles, los que agarran cualquier cosa que les da un mango sin importarles un carajo. A mí me importa. Sobre todo porque lo odié a Gardel; lo odié, claro, por culpa de mi padre. Tenía ganas de modernizarlo y aprovecharlo para criticar lo que más me interesa: el nivel zombi de la literatura argentina. No la literatura que logró exportación, que está en boga, por fortuna, y se festeja: hablo de la que se escribe para acá nomás, la que trata nuestros temas. Y uno de ellos es el nivel de vulnerabilidad que tiene nuestro mundillo. Siempre juntando cinco para el peso. Y no interesa de quién es culpa, aunque sí, pero la novela intenta, alrededor de la figura del zombi de Gardel, denunciar que un poco todos nosotros, los artistas, tenemos un pie en cada lado, ya muertos por el oficio elegido, vivos, también, de una manera particular, y sin duda luminosa, cosa que no me tocó a mí, pero sí a gente que quiero mucho”.

En relación a su intención de poner su nombre en la ficción, al autor de Diario de un librero, dice: “El tema de la primerísima primera persona… Bueno, ni siquiera yo, este que escribe, es Luis Mey. O sí: es el apellido de mi madre, pero como me gusta mucho el juego del doble, gran recuerdo literario, entonces pensé en el juego del triple, o, como dice Borges, “qué Dios detrás de Dios la trama empieza”. Por cierto, Borges sería un gran zombi, arrepentido. Sería un novelista prolífico y sexópata, al mejor estilo Simenon. De hecho, hay una muerte en toda escritura, que es quiénes somos al momento de escribirlo y quiénes al momento de publicarlo. El escritor, como persona que escribe, viva, tiene la prueba de la muerte, el sol oculto, lo que ya no es, en la publicación. Es un constante proceso de resucitación: cómo no escribir sobre zombis. Y más si lo que se resucita es el mito, y se critica, quizás, con algo de suerte, que es todo lo mismo, todo cíclico, y que eso no tiene nada de serio, más bien de parodia”.

En Cada día canta mejor se da un cruce muy interesante entre el género de terror y el policial, no falto de humor e ironía. El narrador Luis Mey hace todo lo posible para alejarse de la única mujer que verdaderamente lo ama, Malena, mientras emprende un viaje a fin de investigar cuánto hay de verdad y mentira sobre el vínculo que existe entre Carlos Gardel y los zombis. Entre pueblos perdidos y encuentros con personajes tan oscuros como desopilantes, reinterpretación en ciertas estrofas de canciones, pistas falsas, periodistas enigmáticos, descendientes, amigos de lo ajeno que han usurpado su nombre, se va construyendo lentamente una trama oculta, a la par que se renuevan los mitos y leyendas sobre Carlos Gardel. “Abordé como género de terror para jugar con lo mejor de ello: poner en evidencia el terror del mundo en el que vivimos. No por sus hipérboles, sino por sus peculiares mortalidades, constantes e irresolutas, el caos de la anti historia, donde los finales son volátiles y sin sentido. Y como volví a prestar atención a todas esas virtualidades, en la memoria me encontré con una muy buena cantidad de historias que, haciendo girar un poco el caleidoscopio, tomaban una nueva vida, y digo la tomaban porque así fue, y ahí fui yo, por lo tanto, arrastrado a escribirlas. Y como me asusta pensar que alguna vez creí saber alguna cosa, digo, como cierta o absoluta, me encontré con un terror hermoso: la broma de lo que estuvo siempre frente a nuestros ojos y ya no es tal cosa. Le pasa a todo el mundo, de todos modos. O peor: qué terror siento de pensar que a alguien no le pasa. Así debe ser el limbo, supongo. Pensar siempre lo mismo. Ver todo igual” dice Luis Mey.

“Bueno, yo podía sentirme cualquier cosa menos artista”, piensa el narrador, “y el olfato de un zombi podía notarlo. Pero resultó que… lloré. Lloré como en el Mundial 90, como en el velatorio de mi madre, como ante la cordillera en el Parque Nacional Los Alerces. Lloré porque y, que jamás me llamaría artista, fui recibido por Gardel, que me tomó de la mano con suavidad y me miró y entendí: le encendí un cigarrillo y se lo puse en la boca”. 

 La escritura de Luis Mey tiene la virtud de lo sorpresivo; todavía sin recuperarnos del todo, apaciguando esa tensa calma que sobreviene una vez que se piensa que ya lo experimentó todo y nada peor puede pasar, un giro inesperado en la trama te recuerda que siempre puede suceder algo peor. Una vez más. Metáfora angustiosa de lo que se instala con el fin de la idolatría, tal vez. Todo el mundo necesita héroes, diría Carlyle. Quién sabe, quizás la clave para la conversión de la que hablábamos al principio sólo sea posible para aquellos que, como Luis Mey, no se toman demasiado en serio a sí mismos, pero sí a la literatura.