Esta vez la selección de Messi nos privó de algo: no hubo sufrimiento.

En realidad, es un bonus. Durante el recorrido de menor a mayor que desplegó el equipo en el Mundial casi se había vuelto norma sufrir en el último tramo de cada partido, abulonarse a la silla para afrontar la agonía de los alargues y los penales. De paso, le agregaba épica al futbol.

Pero no fue lo que sucedió este martes 13 con Croacia. Un equipo duro, con un Modric a quien una lluvia de elogios infló casi a la categoría de Messi, con un medio campo de muy buenos jugadores, la marca de ser una de las selecciones que recibieron menos goles y se cargaron al temible Brasil, y un arquero de los mejores, diz que casi imbatible en los penales, todos esos méritos apuntados por estos días hasta el agobio fueron licuados en noventa minutos por la selección argentina.

Es verdad que hasta pasados los 35 minutos fue otro partido, con una Croacia que se adueñó de la pelota y una Argentina exageradamente prudente.

Pero Croacia no atacó casi nunca, si por atacar entendemos cruzar en profundidad el área grande rival. Incluso, todo el último tramo del partido lució resignada, tal como notamos en su momento a Polonia perdiendo con Argentina.

De verdad, no sufrimos.

Lo subrrayo para señalar cuántas de las explicaciones que se lanzan en los días previos con el semblante severo de un entendido son pura subjetividad.

Cuando leo y escucho los argumentos de los periodistas deportivos me impresiono pensando cuántas cosas se me escaparon de un partido. Pero a ellos también los ganan muchas veces las subjetividades.

Con el futbol soy un hincha, nada dotado de conocimientos que sí manejan mis colegas especializados.

Lo disfruto intensamente y lo sufro casi en igual proporción. Es más, antes de cada partido de Boca y la selección tengo que decirme que, ganen o pierdan, mi vida no cambia.

Y, si me lo tengo que decir es porque esto no es sólo futbol.

Si fuera sólo futbol, Maradona no sería un héroe nacional – no hay otro modo de describir el panteón que ocupa socialmente -, y Messi, que, más allá de su genialidad con la pelota, durante tanto tiempo pareció la antítesis de Diego – sobrio en extremo, nada polémico, cultor dentro de lo posible de un perfil bajo – no hubiera terminado “maradoneándose” bastante – se atreve a polemizar, es más capitán que nunca, y hasta pone nerviosos a los prosistas de “La Nación”-.

Si esto fuera sólo futbol no ocuparía un lugar tan especial entre mis recuerdos de adulto mayor aquel partido del ´62 en la Bombonera en que fui a la cancha, una suerte de semifinal en la que el Tarzán Antonio Roma le atajó un penal al brasileño Delem de River, y pavimentó así el camino bostero al campeonato.

Y entre las curiosidades que ofrece el deporte más popular de Argentina y el mundo hay una paradoja: Argentina juega en Qatar con hinchadas propias masivas cuyos rostros no pertenecen exactamente a los sectores populares porque, a razón de un boleto de novecientos dólares por partido nuestros compatriotas instalados en Qatar debieron viajar con una bolsa de billetes verdes.

Ellos y los héroes dentro de la cancha que cantan el himno a toda voz y se emocionan hasta las lágrimas son en buena parte emigrados del país donde buscar la salida de Ezeiza se convirtió en una suerte de utopía, un extraño proyecto de vida.

Pero, en la atmósfera de ficción que impregna al futbol la Argentina no admite grietas. Todos hinchamos para el mismo lado, y, aunque sea por unas pocas semanas, vivimos en las vecindades de una gloria colectiva.