Esta mañana me desperté recordando a unos espadachines que, en una película de Godard, cuyo nombre no puedo acordarme, dirimían, sablazo va, sablazo viene, las disputas teológicas que dividían a Europa en el sigio XVI .

Eran los tiempos de las guerras de religión, que cubrían de sangre los campos de Francia.

Hacía tiempo que Lutero y Calvino habían puesto en cuestión al papa de Roma. Como todos saben que no entiendo de política ni de economía, y mucho menos de asuntos teológicos, solo diré, a los efectos de esta nota, que el calvinismo solo reconocía la autoridad de dios, razón por la cual no era necesaria la intermediación de los sacerdotes ni la iglesia debería existir, ni mucho menos un papa que se arrogara --muy indebidamente en la razón de Calvino-- la sucesión de San Pedro en carácter de representante legal del señor de los cielos. De tal manera Calvino ponía en cuestión la hegemonía quasi unipolar del poder papal en la cristiandad de Occidente, aunque sus diatribas, si bien no lo nombraba, habían estado especialmente dirigidas al nobilísimo Alejandro Farnesio, que oficiaba de papa con el nombre de Pablo III y cuyo rastro vacilaba entre su dedicación a las órdenes religiosas que catequizarían a los nuevos súbditos del Evangelio en el Nuevo Mundo y los fastos e intrigas de su preocupación por acopiar tierras y palacetes e incrementar sus riquezas y las de sus hijos y entenados. Es lógico deducir que el hegemón de la cristiandad miraba con inquietud el ascenso de Rusia y China... uh, no, qué furcio… quiero decir que veía, tal vez con cierto desasosiego, las adhesiones que se daban, en todos los estratos sociales, a los protestantes holandeses y alemanes, a los hugonotes seguidores de Calvino y a la autoiglesia creada por Enrique VIII en Inglaterra, que le disputaban, digámoslo de una vez, el poder terrenal.

En esas estaba Carlos IX, rey de Francia, muy católico él, calculando cuánto habían mermado las arcas del reino con tanta guerra, cuando su mamá, Catalina de Medici, reina de las negociaciones audaces ella, consideró que había llegado la hora de encontrar un camino de entendimiento con los protestantes y hasta permitió que el mariscal hugonote Gaspard de Coligny, amigo querido del rey, volviera a ser parte del consejo real. No solo eso sino que envió un messenger al rey hugonote Enrique de Navarra, invitándolo a una mesa de diálogo para encontrar avenencias político religiosas, que en aquella Europa de hace cinco siglos consistía en casarlo con su hija --y hermana de Carlos IX- -Margarita de Valois.

Enrique llegó al casorio rodeado de una numerosa corte de nobles hugonotes a los que el pueblo católico de París y la misma Catalina de Medici miraron con cierta ojeriza desconfiada.

Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la cronología de los hechos ni sobre sus autores intelectuales, pero parecería que los halcones ultracatólicos comandados por la familia de Guise, que no aceptaban ni diálogos, ni negociaciones, ni acuerdos, ni matrimonios electorales con la oposición protestante, decidieron deshacerse de Gaspard de Coligny, tal vez como para despuntar el caos. Falló el primer tiro de arcabuz, pero ya en su casa, lo despacharon de treinta y cuatro puñaladas y lo tiraron a la calle desde la ventana de su habitación. Y sí. El lawfare de aquellos tiempos de Renacimiento de las Artes y las Ciencias, de Reforma y Contrarreforma, no se andaba con vueltas.

Entre los fastos y los dispendios de los festejos matrimoniales, las alzas de precios y el asesinato de Coligny, los hugonotes parisinos empezaron a soliviantarse. Se presentaron ante la reina madre, a la hora de la cena y bastante encrespados, a pedir justicia. El enfrentamiento llegó a tal punto que Carlos IX y su mamá sintieron tambalear su poder y casi maliciaron el principio de una guerra civil. Incluso fueron tales las dudas de Catalina de Medici sobre aquel casamiento que sugirió la anulación del matrimonio, pero parece que Margarita de Valois, un tantito sonrojada, adujo que no podemos mamá... ya consumamos...

La noche de San Bartolomé, que va del 23 al 24 de agosto de 1572 es el centro de esta historia. Unos decían que fue un lobo solitario, otros que unos loquitos sueltos que asombraban la noche parisina pregonando copitos de castañas calientes en el pleno verano de la Recoleta hugonote al grito de que tengan miedo de ser hugonotes, y yo los quiero ver llorar a Calvino, a Enrique de Navarra y a Margarita de Valois. Unos abogados querellantes, en cambio, aseguraban que en realidad fueron Catalina y Carlos IX, reunidos secretamente con la mesa chica de palacio, con el propio halcón de Guise y con la burguesía odiadora quienes decidieron y financiaron la matanza de hugonotes. Primero echaron a los nobles que acompañaban al flamante desposado, Enrique de Navarra, del palacio del Louvre; se los despacharon ahí nomás en la calle y los tiraron al río, con la excepción de algunos como el propio Enrique de Navarra que, quieras que no, ahora eran familia; después buscaron a los jefes protestantes alojados en Saint Germain, a las afueras de París y finalmente, avanzada la noche, todo se transformó en una matanza generalizada de jóvenes y viejos, hombres y mujeres, niños, niñeras y lgbt que no distinguía color de pelo ni clase social. Asustados, en medio de la noche, por los gritos y la baraúnda, los parisinos creyeron que se trataba de un levantamiento protestante y se pusieron a perseguirlos, sin que nadie pudiera escapar porque las puertas de la ciudad habían sido cerradas por orden del rey. Unos tres mil o quizá cuatro mil hugonotes fueron asesinados en París, hugonote más hugonote menos, y otros ocho mil --quizá diez mil o tal vez veinte mil-- en las matanzas que se extendieron por resto de Francia. No hay papeles que certifiquen cuántos fueron los muertos; en todas las latitudes hay negacionistas que objetan los números como si así pudieran descuadernar la saña salvaje de que es capaz el bicho humano.

No te voy a aburrir, preciado lector, con los sucesivos enfrentamientos y acuerdos temporales que se sucedieron desde Flandes a Suiza pasando por Francia, España y Alemania después de aquel exterminio organizado contra el opositor, religioso o político, que disputaba al poder, una de las escabechinas más apocalípticas que registra la historia escrita de Occidente, y que me atrevo a comparar con los sucesos ocurridos a mediados del siglo pasado, durante esa Segunda Guerra Mundial cuyos sucesos bárbaros tantas veces he relatado en esta página.

El caso es que Enrique de Navarra, cuando murió Carlos IX y vio que lo suyo era ser rey de Francia, se convirtió al catolicismo para ser coronado como Enrique IV, y chau picho.

 

Y así se va escribiendo la Historia. Unos abjuran, otros transfugan de zaheridos a nazifascistas y otras resisten, empecinadas y orgullosas de sus convicciones.