En lo que respecta a las personas, no he experimentado ni creo en el romanticismo de la casualidad. Me enamoré de personas que me presentaron, que iba a encontrarme de una manera o de otras: gente con la que estudié, amigos de amigos. A los veinte años, caminando sin smartphone ni mapa por una ciudad muy lejos de casa, le pregunté en inglés a un extraño por la calle a la que tenía que ir: cuando se sacó la bufanda, era un argentino que alguna vez había intentado conquistarme y que no me disgustaba particularmente. Ni un beso nos dimos. 

Pero sí creo en los libros que una se encuentra en el camino, los que levanta en una mesa de novedades sin jamás haberlos oído nombrar; los libros que están en casa, pero no en las casas de la gente que se crió entre artistas o personas cultas. Las novelas de detectives que están de adorno en una casa alquilada (no hubiera llegado jamás de otra manera a Perry Mason). Los libros que nos encontramos en casa de nuestros padres, nuestros tíos y nuestros abuelos las personas que nos venimos de familias lectoras; libros de verano, best sellers que quedan y best sellers que se olvidan, regalos de gente que no sabe bien a quién le regala. Los libros que los libreros recomiendan “para una nena de esa edad”.

Estoy bastante segura de que fue un librero de Fausto el que me sugirió comprar Orgullo y prejuicio si me había gustado mucho Mujercitas, porque también era una historia de muchas hermanas. Yo ya era fanática, para entonces, de las novelas sobre chicas del siglo XIX, porque cuando te gusta leer y no estás cerca de las cosas que están de moda es más fácil llegar a Cumbres borrascosas que a Murakami y supongo que también porque cuando venís de una familia muy religiosa el siglo XIX se parece más a tu vida real que la literatura contemporánea sobre la vida real; pero Jane Austen no salía en las editoriales para adolescentes como Louisa May Alcott o las hermanas Brontë, ni en ninguna colección de algún diario que comprara mi mamá. Me enamoré de Elizabeth Bennett a la velocidad de la luz y a niveles que me hacían mal

Las adaptaciones cinematográficas de Austen hechas para chicas de veintipico de nuestra época hacen un énfasis exagerado en las tramas románticas: lo más importante de Orgullo y prejuicio, al menos para mí y sobre todo en la adolescencia, siempre fueron las conversaciones y lo rápidas que se mostraban sus heroínas en ellas. Así supe que para mí, mal que me pese, siempre sería más importante tener razón que sostener cualquier tipo de armonía; ser ocurrente, antes que amorosa; entender las relaciones entre las personas antes que cualquier otro objeto de la realidad. Todos tenemos una lucha en la vida; la mía sería aprender que había cosas más importantes en la vida que hacer el comentario más preciso de la noche, y suerte que todavía me quedan unas décadas porque viene cuesta arriba. Pero este texto no se trata de Orgullo y prejuicio.

De Mansfield Park, por el contrario, no me enamoré con pasión y rapidez; me enamoré como se enamoran las chicas de Jane Austen, despacio, dudando, con frialdad y luego de conseguir la madurez y la serenidad para apreciar todos los méritos del candidato. Mansfield Park es distinta de todas las demás novelas de Austen justamente por lo más importante, que es su heroína. A diferencia de Elizabeth Bennet y Emma Woodhouse, paradigmas del encanto austeniano, chicas brillantes que erran cuando piensan de más, hablan de más y hacen de más, Fanny Price es explícitamente aburrida: el ingenio parece molestarle incluso en términos morales. 

Tampoco parece que le guste hacer demasiado: en los primeros capítulos, de hecho, sus primas ricas están profundamente indignadas porque Fanny no quiere aprender música ni dibujo. Más tarde nos enteramos, por la narración, de que a Fanny sí le gusta leer: no tocar el piano, ni cantar, ni pintar, ninguna de las artes de las que podría participar activamente como señorita educada. Solo leer. Más adelante, cuando los jóvenes de la casa decidan aprovechar la ausencia de los adultos para montar una obra de dudosa moral, Fanny dirá literalmente que no puede actuar. Hasta las malas de sus primas me parecieron mejores que ella en ese momento.

Muchos críticos señalan –con razón, creo– que la heroína oculta de Mansfield Park es Mary Crawford, una forastera que llega de visita que monta, toca el arpa y tiene toda la chispa de una chica Austen; pero yo no me di cuenta de eso a los catorce o quince, cuando leí por primera vez la novela. En cambio, atravesé por primera vez la experiencia de amar una novela cuya protagonista no me interesaba. Pude entonces ver otras cosas: la arquitectura de la novela, la maestría con la que Austen utilizaba la obra de teatro para armar una especie de doble campo semántico permanente entre los papeles que los personajes interpretaban en la obra y los que interpretaban en su realidad, el modo en que usaba el discurso indirecto más que el directo para mostrarme cómo hablaban sus personajes. 

No sé cómo empiezan a leer otras personas. Yo lo hice porque odiaba la vida que vivía, y empecé leyendo sobre vidas que me hubiera gustado vivir; no está mal llegar así, como no está mal conocer a un gran amor en una aplicación de citas, no importa cómo se llega a ninguna parte, pero yo creo que si lo pienso entré plenamente a la literatura con esta novela, cuando entendí que la literatura no se trataba de las personas que me hubiera gustado ser. Una empieza a leer (o a escribir, que es casi lo mismo) para ajustar cuentas con la realidad. No creo que haya que perdonar para escribir. Yo, al menos, siempre escribo con rencor, o en otras palabras, de alguna manera siempre escribo un poco en contra de la realidad; pero hay algo de la cosita personal que hace falta trascender. No sé de qué se trata la literatura, pero sé que no se trata de eso, se trata de otra cosa, y yo ingresé a esa otra cosa con Mansfield Park.

Hay una vuelta más, una vuelta final en la relación entre mi cosita personal y la literatura en esta novela. Fanny Price será una santurrona aburrida que se termina casando con su primo clérigo, pero es la única heroína de Jane Austen que se va de su casa. Así empieza la novela: los tío ricos de Fanny deciden adoptarla para sacarle un peso de encima a su madre, la chica que se casó mal para hacer enojar a sus padres. Fanny llega entonces a Mansfield Park con diez años, flaquita, pálida, ignorante e insignificante, a vivir entre gente más alta y mejor alimentada que ella en una casa de habitaciones tan grandes que le hacen difícil la circulación a una nena tan frágil. Ni Elizabeth, ni Emma, ni Anne de Persuasión ni ninguna otra chica de Austen tuvo que hacerse cargo de una hazaña semejante. Fanny Price no es alguien que me hubiera gustado imitar, aunque irse de casa es el tema que más me interesa en el mundo y en los libros; y eso es algo personal, sí, pero la que la heroína más apocada de todas sea también la más valiente es de una belleza profundamente literaria.

Tamara Tenenbaum (Foto: Verónica Bellomo)

Tamara Tenenbaum nació en 1989 en Buenos Aires. Publicó el poemario Reconocimiento de terreno (2017), el ensayo El fin del amor: Querer y coger en el siglo XXI (2020), los cuentos de Nadie vive tan cerca de nadie (2020) y la novela Todas nuestras maldiciones se cumplieron (2021). Como guionista coescribió con Erika Halvorsen la serie El fin del amor (2022), adaptación de su libro homónimo, y como dramaturga escribió Una casa llena de agua (2021), que dirige Andrea Garrote y protagoniza Violeta Urtizberea, y que regresa al Teatro Metropolitan en febrero.