El que termina fue el año del regreso al vivo: lo mejor que le podía suceder a una música como el jazz, performática y repentista por naturaleza. Sin embargo, para la escena local, la que pasó fue una temporada no muy distinta de otras. Con asimetrías entre calidad, producción y distribución; un público fiel pero limitado; cierta orfandad de eventos aglutinadores que den cuenta de su existencia más allá del encanto de los clubes especializados. El jazz que se hace en Buenos Aires sigue siendo una gran música en busca de oyentes. ¿Un dato positivo? Que a pesar de una situación objetivamente poco favorable, mantiene una vitalidad creativa superlativa, acaso única en el panorama de las músicas que se producen en la Argentina.

Más allá de algunas presencias internacionales y un festival que ha perdido peso y volumen respecto a ediciones anteriores, no abundaron en la agenda porteña los grandes eventos de jazz. En este sentido, el regreso de Pat Metheny, en octubre, fue el acontecimiento del año. Con dos shows en el Gran Rex, el guitarrista de Misuri renovó su contrato afectivo con un público incondicional, de edades y proveniencias variadas. Las derivas bailables del saxofonista Kamasi Washington en el Complejo Art Media (junio); el sabor latino del experimentado Arturo Sandoval en el Teatro Ópera (agosto); y el funky bien temperado del trompetista Terence Blanchard en el Teatro Coliseo (diciembre), aportaron a un panorama en leve ascenso. También el gran saxofonista Branford Marsalis pasó por Buenos Aires, pero solo para tomar el avión que lo llevó a Mendoza para tocar en al marco del Sax Fest (octubre).

El Festival Internacional de Jazz de Buenos Aires volvió a la presencialidad plena, con propuestas artísticas muy interesantes, pero sin la presencia necesaria para constituirse en un faro. El trompetista chileno Sebastián Jordán, la contrabajista catalana Giulia Valle, el saxofonista Antonio Hart, el pianista suizo Nik Bärtsch y la pianista italo-norteamericana Simona Premazzi animaron la programación central en la Usina del Arte, además de ofrecer talleres y clases magistrales.

En un ámbito más recogido, el siempre activo trompetista Mariano Loiácono, además de batallar con su quinteto y su big band, promovió y acompañó un apreciable segmento internacional en Bebop Club. El pianista Anthony Wonsey, la cantante Eve Cornelious, el baterista Willie Jones, el guitarrista Russel Malone y el saxofonista Antonio Hart ofrecieron series de presentaciones en el clásico reducto de la noche musical porteña, donde además hasta febrero se puede ver la muestra de fotografías de Adriana Mateo sobre el legendario trompetista Roy Hargrove.

En los discos

También este año en los discos de jazz y satélites hay calidad y variedad, por lo que intentar establecer una lista “los mejores” quedaría en el ámbito del puro capricho. No obstante, se podría destacar el ojo y oído que sobre músicos argentinos puso el sello norteamericano ears&eyes Records. Ahí entraron este año, entre muchos otros, Donde el mundo ocurre, el último trabajo de Ernesto Jodos, que al frente de un quinteto que se completa con Inti Sabev (clarinetes), Juan Pablo Hernández (guitarra), Diana Arias (contrabajo) y Sergio Verdinelli (batería), agrega otro capítulo al fascinante juego de ida y vuelta entre formas y abstracciones que sabe reflejar en su música. El lenguaje radicalizado de La emperatriz, de la pianista y compositora Pía Hernández, junto a Nacho Szulga (contrabajo), Nicolás del Águila (batería) y Lucas Goicoechea (saxo); la búsqueda tímbrica, entre el fervor acústico y la discreción electrónica, que el contrabajista Nicolás Ojeda activa como un ejercicio de libertad estilística en Reebot; el candor juiciosamente alterado de la saxofonista y compositora Ingrid Feniger, en Lloré fuegos, soñé ríos, con Andres Elstein (batería), Leonel Cejas (contrabajo) y Noel Morroni (piano); el desparpajo hardbop de 2(XL) de Relojeros Ya No Quedan, el cuarteto del que además de Jodos y Verdinelli están el saxofonista Rodrigo Domínguez y el contrabajista español Javier Moreno.

Pipi Piazzolla se distrajo por un momento de Escalandrum y sacó Stick Shot, obra propia, jazz de alta densidad rítmica, con Lucio Balduini y Damian Fogiel; Pepe Angelillo, una vez más, conjugó riesgo y sutileza en Re-Sonar, junto al “Mono” Hurtado y Carto Brandan. Juan Cruz de Urquiza prolongó su aura de gran maestro en Última chance, donde entre otros toca su hijo Sebastián, contrabajista, que a principios de año publicó el segundo volumen del notable Unity, un trabajo de música propia interpretada por una banda multinacional. Son, de Martín Robbio junto al inagotable Facundo Guevara; el inspiradísimo y gratamente guitarrístico Impasse, de Guillermo Bazzolla; y Un caos lúcido de la pianista rosarina Rocío Giménez López, editado por BlueArt –que también sacó Travesía, de Gustavo Beytelmann–, son dignos de la mejor atención. Como lo son Unánime, de la cantante Roxana Amed, con invitados del calibre de Niño Josele, Pedro Aznar y Chucho Valdéz, y Micelio, otra muy buena muestra del folklore imaginario de Rizoma.

El siempre fructífero terreno de las cantantes se mueve entre la elegancia clásica de Julia Moscardini –directora del Festival de Jazz de Buenos Aires– en su ellingtoniano Mood Indigo, hasta el saludable tremor juvenil de Lara Fichera –también contrabajista– en En el filo. Y hay que citar también el excelente Gato Barbieri. Un sonido para el tercer mundo, en la pluma hardbop de Sergio Pujol, y la edición de dos cintas del archivo del inolvidable Carlos Melero con los conciertos porteños de Bill Evans: Morning Glory (1973) e Inner Spirit (1979). Como para dejar en claro que este buen presente se sostiene con historia