En China, si algo sustancial sucede en Shanghái, se suele replicar en todo el país. Los medios oficiales calculan que el 70 por ciento de los 18 millones de habitantes de la ciudad se acaba de contagiar en la primera gran oleada de coronavirus, en un país que había gambeteado casi la pandemia. Esta semana, al menos dos hospitales de la ciudad tenían cientos de ancianos internados con oxígeno, ocupando todas las camas en servicios de emergencia. Incluso atendían en la vereda, atestiguó la agencia AFP.
En la capital Beijing, la situación es similar en un invierno que recién comienza. Ya sin restricciones sanitarias, millones salen a restaurantes y centros comerciales, algunos con el 80 por ciento de sus tiendas cerradas por la crisis pandémica. En Shanghái el subte va lleno y en el Bund costero la gente sale de compras en masa. Y hay colas para entrar a Disneylandia y al parque Universal Estudios.
El fin de una política dura
Fue tan inesperado el fin de la estrategia covid-cero el 7 de diciembre pasado, que en las primeras dos semanas del mes las calles de las ciudades continuaron casi desiertas: muchos se habían habituado a la vida semi-ermitaña y temían el contagio. Pero ya casi todos han vuelto a la normalidad, al contrario de los hospitales, que la perdieron absolutamente. Los medios casi no informan, pero la situación se cuela por redes sociales. El caos recién comienza y se estaría lejos del pico. Fue tan veloz la ola de contagios, que en ciertos hospitales se enfermó la mayoría del personal y siguen trabajando con fiebre.
En las primeras tres semanas de libre movimiento, el Gobierno informó 25 muertos, algo que no condice con las imágenes de colas en crematorios. En la provincia de Zhejiang, se viene informando de manera oficial un millón de contagios diarios y llegaron a atender a 408.000 pacientes con fiebre en un día, sobre una población de 64 millones. La empresa inglesa Airfinity -consultora con perfil sanitario- supone que China tendría 9000 muertes diarias por covid y el total alcanzaría el año que viene, más de dos millones.
El mayor riesgo está en zonas rurales con infraestructura sanitaria pobre y eso explotaría en las vacaciones de Año Nuevo Lunar: 415 millones de personas regresarán a su lugar de origen entre el 21 y 27 de enero, llevándole el virus a sus padres.
El punto débil es la vacunación de los ancianos. El 66% con 80 años o más, ha sido vacunado una vez (el resto ninguna). Y menos de la mitad recibió el refuerzo. Cuando aparecieron las vacunas, se priorizó a trabajadores esenciales para minimizar el daño económico. La estrategia hacia la tercera edad fue de confinamiento. Como funcionó, nunca apuraron la vacunación a mayores, que suelen rechazarla por creer en la medicina antigua. La política de cero-contagios impidió la inmunidad de rebaño. Por eso China enfrenta la tormenta perfecta, con el agravante de que sus vacunas no son de tipo ARN Mensajero, las más efectivas. Aunque la cifra oficial diga que el 90 por ciento de los chinos está vacunado, el nivel de inmunización promedio es relativamente bajo.
Un doloroso remedio
Sin transición, se cortaron las prevenciones radicales. No era lo deseado por el Gobierno, pero las protestas a fines de noviembre torcieron el rumbo. Las movilizaciones son comunes en China por problemas puntuales y regionales. Pero estas fueron simultáneas en todo el país por una misma razón: el hartazgo que se venía gestando hacía meses. Además de pedir el fin de los encierros, una consigna oida en Beijing y Shanghái fue “abajo Xi Jinping”, algo muy osado. En paralelo, los chinos miraban la Copa del Mundo con masas en los estadios sin protección.
Si un caso de covid aparecía en una universidad, a veces los estudiantes quedaban encerrados allí 20 días, hacinados casi sin bañarse. Y es en ámbitos estudiantiles donde más se temen las protestas, como sucedió en 1989. Shanghái estuvo en cuarentena 6 meses hasta agosto pasado. Hubo ciudades que la hicieron por tres días sin un solo caso positivo: era un simulacro de catástrofe. También hubo encierros largos en fábricas de Foxconn -empresa taiwanesa ensambladora de Apple- para sostener la producción con riesgo cero, que terminaron en protestas y choques con la policía.
Un débil sistema de salud
Ha quedado claro que las medidas radicales para frenar al covid en China, obedecían a una lógica concreta y no al camuflaje de un control político que carecía de amenazas: si se levantaban, se desbordaba todo. Porque el sistema de salud no estaba preparado. Pero las movilizaciones encendieron señales de alarma, no sanitarias sino políticas.
Al recorrer China y dialogar con la gente, se oye bastante un argumento: "nuestras condiciones de vida han mejorado muchísimo en las últimas décadas y queremos que eso siga". Se vislumbra un pacto político en que gran parte de la población demanda éxito económico, a cambio de pasividad o apoyo tácito, priorizando la estabilidad. Si el crecimiento se frena, habrá quejas por distintas vías: esta ecuación es más o menos la misma en China desde tiempos de Confucio, quien la teorizó. Los resultados virológicos, aun un poco dibujados, eran buenos. Pero los económicos no: el menor crecimiento en 50 años. Y las secuelas en la salud mental social agravaron todo.
Casi tres años muy duros de encierros intermitentes -a veces de tres meses- y testeos diarios, eran el máximo que los estoicos chinos podían aguantar. Xi Jinping tensó la cuerda del pacto social al límite y la vio temblar: la soltó sin avisar. Acaso haya asumido pagar un costo por lo que pueda suceder: un mínimo de un millón de muertos, el 0.071% de la población (en EE.UU. murió el 0,3%). Pero no pareciera que las cifras se vayan a informar. El Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades lo hará una vez por mes con criterios nada transparentes. Esto generó una queja esta semana de la Organización Mundial de la Salud. Y una veintena de países comenzó a exigirle a los chinos una prueba de covid para cruzar su frontera. Se teme que en China broten mutaciones.
¿Por qué tanto rigor?
Una posible explicación de la radicalidad china en los controles y su eliminación, es la centralidad de Xi Jinping en la trama del poder: su figura se consolidó en el último Congreso del PCCH jubilando a su oposición interna en el Comité Central, cuyos votos necesita para reelegirse cada cinco años. Estaba orgulloso de su estrategia covid-cero y la incorporó a su narrativa geopolítica: el dominio chino del virus demostraría la superioridad de su sistema político. Sabiendo que un cambio generaría la explosión actual, mantuvo el eje de su gobernanza. Hasta que sucedió lo impensado: protestas como no se habían visto desde la masacre de la Plaza Tiananmen, claro que más pequeñas.
El discurso oficial era “estamos salvando vidas” -lo cual es demostrable- y a Occidente “no le interesa salvarlas” (al menos Trump y Bolsonaro lo demostraron). El axioma del modelo chino -crecimiento casi a cualquier costo- fue suplantado con pragmatismo por otro que rezaba “covid-cero”. Su contraparte EE.UU. no lo dudó: “primero, la economía.” Y surgió el “nacionalismo de las vacunas”. China eligió no importarlas por orgullo propio: era aceptar su superioridad. Y así cuidaba su industria. Crearon nueve vacunas -más que ningún otro país- pero menos efectivas y no calibradas a la variante Omicron. Hicieron eje en testeos masivos antes que vacunación, algo insostenible a largo plazo. Xi fue quedando atrapado en su propia política con poco margen de maniobra.
La eficacia china
El otro factor que tensionó la olla de presión fue la manera de ascender dentro del PCCH: la lógica gerencial de la "eficracia" como criterio legitimador. Si la directiva de Beijing era “covid-cero”, había que cumplirla. Sin importar tanto el cómo: los gobiernos locales tienen cierta autonomía. Por eso había repentinos cierres de barrios o ciudades por pocos contagios, sin un criterio unificado. Los cuadros del partido son testeados en la gestión de ciudades y provincias: los van rotando y el paso previo a la cima es gobernar Beijing o Shanghái. Los evalúan por el combate al covid. En esto se juega la carrera de cada intendente o gobernador para llegar al Comité Central. Así terminaron siendo “más maoístas que Mao”, previniendo por demás: “ante el menor peligro, cerramos todo”. Podía suceder que alguien tomara un colectivo dentro de la ciudad y no pudiese volver a casa en semanas. Porque con las magnitudes poblacionales chinas, cuando una ola se eleva, no hay nada que la detenga. Pero la dureza de los controles generó la temida irrupción popular. Cuando asomó esa ola, el PCCH aplicó taoísmo puro: la dejó venir y se subió a ella. Cedió en lugar de resistir.
La credibilidad de Xi Jinping
Para el sinólogo Federico Müller, el perfil de los últimos presidentes chinos los acerca al ideal del tecnócrata: los tres fueron ingenieros. Ya desde la dinastía Han, se entiende al líder de Estado como gestor de catástrofes que enfrenta hambrunas e inundaciones del río Amarillo. Si en 2023 China sufre el horror pandémico que azotó a gran parte de Occidente, eso implicaría que la política covid-cero solo sirvió para posponer la tragedia. Xi Jinping estuvo aferrado a una estrategia que, quizá ahora, se demuestre errónea. Y esto afectaría su credibilidad, un eje de su legitimidad basada hoy en la eficracia sanitaria.