¿Alguna vez se podrá escribir una historia de los años 90 sin caer en la perezosa y poco documentada fórmula de la pizza y el champagne? ¿La estructura de sentimiento de esa época podrá reemplazar, o aunque sea ampliar, el repertorio de imágenes disponibles para no apelar, otra vez, a María Julia posando con el tapado de piel? Es innegable que cada momento histórico necesita armar su archivo, pero la contundencia de los efectos del neoliberalismo cayó como maldición sobre un período que, sin embargo, tuvo complejos pliegues que resisten cualquier plancha.

Entre las operaciones de vaciamiento de sentido que tanto le gustan a los medios, el nombre de Federico Klemm es uno de los que condensó injustamente los significantes del menemismo. Una cruzada moralizadora le colocó la etiqueta de freak con que la normalidad necesita construir un efecto de frontera. El procedimiento paródico puso de relieve su aspecto y le bajo el volumen a su discurso. Las risas editadas sobre sus respuestas en CQC, las cámaras ocultas que le hizo Tinelli y los bloopers de PNP (triada de la pedagogía de la crueldad televisada) lo ridiculizaron en loop y lo simplificaron hasta convertirlo en un mediático. Pero quien ha sido un outsider toda la vida no le teme a la soledad del corredor de fondo. Había migrado a los 6 años de Checoslovaquia (primera desmarcación); escapado del mandato familiar que lo necesitaba empresario para seguir multiplicando el capital (segunda desmarcación) y desoído las coordenadas de género aún cuando los militares le arrancaran literalmente el cuero cabelludo después de una razzia por portación de cara (tercera desmarcación, y van …).

La trayectoria biográfica de Federico Klemm podría ser tomada como ejemplo hasta por el mismo Bourdieu para describir las reglas de funcionamiento del campo artístico. Negado por sus pares y la crítica especializada, cuando parecía que las puertas de del reconocimiento jamás se abrirían para él, encontró una rendija en la televisión que creía utilizarlo, y desde ahí desplegó su herejía (¿capital material mata capital simbólico?). Así, por ejemplo, mientras uno de los payasos de turno de Videomatch simulaba pintar un cuadro con las nalgas, Klemm aprovechaba para bajar línea sobre las antropometrías de Yves Klein y dejaba la burla sin remate. Después vino su segmento en El Palacio de la Risa de Antonio Gasalla donde le dio lugar en el prime time de un programa cómico a artistas contemporáneos y mostró de manera singularísima lo que estaba pasando en los principales lugares de exposición de Buenos Aires. Pero sin duda, su gran apuesta por la divulgación fue el mítico El Banquete Telématico de Canal à. Ahí pudo desplegar su vocación docente en intensos monólogos performáticos mirando a cámara, mientras en un chroma (tecnología casi virgen en ese momento) flotaba La Gioconda. El gesto por la democratización del arte fue tan ampuloso como sus ademanes, y logró de esa forma trasladar a los televidente desde el living al Louvre sin cobrar entrada. Desde el vamos, entendió como nadie la explosión de las telecomunicaciones, y las usó a su favor para armar un sofisticado artefacto, con guiones hiper sólidos que lo tenían a él en el centro como una obra más.

¿Puede una biografía sobre Klemm eludir los dislates personales cuando él mismo hizo carne el grito de las vanguardias de unir arte y vida? Para cualquier biógrafo es tentador perderse en los chismes que alimentaron la fábula, más si se reúne una veintena de personalidades variopintas que lo conocieron de cerca. Lo florido lo vuelve a convertir en personaje, y deja atrás el impacto significativo que tuvo en un mundo del arte que, aún hoy, le sigue dando la espalda. Rodrigo Duarte intenta bucear entre las dos aguas: las de la anécdota/placa de CrónicaTV, y las del rescate, a partir de algunos testimonios, que hacen foco en el legado que dejó Klemm en términos de una de las colecciones de arte contemporáneo más importante de Latinoamérica, y que, fundamentalmente, se puede ver de manera gratuita.

Desde la galería de arte contemporáneo donde invirtió buena parte de la fortuna de su herencia familiar para mostrar en Argentina obras de Botero, Andy Warhol o Mapplethorpe (toda una declaración para los que lo tildaban de tapado); hasta la Fundación que construyó después en un espacio de mil metros cuadrados, Klemm apostó fuerte para que el arte estuviese al alcance de todes. Cualquier estudiante o persona de a pie podía ver obras originales de Picasso, Magritte, Max Ernst, Man Ray, De Chirico, , Lichtenstein o Xul Solar sin pagar un peso. Pero además, Klemm creó su propio premio adquisición que se presenta ininterrumpidamente desde 1997 hasta la actualidad y que logró visibilizar y sostener económicamente a numerosos artistas emergentes. Un aporte filantrópico muchísimo más significativo que el que hizo cualquiera de sus detractores.

Queer antes de que el término fuera una moda, precursor local del arte homoerótico, Federico Klemm rompió todos los moldes de lo previsible. A pesar de la insistencia, el confeti neoliberal no llega a sepultar un nombre que insufló rebeldía y amor al arte en dosis parejas.