Hemos internalizado -o nos han inoculado- el miedo. El miedo al azar, es decir, a la vida. Vivimos en un presente paradójico, en el cual parece que no pasa nada -y eso nos colma de tedio- pero a la vez, pareciera que en cualquier momento cualquier cosa puede pasar, lo cual nos colma de fobia. Hay un temor profundo de perder todo lo que tenemos. Objetos, personas, sensaciones.

Caminamos por las calles inseguros. Cualquiera puede venir a arrebatarnos nuestras pertenencias. Llegamos al trabajo con miedo, todos son sospechosos, cualquiera puede traicionarnos, todos son posibles competidores y nos pueden arrebatar el puesto.

La incertidumbre colectiva suele desembocar en la paranoia, en la necesidad de un orden, que venga de cualquier lado, con tal de ofrecer alguna garantía de seguridad y un futuro previsible. Cuando ese impulso toma cuerpo en las demandas colectivas o políticas, aparece el miedo al otro, al desconocido, al diferente: el racismo, la xenofobia, y otros odios que toman cuerpo en los neofascismos contemporáneos. Lo que se busca es un chivo expiatorio para atribuirle la culpa de todos nuestros males. Franco Berardi nos dice que en el fondo hay una necesidad de venganza, por un resentimiento que surge de una frustración, de un gran fracaso. El neoliberalismo se impuso con una promesa de bienestar para todos. Sólo había que reconvertirse, capacitarse de manera permanente, tornarse eficiente. Pero finalmente no cumplió sus promesas. Pauperizó a las grandes mayorías, y les atribuyó la culpa por ese empobrecimiento, por no haberse capacitado, por haber sido ineficientes, por haber contraído deudas externas a causa de la falta de austeridad. Esa culpa devino en frustración, y ambas toman dos caminos diferentes. Los que no la pueden direccionar hacia afuera, implosionan, cayendo en comportamientos autodestructivos, en las enfermedades psiquiátricas. Los que logran exteriorizar el malestar, y consiguen objetivarlo o focalizarlo en el otro, terminan tributando en los comportamientos neofascistas.

A su vez, y al mismo tiempo que los mensajes del neoliberalismo introyectaban aquella culpa, se estigmatizaba a los que ya estaban demás, los que sobraban. Son los que ya no se pueden integrar, que deambulan por las calles generando el temor del resto de la población. El mensaje es claro: “son ellos los vagos, a ellos los mantenemos con la plata de nuestros impuestos, nosotros, los que trabajamos, tenemos que sostenerlos. Son ellos los que generan el caos, los que roban, los responsables de nuestra inseguridad, los que hacen los piquetes. Nosotros somos los que vivimos bajo las rejas, y ellos están libres”. La conclusión es taxativa: son delincuentes, hay que encerrarlos.

En las últimas décadas se ha desatado una guerra civil global. Ya no se trata de la guerra organizada central y piramidalmente entre diferentes Estados, o entre imperios por el control del mundo, sino una guerra de todos contra todos, una dispersión de la violencia, trasversal a todos los ámbitos de la vida social. Son conflictos entre religiones, conflictos étnicos, conflictos entre clases sociales, conflictos territoriales entre narcotraficantes, conflictos entre partidarios de equipos de fútbol rivales, entre automovilistas. Conflictos entre parejas que terminan en feminicidios, conflictos que han destruido instituciones como la familia, y resquebrajado en general el vínculo societal. La crispación social ha llegado a un punto límite, y tenemos la sensación de que en cualquier momento todo puede estallar, como lo muestra la película norteamericana “Día de furia”, en el que un automovilista, cansado por el atascamiento del tránsito -entre otras tantas cosas-, se baja del auto y comienza a dispararles a todos. Lo propio ocurre con los asesinatos en masa, también en el mismo país, que es el territorio que mejor muestra -porque las ha llevado hacia un extremo- las relaciones sociales eclosionadas del capitalismo. La guerra de todos contra todos no siempre es manifiesta, muchas veces se esconde, se solapa, se mantiene en potencia, y estalla como una olla a presión cuando ya el odio incontenible la hace detonar.

El positivismo postuló la idea de que con solo encargarnos de que la sociedad estuviera ordenada, lograríamos la paz social, la prosperidad, el progreso para todos. De esa manera la humanidad emprendería un camino hacia un futuro redentor, indefinidamente. En el fondo, era en parte el cogito cartesiano el que estando en la base del pensamiento occidental, empujaba al hombre a descubrir la verdad por sí mismo, y así lograría la libertad. La humanidad, con estas ideas, pudo desarrollarse a lo largo de la historia, accediendo a niveles cada vez mayores de bienestar, con los avances científicos, con una razón que se realizaba, ordenando el mundo, de la mano de la certeza y la verdad. La razón se convirtió en el gran juez de la vida social, ordenando las relaciones sociales, las pasiones, los instintos, las pulsiones violentas, el azar.

Pero desde las últimas décadas del siglo pasado hacia esta parte hemos despertado de ese gran sueño. La Razón se desmoronó, y se tornó incapaz de ordenar las relaciones sociales cada vez más caóticas y violentas.

En cuanto a la idea de un progreso indefinido, ya sabemos que no estamos mejor que en épocas pasadas. Por el contrario, da la sensación que estamos cada vez peor. La modernidad construyó grandes utopías. Hoy, entre los escritores, los filósofos, los artistas, esas utopías han devenido en distopías: no se vaticina el mejor de los mundos, sino el peor. Nunca como hoy tuvimos tanta gente que vive en villas miserias, tanta muerte en los barrios, tanta violencia, tanta asimetría social, tanta destrucción del medio ambiente, tanta desorientación ideológica -desprotección en el plano de las ideas- tanto vacío existencial, tantas enfermedades psiquiátricas, tanta adicción a las drogas, tanto narcotráfico, tanta corrupción.

¿Hacia dónde va este barco sin brújula, sin timonel, con las velas destruidas, en medio de una tempestad inaudita que el pensamiento moderno nunca pudo imaginar? Nos atemoriza no tener respuestas para esta pregunta. Hoy más que nunca de lo que se trata es de salvar ese barco, porque tenemos la certeza de que naufragará, y nunca hemos nadado en mares tan tempestuosos. Pero dentro del barco no nos podemos poner de acuerdo, todos hablamos dialectos diferentes, nos tememos, nos odiamos, nos matamos. Ya nadie cree en la palabra, que yace devaluada, y no hay salvavidas para todos.