El cuento por su autor

Esta incursión por el terreno de la ficción es una pausa necesaria, diría una catarsis, para quien se dedica al análisis político. Si bien la política, en todo tiempo y lugar, siempre ha sido un terreno en donde conviven personajes admirables con otros que no lo son, en la época actual la ecuación se ha ido inclinando hacia el lado malo de modo tal que estamos a punto de ser arrollados por una avalancha de traficantes de la política y un lumpenaje que la utiliza para encubrir sus sucios negocios. Esto va de la mano de una paralela degradación de la política y la vida social: sociedades cada vez más surcadas por profundas (y crecientes) desigualdades; bolsones de pobreza y miseria que crecen por doquier; gobiernos que se inclinan indignamente ante la dictadura de los mercados; el imperio norteamericano cometiendo toda clase de crímenes y destruyendo países con total impunidad: Afganistán, Irak, Siria, Libia, Somalía, Yugoslavia, Vietnam, Haití, Panamá y muchos etcéteras más. Para colmo las Naciones Unidas han demostrado su completa irrelevancia e incapacidad para frenar esos crímenes o políticas igualmente incompatibles con el respeto a los derechos humanos como el bloqueo generalizado en contra de países como Cuba, Venezuela, Nicaragua. Pese a que el bloqueo a la isla fue repudiado por el 99 % de los miembros de la Asamblea General de la ONU durante 30 años ni Washington ni sus vasallos europeos toman nota del asunto. Pesadillas como tener que comprobar a diario como países supuestamente independientes, en Latinoamérica tanto como en Europa, aceptan sin chistar una legislación dictada por el Congreso de Estados Unidos que se pretende de validez universal, pasando por encima de los cuerpos legales de cada país. Súmesele a tan nefasto escenario el asfixiante control del sistema de medios controlado por el imperio con sus aliados locales, y que ha convertido al periodismo hegemónico en una repugnante cloaca de donde brota un torrente nauseabundo de fake news diseminadas día y noche por una tropa de mercenarios que han prostituido la noble profesión del periodismo y que envenenan sin pausa la consciencia pública. Y encima de ello la degradación de los sistemas judiciales en casi todo el mundo, y en los cuales el lawfare se ha convertido en la norma que legaliza el financiamiento ilegal de grupos y partidos políticos destinados a desestabilizar gobiernos díscolos o a facilitar las transacciones del narcotráfico, la venta ilegal de armas, el tráfico de órganos y personas y cuyas fabulosas ganancias se colocan a buen recaudo en paraísos fiscales contralados por los gobiernos de Estados Unidos y Europa. Por eso digo que el mío es un trabajo insalubre, y que para sobrevivir necesito incursionar en el terreno de la ficción. Este ejercicio de la imaginación es, junto al estímulo invalorable de quienes me leen o escuchan, lo que me permite seguir en la brecha y seguir “soñando sueños imposibles”, como decía el entrañable Don Quijote.


El halcón de Qatar

Casi me desmayo esta mañana cuando al abrir la ventana del cuarto en que me alojo en RCT, el complejo turístico de Chapadmalal, lo vi paradito sobre un techo vecino y mirando fijo a mi ventana, como si me estuviera esperando. Dudé un instante, pero rápidamente caí en la cuenta de lo estúpido de mi actitud. ¡Obvio que mi gran amigo: el halcón de Qatar, había surcado los cielos y atravesado mares para venir a buscarme! Y, de seguro, porque algún mensaje tenía para decirme.

Pocos saben que mi pasión futbolera me llevó a instalarme un mes en Qatar, siguiendo a la selección argentina. En el mundo de la virtualidad esa escapada pasó desapercibida, salvo para unos muy pocos a los que puse sobre aviso. Al fin y al cabo seguí subiendo posteos opinando sobre la coyuntura en Argentina y el resto de Latinoamérica en las redes sociales sin despertar sospechas sobre mi paradero. En el mundo de los algoritmos, los likes y toda la parafernalia de la informática el espacio se bate en retirada; allí reina el tiempo, medido en nanosegundos, y toda referencia geográfica se esfuma por completo.

Fue en Qatar donde encontré a Yasir, el halcón. Pensándolo bien fue él quien me encontró a mí. Eso ocurrió el sábado previo a la final, a la salida de un boliche gay tolerado por las autoridades locales porque sólo iban extranjeros. Había ido porque alguien me dijo que allí había una mina -o un tipo, difícil de saber- que cantaba como la gran Janis Joplin. Me combiné con varios amigos y fuimos. La recomendación no pudo ser más acertada. Escuchamos deslumbrados al cantante, y debo reconocer que su interpretación de “Mercedes Benz”, ese clásico de Janis, fue excepcional. Salí con la cabeza volada por lo bien que cantaba y los recuerdos de mis andanzas juveniles que revivían incontenibles a medida que la (o lo) escuchaba cantar. Al terminar me despedí de mis amigos y decidí caminar sólo hasta el hotel, aprovechando el respiro que por la noche nos daba el fino aire del desierto. En las proximidades de la salida tropecé con las miradas de un pequeño grupo de fundamentalistas prejuiciosos que me miraban burlonamente. Pero, envalentonado por los ecos de las canciones de Janis les sostuve la mirada y les hice un guiño pícaro y un leve movimiento de cabeza mientras mi mano derecha recorría juguetona mi entrepiernas. Al ver mi reacción prefirieron darse vuelta e ignorarme. Temían que yo pasara al ataque e intentara un levante con alguno de ellos y los involucrara en algo que allá, en Qatar, puede ser fatal para los locales.

Satisfecho y agrandado me encaminé al hotel cuando de repente apareció Yasir. Apenas pude sentir el aire que movían sus grandes alas cuando un instante después ya se había posado en mi hombro derecho. Quise ahuyentarlo pero quedé paralizado cuando acercando su pico a mi oreja el halcón comenzó a hablarme. Sí, como lo están leyendo. "Tranquilo, soy la reencarnación de Horus, el dios de los cielos, rey del antiguo Egipto y emperador del mundo árabe. Y te elegí entre tantos hinchas argentinos para decirte que mañana serán campeones mundiales”. Yo estaba petrificado por la sorpresa. No atiné a mover un músculo, pero de golpe recordé la pasión (y la admiración) que Borges sentía por las Las Mil y Una Noches y su apelación a lo infinito y lo impensable. En mi desconcierto pensé que tal vez algunas de las fantasías de ese libro imprescindible eran realidades mágicas, extraterrenas -indescifrables para la mal llamada “racionalidad occidental”, madre de tantos genocidios y atrocidades- pero existentes, como ese halcón que me estaba hablando al oído. Tieso como una estaca lo escuché entre atónito y maravillado y sin más el pájaro rasgó la noche y se marchó. Quedé inmovilizado unos segundos y luego, muy lentamente, como un boxeador groggy que regresa a su rincón, reemprendí camino al hotel pensando que en el boliche había ingerido alguna droga extraña y que todo había sido un delirio, un extravío de mi imaginación argenta desesperada por tener la certeza de que al día siguiente nuestros muchachos levantarían la ansiada Copa.

Dormí profundamente y hasta muy tarde. Casi no llego a tiempo para el partido. Recordaba muy poco de lo ocurrido la noche anterior, y llegué a pensar que me había emborrachado o drogado y soñado con un halcón que me hablaba al oído. Pero al ver como estaba jugando la selección en el primer tiempo me acordé del halcón. ¿Y si no lo soñé y efectivamente ese pajarraco era la re-encarnación de Horus? Puando Mbappé nos clavó el 2 a 2 con un golazo me maldije a mí mismo por inventarme esas historietas, caer en esos delirios como el del halcón parlanchín, y no tener más cuidado con lo que me ofrecieron para tomar en el boliche. Me devoraban los nervios, como a todos los argentinos que estaban en el estadio. Vamos al alargue y en una jugada confusa Messi culmina el entrevero y empuja el balón con la derecha y nos pone 3 a 2. Respiré aliviado, ¡esta vez no se nos escapa!, me dije. Pero la tranquilidad duró poco: los franceses se nos vinieron encima, borbollón en el área, pelotazo, un antebrazo que se abre en demasía y ¡el árbitro señala el punto penal! A mi memoria acudieron los versos de un bolero: “ansiedad, angustia, desesperación” mientras, mi cerebro fragmentado locamente, pensaba cual sería la mejor forma de matarme. ¿Desangrado por una cimitarra qatarí al cortarme los testículos o linchado por una turbamulta de fanáticos al pretender ingresar desnudo a una mezquita? Esas interrogantes me recorrían las entrañas cuando Mbappé, que ahora parecía endemoniado, fusila al Dibu.

Ya me había resignado a una serie infartante de penales cuando en el minuto 122 mi corazón literalmente se detuvo al ver que, luego de una serie de defectuosos despejes, ¡el delantero francés Kolo Muani queda solo, mano a mano frente al Dibu! Desde el ángulo de visión que tenía por el lugar que ocupaba en el estadio el gol me parecía un fait accompli, el inexorable desenlace de una tragedia griega. Como una ráfaga me acordé de aquel comentarista italiano que cuando Italia quedó eliminada en el mundial del 1990 (en las semifinales por penales contra Argentina) lloró un conmovedor "siamo fuori" y musité esas mismas palabras: estamos afuera. Fueron dos o tres segundos que duraron como si fueran horas: estaba sumido en una inmensa tristeza, pensando en millones de argentinas y argentinos que anhelaban con toda su alma salir campeones, fundirse en un mar de abrazos para festejar y ahora quedarían abatidos por una nueva frustración. Estaba hipnotizado mirando la escena cuando una fracción de segundo antes de que Kolo Muani prepare su derecha para liquidar el partido veo a Yasir que se lanza en picada como un rayo sobre el francés, pasa raudo a pocos centímetros de su cabeza y con su ala izquierda acaricia los ojos del delantero que instintivamente se cerraron. Al abrirlos tuvo que patear al bulto y ahí un despatarrado pero muy intuitivo Dibu logró el milagro de que la pelota rebotara en sus piernas y se alejara el peligro.

Yo no podía creer lo que estaba viendo. De vuelta pensé que estaba bajo los efectos de una potente sustancia alucinógena y había perdido todo contacto con la realidad. Pero ahí estaban nuestros muchachos festejando la atajada del Dibu y el árbitro señalando la mitad de la cancha y pude recuperar la respiración. Fue todo tan vertiginoso que poca gente en el estadio cayó en la cuenta de lo ocurrido. La salvada del Dibu fue fenomenal, pero si Kolo Muani no hubiera sido distraído por el halcón seguramente que la picaba por arriba y Francia se coronaba campeona y yo ahí mismo salía a comprar la cimitarra. Por suerte eso no ocurrió, pero teníamos que ir a al suplicio de los penales. A esta altura yo había abandonado mi butaca y bajado al campo de juego gracias a una credencial de la TV Pública que me vendieron en las cercanías del estadio y me permitía estar en los costados del campo de juego. Ahí fue que, otra vez, sentí que mi amigo alado se posaba sobre mi hombro.

Tuve ganas de matarlo pero, otra vez, me desarmó con su palabra. Despacito, me susurró: "Calma. Ustedes van a ganar la Copa. Se la merecen no sólo porque jugaron mejor sino porque ya se las robaron dos veces. La primera vez en Italia 1990 cuando Codesal les cobró un penal inexistente que Andreas Brehme convirtió en gol; y no cobró una falta de Löthar Matthaus a Gabriel Calderón, a los 78 minutos y con el partido cero a cero. Y también los robaron en Brasil 2014, otra vez en una final con Alemania, cuando el árbitro italiano no cobró un penal tremendo del arquero teutón Manuel Neuer sobre “Pipita” Higuaín. Otra vez, tenía que ganar Alemania ... pero esta vez se hará justicia", Dicho esto se elevó con elegancia y comenzó a volar paseándose por el estadio. Lo seguí con la mirada y veo que de súbito comienza a revolotear en una de las áreas. ¿Qué hace?, me pregunté, mientras miraba el sorteo que decidiría quien patearía primero y en cuál de las áreas. Una sensación de alivio me invadió cuando advertí que el juez señalaba que los penales se patearían en el área donde Yasir seguía haciendo malabares. En ese momento sentí que un brote de misticismo oriental se apoderaba de mi cuerpo y mi mente, y me decía que ya éramos campeones, que los miles de años de magia no serían desairados por el racionalismo cartesiano de los franceses. Cuando Montiel convirtió el penal decisivo antes de mirar a los jugadores lo busqué a él, el halcón. Divisé que ascendía como una flecha perdiéndose en el límpido cielo del desierto mientras abajo se daba rienda suelta a una alegría injustamente reprimida durante largos años.

Me quedé con ganas de agradecerle pero no regresó. Un par de días después, camino al aeropuerto me vuelve a visitar y me dice, socarrón: "Che ¿ustedes nunca se preguntaron qué hacía aquel halcón solitario que en el partido Argentina-Inglaterra estaba en el círculo central del estadio Azteca, justo cuando el Diego recibió el pase del negro Enrique? ¿No vieron que estaba picoteando en el pasto, seguramente buscando gusanitos? ¿Y no se avivaron que emprendió vuelo ni bien el Diego hizo el primer enganche, voló raudo hacia el arco de Shilton, se paró unos segundos en el travesaño y luego salió volando fuera del Estadio?”

“Bueno”, continúa con tono condescendiente Yasir: “ese era yo. Sabía que el Diego estaba por hacer una genialidad y que necesitaba una ayudita. Y Horus, Dios supremo del mundo árabe, no podía ser indiferente ante una obra maestra como el segundo gol a los ingleses, con quienes tenemos muchos temitas para conversar por las cosas que les hicieron a nuestra gente.”

Quedé estupefacto ante esta revelación. Recordé el relato de Víctor Hugo: “¡De qué planeta viniste, barrilete cósmico!” y caí en la cuenta que estaba moviéndome en un territorio que trascendía al prosaico materialismo de la cultura occidental y que el relator era consciente, o no, de ello. No tuve tiempo para más cavilaciones porque Yasir desplegó con elegancia sus alas y emprendió vuelo. Cuando reapareció, en Chapadmalal, se repitió la historia: posándose delicadamente en mi hombro me dijo: “Sé que en las presidenciales de octubre se juegan un partido más jodido todavía que el que le ganaron a los franceses, y van a necesitar ayuda. Así que te quería poner sobre aviso para que no te sorprendas cuando me veas por aquí. Será muy difícil, habrá mucha angustia y mucho sufrimiento, pero van a ganar. Se lo merecen.” Y volvió a partir raudo hacia los cielos. Lo seguí con la mirada, demudado pero inmensamente feliz porque sentí una extraña pero agradable vibración: era el optimismo que regresaba a mi cuerpo.