“Ha sido muy loco. Hay muchas cosas que cuando haces una primera película no sabes que existen, entre ellas la recepción que va a tener. Ni siquiera sabía que el día después del estreno en Berlín saldrían todas esas críticas. No entendía ni siquiera por qué alguien quería hacerme una entrevista”. Así describía sus sensaciones la española Carla Simón hace casi cinco años, en conversación con Página/12. Es que el derrotero internacional de su ópera prima, Verano 1993, la historia de una niña cuyos padres mueren a causa del VIH y como consecuencia debe mudarse con sus tíos a un ámbito rural –relato universal pero con mucho de autobiográfico–, fue de menor a mayor de una manera poco común y definitivamente feliz. Estiú 1993, su título original en catalán, debutó en el Festival de Berlín en 2017 y fue estrenada en su país de origen en algunas pocas salas, pero doce meses más tarde la película clausuraba una notable carrera internacional, que incluyó viajes a festivales de todo el mundo –incluido el porteño Bafici– y ocho nominaciones a los premios Goya, de los cuales terminó ganando tres, entre ellos el de Mejor Dirección de una ópera prima.

A comienzos de 2023, Simón está mucho más acostumbrada a dar entrevistas. Su segundo largometraje, Alcarràs, ganó nada menos que el Oso de Oro en el mismo festival alemán, hace casi un año. Y, además de otros galardones internacionales, formó parte de la lista corta de títulos de habla no inglesa con posibilidades de quedar nominada a un Oscar. Finalmente eso no ocurrió, pero el film tuvo un lanzamiento comercial en decenas de mercados, al cual se suma ahora nuestro país, que lo recibirá en salas de cine a partir de este jueves, antes de su lanzamiento en la plataforma MUBI. Sin dejar de lado los condimentos personales que también formaron parte de su debut, Alcarràs (ver crítica aparte) describe la universal lucha de una familia de campesinos de esa región catalana, un clan afincado en el terruño desde hace varias generaciones, ante la posibilidad de que las tierras de cultivo –entregadas como favor décadas antes– les sean quitadas para la instalación de paneles solares. Rodada en gran medida junto a un grupo de actores no profesionales –niños, adultos y ancianos–, la película es, para la autora, la descripción del final de una manera de vivir en familia.

“Después de Verano 1993 sentí mucha presión. Creo que las segundas películas siempre son difíciles, para cualquier director”. Nuevamente en contacto con Página/12 desde Europa, Carla Simón recuerda el desafío de poner manos a la obra en la escritura del guion de lo que terminaría siendo Alcarràs. “Me costó encontrar el silencio necesario para poder sentarme a escribir, porque con mi primera película se dieron muchos meses de viajes a festivales y encuentros de promoción. Cuando finalmente lo conseguí, el gran reto fue enfrentarme a un relato coral, con tantos puntos de vista; todo lo contrario a mi película anterior, cuya mirada era únicamente la de la niña protagonista. El guion llevó mucho trabajo, pero ayudó el hecho de poder pasar un tiempo en la casa de mis tíos, rodeada de melocotones. Fue una inspiración poder estar allí, mirarlos cosechar, hablar con ellos. Poco a poco la historia comenzó a tomar forma”.

-En tu nueva película también hay elementos autobiográficos. ¿Son tan fuertes y literales como ocurría en Verano 1993? ¿El trabajo de seleccionar a los actores no profesionales fue difícil?

-La conexión directa con la historia tiene que ver con mis tíos, que cultivan melocotones en Alcarràs, un pueblo de Lérida. Ellos siguen con esas faenas, pero cuando murió mi abuelo me vino a la cabeza una pregunta: ¿qué pasaría si este lugar que todos compartimos como familia algún día desapareciese? Es algo que está pasando mucho en esa zona. La gente se ve obligada a dejar las tierras porque esa manera de vivir, la dedicación a la agricultura familiar, es cada vez más difícil. De inmediato tuve en claro que la película debía estar protagonizada por gente de la zona, que tuviese un vínculo con la tierra y que hablara el dialecto catalán de la región. Uno puede ver que un agricultor es agricultor simplemente con mirarle las manos, la piel. Por la manera en que se mueve, se sube a un tractor o recoge un melocotón. Eso es muy importante. Fue un enorme desafío armar el casting. Lo que hicimos –y por suerte fue algo previo a la pandemia– fue ir a los pueblos de la zona y recorrer las escuelas y cooperativas agrarias, visitar las fiestas mayores. La verdad es que todo el mundo venía contento al casting, a ver qué pasaba, a pesar de que en el caso de los hombres nos costó un poco más. Lógico: en el verano cosechan y no tienen tiempo para hablar de pelis. El proceso fue muy extenso, duró un año, y vimos cerca de 9.000 personas. La idea no era simplemente que los actores tuvieran el aspecto adecuado para los personajes, sino que además tuviera sentido ponerlos a actuar juntos, que hubiera cierta química.

-Y una vez que el reparto estuvo cerrado, ¿cómo fue el trabajo para llegar al rodaje?

-Hicimos ensayos durante tres meses y recién ahí comenzamos a hacer lecturas del guion. La idea original siempre fue tener a miembros de una misma familia, pero eso no se dio, por lo que al principio no se conocían entre ellos. De hecho, cada uno era de un pueblo diferente. Entonces, hubo que formar una familia, generar una intimidad, construir esas relaciones. Lo que hicimos fue alquilar una casa en las afueras de Lérida, una casa rodeada de perales. Ellos venían e improvisábamos momentos que podrían haberles ocurrido antes de la historia que sucede en la película, creando un bagaje para los personajes. Una suerte de memoria compartida entre ellos. No siempre venían todos: a veces eran solamente el abuelo y la nieta, otro día el padre y el hijo, etcétera. Cuando sentimos que estaban preparados, hicimos una gran comida familiar y allí les dimos el guion. Luego pasamos un mes ensayando las escenas de la película y entonces sí comenzamos a rodar. La filmación fue un poco un equilibrio entre seguir el guion e improvisar, porque si bien me gusta seguir la letra es verdad que en ciertos momentos da igual cómo digan las cosas. Allí es donde entra un poco la improvisación.

Alcarrás

-Si bien es un retrato coral, nuevamente el punto de vista de los niños y jóvenes es muy importante. ¿Eso es algo que siempre está presente a la hora de construir tus historias?

-Lo cierto es que tenía sentido que esta historia estuviera de alguna manera narrada por Quimet, el padre de la familia. Pero claro, yo no soy un hombre agricultor de cuarenta y cinco años, por lo que inevitablemente me siento lejos de ese lugar. La consecuencia directa es contar lo que sí puedo contar, que es el hecho de formar parte de una familia muy grande, y describir cinematográficamente cómo se vive allí. Y hasta ahora, mi posición en la familia siempre ha sido la de las generaciones más jóvenes, los que hasta hace un tiempo éramos niños y adolescentes. Pero eso ya cambió: hace tres meses tuve un hijo (risas). Así que, aunque ese punto de vista que mencionas parezca una marca de la casa, seguramente haya cosas que a partir de ahora cambien en mi cine. Ahora soy madre y la posición en la familia inevitablemente será otra.

-La película toca cuestiones ligadas al fin de un modo de vida, pero también describe formas de contacto comunitario, relaciones padre-hijo, el lugar de lo masculino como ámbito tradicional. Incluso se recuerda en no pocas ocasiones la Guerra Civil. ¿Cómo ves ese universo en el siglo XXI? ¿Quedará algo en pie?

-Alcarràs no sólo describe un modo de entender la agricultura que está a punto de acabar, sino también el fin de una manera de vivir en familia. Esa convivencia multigeneracional bajo un mismo techo. La película tiene un final algo triste, pero también liberador, en el sentido de que esa forma de vida es muy dura, no tienen dinero para seguir subsistiendo así. Es algo duro a nivel laboral y familiar, y el final permite pensar que se puede comenzar de nuevo, con otra dinámica. Pero también hay una parte negativa: cuando una forma de entender a la familia se rompe y no hay vuelta atrás.

-¿Creés que tu película forma parte de un linaje cinematográfico de dramas rurales?

-Lo cierto es que vi muchas películas para preparar Alcarràs, pero donde me he sentido más cómoda es con el neorrealismo italiano. Sobre todo pensando en títulos como La terra trema y Arroz amargo. Hay otro film italiano, que viene un poco más tarde en la historia del cine, que es El árbol de los zuecos, de Ermanno Olmi, que también es una historia coral. Me siento más heredera de eso, es una manera casi filosófica de retratar algo. Desde los personajes, sus emociones. Desde la realidad. Encontrar gente que no actúa profesionalmente, pero que tienen que ver con los personajes. Hay muchos puntos en común entre el neorrealismo y cómo a mí me interesa filmar.