Una mujer asesina a su hijo y con su sangre escribe las paredes con frases dedicadas al padre del pequeño; un hombre lleva de paseo al hijo de su mujer y le da muerte a golpes; dos mujeres son acusadas de abusar, torturar y matar al hijo de uno de ellas; ocho jóvenes son acusados de asesinar a golpes de puño y puntapiés a otro adolescente; seis pibes son detenidos mientras abusan sexualmente de una jovencita; un hombre es acusado de abusar de una niña y se quita la vida; un profesor, con condena cumplida, es asesinado a golpes por los padres de los niños abusados por él; otros padres son acusados de matar a una niñita de dos años.

La condena social se impone de inmediato, y los voceros de “la gente”, así le dicen, piden, exigen, claman por una venganza contra todos estos “monstruos”; invitan a que otros reclusos tomen en sus manos la ejecución de los acusados de tan terribles delitos. Si alguno de ellos se quita la vida, festejan la muerte: ”este/a no jode más a nadie”... ”uno menos”.

Sin embargo, tanto la justicia como los profesionales de la salud mental tenemos la responsabilidad de procurar un abordaje diferente, no retaliativo, no especular, de todos aquellos sujetos que son sospechosos o aun hallados ya culpables de cometer estos actos horrorosos.

El horror, justamente, es el efecto que produce en quien involuntariamente queda en el lugar de testigo del desenfreno pulsional. Es decir, en todos los que a través de las noticias o del ejercicio mismo de la función, tomamos conocimiento de los hechos.

Pero, repito, no puede ni debe jamás ser la misma respuesta la que emita cualquier ciudadano, que la que emane de los tribunales, de los funcionarios, de los profesionales de la salud mental.

No voy a enumerar aquí todas las formas insultantes, degradantes, descalificantes, con las que se suele referirse a los victimarios. Todos las hemos escuchado. Y muchos, seguramente, han de compartirlas.

Porque estos sujetos, que cometen actos aberrantes, evidencian algo tan propio de la especie humana que nos esforzamos en ocultar: la capacidad de hacer de otro sujeto un mero objeto de satisfacción pulsional.

Ninguna otra especie que habita el planeta exhibe tal condición: ninguna lastima por placer; ninguna mata por odio; ninguna tortura hasta la muerte; ninguna abusa de un semejante.

Y esto, que es tan propio de los humanos, nos es a la vez lo más ajeno. El atravesamiento de la cultura, el ser sujetos atravesados por el significante y por tanto tener nuestro deseo sujeto a la ley, tiene como consecuencia primordial una regulación de goce, un acotamiento, un no todo es posible.

Estos individuos, que en un instante rompen con la sujeción a la ley, llenan de odio a un cuerpo social que se pretende sano y libre de monstruosidades. La respuesta, paradójicamente, se presenta como especular: causarle al victimario el mismo dolor que ha causado. Sus actos parecen autorizar al testigo a soltar un poco el freno a su propio sadismo y a invitar a una especie de expiación colectiva de culpas, por aquello que, reprimido, no deja de insistir: la pulsión destructiva, de posesión, de aniquilamiento del otro.

Volviendo al punto que me interesa destacar, creo necesario, imprescindible diría, mantener como profesionales la distancia esencial para no olvidar que esos sujetos, cuyos actos los llevarán probablemente a una condena, no deben perder por ello los derechos que para las víctimas reclamamos, y aún más, los derechos que ellos mismos les arrebataron: el derecho a la salud, a la integridad sexual, el derecho a la vida, nada menos.

Si alguien sometido a un proceso, sea en libertad o detenido, se quita la vida, el sistema fracasa. Si alguien detenido es golpeado o violado por guardias o por otros reclusos, el sistema fracasa. Si alguien que está siendo juzgado es apedreado, insultado, amenazado, el sistema fracasa. Si alguien que ha cumplido su condena es asesinado por los familiares de sus víctimas, el sistema fracasa.

Porque el sistema social, del que forman parte las instituciones de educación, de salud, de seguridad, de justicia, debe ofrecerle al victimario algo distinto a una respuesta vengativa, algo distinto a un espejo en el que se vea reflejado.

Si en sus actos arrancaron todo vestigio de humanidad a sus víctimas, la respuesta no puede ser la misma.

El desafío para quienes nos hemos formado en el campo del psicoanálisis será el de no claudicar nunca en el sendero que tan magistralmente trazara Freud: el análisis del psiquismo, el desciframiento de esos jeroglíficos que se nos presentan ante nuestros oidos. El acto horroroso demanda su estudio, la búsqueda de los resortes que lo han activado.

El horror encandila, al punto de enceguecer a la más aguda de las miradas. Frente a la ceguera, nos queda la escucha, como única y valiosa herramienta para intervenir desde un lugar que propicie el desentrañamiento del acto, su ubicación en la historia de un sujeto cuya vida ya no será más la misma. No hay vuelta atrás de semejantes actos. No perdamos entonces la ocasión de construir conocimiento que tal vez evite su repetición.

Por lo demás, la peor condena prevista por nuestro código penal es la pérdida de la libertad.

Cualquier otra cosa es venganza. Es la utilización del acto cometido por alguien como excusa para dar rienda suelta a pequeñas dosis de sadismo, del propio, que mantenemos celosamente oculto a lo largo de nuestra vida.

Andrea Edith Homene es psicoanalista.