Un niño fue asesinado a golpes, tenía cinco años. Su sonrisa, sus ojos claros retratados en casi todos los medios de prensa, en sitios de internet, en redes sociales son una herida abierta en la que se escarba hasta la infección. Aunque él está irremediablemente muerto, esa exhibición es una impudicia. Las ejecutoras también son conocidas, una, Magdalena Espósito, la madre biológica, la otra, Abi Páez, su pareja conviviente; ni la defensa en juicio planteó dudas sobre sus acciones para causar el homicidio, se alegó, en cambio, sobre las intenciones de matar. Diferencias en la calificación jurídica del hecho, no sobre el hecho de que a Lucio lo golpearon hasta la muerte. Esa crueldad es un desgarro. 

Debería haberse evitado, aun cuando sucedió entre las cuatro paredes de una casa y a manos de sus cuidadoras. El sistema de protección de niños, niñas y adolescentes -estipulado por la ley 26061, del año 2010- falló. En qué etapa se produjo esa falla y por cuáles razones tiene que investigarse, sancionarse si fuera el caso y reparar para que el sistema funcione. Porque acá de lo que se trata es hay niños y niñas que mueren a causa de la violencia que sobre elles ejercen quienes tienen que cuidarlos. Lucio, Milena, Zoe, Renzo; les tres últimos fueron asesinades mientras se juzga el crimen del primero. 

Hay muchos nombres que se pierden, ni siquiera llegan a ser título de nada ni a figurar en un tuit más que como cifra -tal vez-; en la última década 120 niñes fueron asesinados producto de la violencia vicaria, o sea, homicidios dedicados a dañar a sus madres. ¿Uno por mes sería la cuenta? Ningún número puede suplir un nombre, una historia particular, una sonrisa, unos ojos. A Lucio ya lo conocemos. Pero sobre todo, conocemos a las perpetradoras. Son mujeres, son lesbianas, son feministas, son perversas. A ellas se las funde en el colectivo al que supuestamente pertenecen. Los discursos sociales dominantes en estos días -redes, medios de comunicación, sitios de internet- liquidan la ecuación en una premisa: son las mujeres, las lesbianas, el feminismo, la “ideología de género” lo que mata.

Espejos

A Lucio lo mataron a golpes a fines de noviembre de 2021, a comienzos del año 2020 un muchacho de 18, Fernando Báez Sosa, también fue asesinado a golpes. Un crimen que también generó y genera escalofríos. La reproducción de videos del joven bailando con su madre, sonriendo, en el seno de una familia amorosa contrastan hasta el desgarro con la impresionante cantidad de otros videos que registran cómo lo patearon hasta matarlo cuando ya estaba indefenso. 

A Fernando lo atacaron sus pares, otros muchachos casi de la misma edad que actuaron en patota. Cuando sucedió el homicidio de Fernando, en los medios y en redes se reprodujeron reflexiones sobre cómo se construye la masculinidad, sobre qué define la hombría, la valentía, qué es la fuerza entre varones, quienes son castigados por no tenerla, cómo los mismos varones se convierten en víctimas de los mandatos sociales de género. 

Tres años después, es menos lo que queda de estas reflexiones y más la construcción de unos monstruos a los que hay que separar de la sociedad mediante el castigo de por vida. A estos ejecutores, cuya responsabilidad individual no puede eludirse, se los recorta completamente de las condiciones sociales que hacen posible un ataque en patota. Que no es el único, no es una excepción. Las cámaras en las puertas de los boliches lo muestran, otros muchachos han sido asesinados de la misma forma. Se exige la prisión perpetua como si eso fuera una solución. Como si así la sociedad entera quedara a salvo de la violencia que se produce cotidianamente. 

El “caso” de Lucio y el de Fernando no tienen nada que ver, en apariencia. Pero la temporalidad de los juicios, sumado a operaciones mediáticas y virtuales antiderechos y nada inocentes, los han puesto en espejo. Y entre los elementos que comparten las dos historias trágicas hay un reflejo de la sociedad toda: la sed de morbo y el deseo punitivo como única salida. Ni a Lucio ni a Fernando los mató la sociedad, pero esos crímenes sucedieron aquí, entre nosotres.

Con mis hijos no te metas

El 59 por ciento de niñas y niños entre 1 y 14 años sufrieron prácticas violentas de crianza: el 42 por ciento castigos físicos que incluyen formas severas como palizas y golpes con objetos, el 51,7 por ciento sufrieron violencia psicológica como gritos, amenazas y humillaciones; así lo indica la Encuesta Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes de Unicef en el período 2019/2020.

Entre los agresores, el 62,1 por ciento son hombres; el 53,8 por ciento son los padres. Y si hablamos de violencia sexual los agresores son 81,1% masculinos. El 56,5 por ciento de niños, niñas y adolescentes víctimas fueron abusades sexualmente por un familiar y el 24 por ciento por el padre biológico.

Aunque estos números, como ya se dijo, no llegan a conmover como lo hace una historia particular, son necesarios para hacer visible lo que la historia de Lucio expone en la cara de la sociedad. “Ahí donde debería haber amor y cuidado, muchas veces hay violencia”, dice la defensora de niños, niñas y adolescentes de la Nación, Marisa Graham. “Sin embargo -agrega Graham- no se hace el vínculo necesario entre esa frase que es una campaña internacional, ‘con mis hijos no te metas’, y las condiciones de posibilidad para el maltrato hacia las infancias”.

Sin embargo, el crimen de Lucio ha organizado un concierto de voces, en muchos casos autorizadas por medios de comunicación masivos, que ligadas a estas campañas ponen en cuestión no sólo los números objetivos del maltrato y la violencia hacia niños y niñas sino que acusan directamente a “la ideología de género” -una forma de llamar a las transformaciones empujadas por los feminismos para contrarrestar las violencias estructurales- como responsable de la muerte del niño en La Pampa. 

La primera estrategia es apuntar contra la idea que en los juzgados de familia se privilegia a las mujeres a la hora de otorgar la custodia. Un día antes de que el juzgado determine la culpabilidad de Abi Páez y Magdalena Espósito, la ong Más Vida denunció a la jueza Ana Clara Pérez Ballester por haber homologado un acuerdo entre las partes -los tíos paternos de Lucio Dupuy y su madre biológica- para que la tenencia del niño quede a cargo de Magdalena Espósito.

“Si un acuerdo entre partes no es leonino -como acordar alimentos muy por debajo de lo que se supone necesario, por ejemplo-, la jueza puede homologarlo. No había denuncias previas de maltrato ni ningún dato que pudiera hacer presuponer un conflicto -dice Marisa Graham-. Pero además, hay datos de la realidad, a mí me han preguntado muchas veces en este último tiempo si las mujeres cuidan mejor que los hombres. Bueno, hay cosas objetivas: el 94 por ciento de quienes perciben la AUH son mujeres y de ese porcentaje, hay al menos un 30 por ciento donde no hay padre reconociente. Entonces, son las mujeres las que se hacen cargo, somos las mujeres las que seguimos cuidando, esa es la realidad. Pero si además tenés datos de que la violencia intrafamiliar la ejercen en un 60 por ciento los varones, un dato que crece al 80 por ciento si se trata de agresiones sexuales, entonces la pregunta ya no es quién cuida mejor sino quién agrede menos”.

En esta primera premisa falsa de que la Justicia estaría contaminada por la “ideología de género” y que por eso privilegia a las mujeres a la hora de otorgar la custodia de un niño o niña, es donde se montaron voces como la de la abogada Patricia Anzoátegui, quién como ya se contó en este suplemento, ha querellado contra peritos/as que intervienen en casos de denuncia de abuso sexual contra niños o niñas, o uno de los mentores del grupo Infancia Compartida, Adrián Alfaro, que reúne a padres que habiendo sido denunciados por violencia intrafamiliar o violencia sexual, insisten en invocar el falso Síndrome de Alienación Parental desestimados por la propia Organización Mundial de la Salud entre otros organismos internacionales. También apareció en el mismo sentido, el 27 de este mes, un editorial del diario La Nación, donde no sólo se basan en noticias falsas (ver aparte) sino que insisten en subrayar que “la violencia no tiene género ni edad”, aun cuando las estadísticas digan completamente lo contrario.

Esta instrumentalización de la historia de Lucio parece borrar el problema fundamental: ¿Cómo terminar con el maltrato a las infancias? ¿cómo desnaturalizar la violencia y la idea de propiedad sobre hijos e hijas que les quita autonomía? Y que permite que sean invisibles los "correctivos", los zamarreos, la violencia simbólica, la humillación. En definitiva, la falta de derechos y el recorte de autonomía para niños, niñas y adolescentes.

¿Dónde está el Estado?

¿Por qué nadie advirtió que Lucio estaba sufriendo violencia dentro de su casa? ¿Qué pasó en ese hospital donde se lo asistió al menos cinco veces? Desde el primer momento, desde la Defensoría de Niños, Niñas y Adolescentes de la Nación se apuntó la necesidad de revisar qué había pasado en el sistema de salud que no se había activado el protocolo necesario cuando un niñx llega con lesiones traumáticas reiteradas. Sin embargo, queda ver, al finalizar el juicio, si se lo asistió por la misma lesión o por otras diferentes, aunque hasta ahora no hay ningún sumario, al menos, que de cuenta de cómo actuó el sistema de salud en La Pampa.

“El sistema falla, tiene límites, y por supuesto siempre hay una falta de presupuesto para las cuestiones de niñez y adolescencia -dice Celeste MacDougall, docente, feminista y formadora en Educación Sexual Integral-, pero los protocolos están y son necesarios para actuar dentro de las instituciones. Son protocolos que, en CABA por ejemplo, datan de 2016, un año después de Ni Una Menos”. Son herramientas, en definitiva, que se consiguieron por la lucha feminista. “Lo desmoralizante -continúa MacDougall- es que la escuela lo que puede hacer es evidenciar pero pocas veces prevenir, porque cuando lo advertís ya está sucediendo. Y esto viene de la mano con la necesidad de profundizar la ESI porque lo mejor que podés hacer es dotar a niños, niñas y adolescentes de herramientas para desnaturalizar las violencias”.

Sin embargo, las desjerarquización de la tarea docente -tan visible en CABA-, sumada a la implementación desigual de la ESI en el país y una formación docente también desigual e insuficiente para implementar esta herramienta fundamental -en general esa formación depende más del deseo del o la docente que de una responsabilidad institucional- son parte de las fallas del sistema. “Y por otro lado, volvemos a esa idea de familia cerrada en la que no es fácil entrar. En la pandemia explotó la salud mental, pero cuando veías un chico o una chica en crisis y querés dialogar con las familias muchas veces te enfrentás con que no quieren escuchar o te responden que ellxs saben lo que están haciendo”, agrega Celeste y continúa: “En mi experiencia, lo que funciona es tratar de crear comunidad territorialmente, generar actividades con la comunidad educativa que incluye a las familias, sobre todo lo que implica la ESI, desde las violencias a los consumos problemáticos. Lo que pasa es que se necesita que haya incentivos y jerarquía para quienes se capacitan, no que dependa siempre de docentes comprometidos”.

“Hay tiempos de los niños y de las niñas y de les niñes, hay que escuchar a los niños por aquello que dicen y por aquello que callen y hay especialistas que saben escuchar estas palabras y escuchar estos silencios por eso para nosotros es muy importante el especialización aquellos que trabajan con infancias”, agrega Marisa Graham. Se supone que la formación de les responsables de proteger a niños, niñas y adolescentes es parte de la ley que será tratada en sesiones extraordinarias en el Congreso. Graham apoya la ley, dice, pero lamenta que quede asociada al nombre de un niño víctima. Y es que también queda asociada a una excepción que son las victimarias de ese niño.

Una paradoja final

 

La utilización política del homicidio de Lucio Dupuy puso a andar una maquinaria antifeminista cuyo poder de lobby es evidente. No importa la falsedad de los contenidos enunciados o la futilidad del material que se difundió para mostrar a la madre del niño -que, según el mismo abogado querellante de la familia Dupuy, no estuvo en su casa en el momento de la golpiza que lo llevó a la muerte- y a su pareja como dos lesbianas feministas enardecidas por el “odio de género” -un agravante que incluyó la querella y al escribir esta nota no se sabe si el jurado tendrá en cuenta-. Los chats en los que hablan de salir de joda, las conversaciones entre la madre y el padre de Lucio, la participación en una marcha o que usaban pañuelo verde. Nada de eso puede agravar el hecho suficientemente escalofriante y gravísimo de haber causado la muerte de un niño de cinco años. 

A ellas se las convierte en todas, las que marchan, las que consiguieron visibilizar la violencia patriarcal, las que denuncian a la Justicia por no actuar a tiempo. Y cualquiera podría ser ellas. Esa paradoja -acusar a quienes acusan- se ve constantemente en los juzgados de familia, sobre todo cuando se denuncia abuso sexual intrafamiliar, y busca generar un clima de pánico moral. Esta pareja es el chivo expiatorio, estas lesbianas perversas que odian “al macho” son capaces de pasar de la metáfora al acto. Y son dos, pero son todas. Las que quieren derrumbar la casa del amo generando el terror de que finalmente caiga sobre la cabeza de esta sociedad que tantas veces prefiere linchar, excluir, castigar que mirarse a sí misma para seguir empujando transformaciones.