Del 20 de julio al 20 de agosto puede visitarse, en toda la planta baja del centro cultural que lleva su nombre (San Martín 1080, Rosario), Los Clásicos según Fontanarrosa, exposición con curaduría de Carlos Bartolomé. En la sala central, estructuras y montaje (por Margarita Bartolomé y Darío Camusso) amplían al formato de libro monumental interactivo algunas de las historietas de humor gráfico que Roberto Fontanarrosa publicó a todo color en la revista Chaupinela (luego reunidas en forma de libro por Ediciones de la Urraca).

La muestra incluye un tríptico con las bajadas originales de las publicaciones, que dan algunas pistas sobre los diez poemas, novelas, cuentos o mitos parodiados. Los ventanales de la sala que da a la Plaza Montenegro fueron oscurecidos para reproducir en siete monitores sincronizados un video editado por Sebastián Carazay en un montaje de Juan Carlos Benvenutti. Los espectadores se sientan en unos amplios sillones de madera y lo primero que ven es la firma del dibujante, narrador y dramaturgo rosarino surcando el cielo de la ciudad donde nació en 1944 y murió hace 10 años, un 19 de julio. Sigue una versión en video que ordena los cuadritos de historieta como fotogramas de un film (sin el diseño de la página) y al fin se ve y escucha cómo el Negro arranca carcajadas en una ponencia que parece un stand up: "Las malas palabras", en el III Congreso de la Lengua (Rosario, 2004).

El efecto de presencia de esta conmemoración del humorista se redondea con un retrato fotográfico en gran escala en el fondo de la segunda sala y una escultura en bronce tamaño natural en la explanada, por Carmita Batlle, autora del monumento a otro humorista rosarino y otro Negro: Olmedo, en Pichincha. Como la de Olmedo, esta es una figura sentada, al ras de la calle y la vida cotidiana, en una réplica de lo que fue su hábitat natural: la mesa de café. La obra propone un juego que los chicos entienden. Hay una silla vacía donde cualquiera puede sentarse a jugar a que conversa con él. El equivalente de la placa simula ser una hoja mecanografiada con su biografía. Sus dos personajes más entrañables, Inodoro Pereyra el renegáu y su perro Mendieta, acechan en 3D junto a su brazo; más distante, Boogie posa de perfil como pintado sobre un caballete diminuto.

Siempre después de terminar su trabajo del día, el Negro se sentaba a una mesa del bar El Cairo (cuando cerró, se mudó a La Sede) en compañía de amigos. Era posible arrimarse. No hablaba mucho. Más bien escuchaba. Parecía que escuchaba con los ojos. La ocurrencia graciosa era tan esperada como rara. Era generoso con quienes le pedían dibujos. Un Boogie o un Mendieta no se le negaban a nadie. En una década, esa presencia se había ido diluyendo. Pero la reedición de sus cuentos y novelas, el renombramiento del ex centro cultural Bernardino Rivadavia como Roberto Fontanarrosa en 2013 y la biografía por Horacio Vargas (Homo Sapiens, 2014, cuya reedición se presentó el sábado en Galpón 13), vienen haciendo mucho por conservarlo en la memoria de la ciudad. Y su obra sigue vigente.

Tanto en sus versiones de los clásicos de la literatura universal en una revista de gran tirada, como en su pedido de amnistía para las malas palabras en la mismísima cara de la Academia (la Real y Española, no su cuadro de fútbol favorito), Fontanarrosa usa su derecho a hacer suyo lo culturalmente en común: el canon y la lengua. Hay un gesto político ahí, que se vuelve legible al poner en serie estas dos intervenciones. Dos poemas épicos de Homero, dos relatos de Stevenson, una novela de Daniel Defoe, otra de Melville, otra de Harriet Beecher Stowe, un cuento de los hermanos Grimm y dos vidas legendarias de bandidos eran lo que cualquiera tenía que saber.

No necesariamente haberlos leído, pero sí conocerlos. Eran los "libros leídos a medias", como escribió Jorge Riestra. Fontanarrosa los interviene, los descompleta, los acriolla. Básicamente los parodia, pero no sólo eso: los hace hablar en varios niveles de cultura y épocas. No olvida que Lincoln fue un presidente estadounidense abolicionista pero que para sus lectores es una marca de galletitas. O que Minerva era la diosa de la sabiduría pero ahora es más conocida como jugo de limón, con el cual la antigua diosa amenaza con corroer el bruñido yelmo del héroe.

Las sirenas de la Odisea cantan boleros románticos y cánticos futboleros; los tripulantes al mando de Odiseo tardan dos meses en desatar a su capitán (lo que tardaron en limpiarse la cera de los oídos); el flautista de Hamelin se hace amigo de las ratas y éstas del jazz (no les da miedo el Gato Barbieri pero bailan al son de "Rata paseandera"); a Robinson Crusoe lo agarra de punto el caníbal Domingo y el primer diálogo entre ellos es un chiste puramente local ("¿Qué comes, pequeño salvaje?" "Un familiar". "¿De tocino?" "De tía").

¿Puede un esclavo rural del cultivo de algodón al fin descansar, si el cielo a donde va al morir es de "nubes de algodón"? El humor negro resplandece oscuramente y se vuelve poesía para la conciencia política de la explotación económica en La cabaña del tío Sam, que lleva de la carcajada feroz a la lágrima tierna en pocos cuadritos.