En el Abra del Hinojo, entre Sierra de la Ventana y Pigué, tres monjes sostienen su fe en el Monasterio Bizantino de la Transfiguración, una humilde construcción de madera ubicada en la cima de un cerro. Lugar de peregrinación y recogimiento, está señalizado por una cruz de tres brazos. No es la única marca sagrada de la zona. De hecho, para los mapuches se trata del lugar de origen de la etnia a donde durante siglos viajaban para obtener atributos místicos.
La versión mapuche del Diluvio narra la lucha entre Chren Chren y Cai-Cai Vilú, dos serpientes que encarnan el bien y el mal. En un ataque de furia Cai Cai Vilú hizo elevar el nivel de las aguas; animales y personas corrieron hacia las cumbres, pero solo se salvaron aquellos que alcanzaron la cima de los peñascos. Chren Chren elevó tanto las montañas que llegó cerca del sol; según algunos relatos solo se salvó una pareja que hubo de sacrificar a un niño a Cai Cai Vilú para calmar su ira. El cerro en el que se refugiaron era el Tres Picos, el punto más alto de la región. El jesuita Sánchez Labrador situó el mito en la Sierra de la Ventana, que debe su nombre a un hueco de ocho metros, con forma de portal, en la cumbre del cerro. Otro jesuita, el padre Cardiel, recogió su nombre indígena, Casuhati.
Surgido hace 480 millones de años, el sistema de Ventania es de los más antiguos del mundo. La arqueología ha relevado sitios que acusan un poblamiento de unos seis mil años: cuevas con pinturas rupestres, como la Gruta de los Espíritus de la sierra de Curamalal, cerca del monasterio bizantino, espacios sagrados delimitados por menhires, corrales de pirca, enterramientos y restos cerámicos delatan una presencia humana muy antigua. La zona fue habitada por diversos pueblos a los que las fuentes históricas consignan como tehuelches, puelches, ranqueles y huilliches.
Hacia los años treinta del siglo XIX se estableció en la región el gran cacique Juan Calfucurá, que dominaría gran parte de la provincia de Buenos Aires, La Pampa y Patagonia norte mediante una vasta red de alianzas con otros cacicazgos. En una noche de malón acabó con los aliados de Rosas y se estableció en los salares de Carhué, dominando un área que iba hasta el Río Colorado. Habiendo capturado el recurso natural estratégico, vital para la economía del saladero que abastecía de charque a los esclavistas portugueses, impuso el pago de tributo al propio Rosas y tejió un impresionante confederación indígena que solo sería derrotada tras su muerte, ocurrida en 1873. Fue, sin duda, el mayor soberano territorial del país.
Calfucurá construyó ejércitos pluriétnicos, adoptó escribas, acumuló un vasto archivo y estableció relaciones diplomáticas con los sucesivos gobiernos y con las etnias aliadas de todo el territorio, articulando una compleja economía de intercambio que le permitió sustentar su dominio. Su hijo, Manuel Namumcurá, padre del Beato Ceferino, dirá: “mi padre, que ha sido Estado en estas pampas”. Pero su poder estaba cifrado no solo en su habilidad política sino, y acaso sobre todo, en los atributos místicos que orlan su figura.
Según los relatos propalados por fuentes orales Juan Calfucurá había recibido el don de la videncia propio de los chamanes: dos pájaros negros le sirven de ayudantes, de vigías, y le informan sobre los movimientos de sus hombres. Un jinete fantasmal lo asiste en la guerra. De él se dice que tenía dones hipnóticos y que era epiléptico: en esos trances era guiado por sus sueños. Ámbito sagrado donde a los mapuche se les manifiesta la palabra divina, le revelaban las conspiraciones de sus enemigos secretos. La mirada de Calfucurá era tan poderosa que hacía hablar al mentiroso: nadie la resistía. Incluso se dice que leía el pensamiento como un baqueano ausculta rastros invisibles en el suelo pampa. “Su carácter embustero, supersticioso y salamero lo hace más temible aún, tanto que sus mismos subordinados, no dejando de quejarse de él, se guardan bien de pronunciar una palabra porque lo creen adivino. Él jamás es indolente a la miseria ajena. Trata a todos bien y con amabilidad. Por eso se sostiene, gobierna y se le respeta”. Así lo describe Santiago Avendaño, uno de los escasos testigos de primera mano con que contamos, quien no vacila en calificarlo de “genio”. Agrega, con una frase digna de Marx: “Se comprende que Calfucurá pueda explotar a sus indios sin que lo noten”.
“Los indios no tendrán que quemarse ya en el fuego de una guerra, buscando una tira de carne. La tendrán pacíficamente y comerán tranquilos con sus hijos y mujeres el fruto que yo les preparo con la paz. Criarán a sus hijos sin pensar a dónde irán a esconderlos. Nadie nos inquietará. ¡Ojalá que todos sepan comprender el valimiento del que hace tanto por los suyos sin desear nada para sí!”, proclamó al tomar el poder en Masallé, cerca de Sierra de la Ventana.
Se lo cree invulnerable por haber entrado en una cueva de aprendizaje de hechiceros, un recinto iniciático: la Cueva de los Espíritus de Curamalal. Lo protegía una fuerte coraza mágica pintada en franjas rojas y blancas. Pese a haber participado al frente de sus hombres en innumerables batallas no recibió jamás una herida de gravedad. Su corcel, Treumun, era un animal de gran alzada con una peculiaridad extraordinaria: poseía una vértebra de más, por lo que alcanzaba mayor velocidad y era capaz de ejecutar saltos que serán decisivos en la batalla. Su piel tiene, además, siete colores. Se cuenta que antes de entrar en combate Calfucurá convocaba a las potencias numinosas de la naturaleza y hacía ofrendas a los árboles sagrados. Según algunos autores tiene tratos con Ollal o Elal, dios tehuelche, al que traduce como Futachao, el Gran Padre entre los huilliches, su etnia de origen. Todo indicaba que él era el Elegido, detentador de un poder proveniente de un dios genérico y personal que le delegaba su poderío celeste bajo la forma de soberanía política. En esta articulación teológico-política estriba su singularidad histórica.
Sus estilos de señorío no carecían de complejidad y sutileza. Como atestigua Auguste Guinnard, un cautivo francés que dejó su recuerdo del gran Lonko, era capaz de respeto, benevolencia y piedad, incluso con sus enemigos. “Muchas veces, durante mi permanencia junto a él, cuando nos encontrábamos solos me hablaba en términos muy diferentes de los que empleaba ante testigos, y me prodigaba muestras de la mejor simpatía. Supo hacerme comprender muy bien que no debía tomar a mal sus brusquedades, porque no eran a menudo más que el resultado de la violencia que él mismo se hacía para resistir al deseo de serme útil, lo cual era incompatible con su posición y con la vigilancia que ejercían sobre él los demás indios”, escribió.
La piedra a la que debe su nombre –que Guinnard describe como de forma casi humana- será la clave de bóveda metafórica de este carácter mágico de su poder. En los relatos míticos mapuche abundan las piedras parlantes que son consultadas por las machis o los sitios tabú debido a piedras a las que se rinde culto, como Collón Curá o la Piedra Santa de Charahuilla. Toquicurá eran las piedras de poder mántico que los caciques colocaban en el suelo para tomar las grandes decisiones en los parlamentos, por lo general vinculadas al inicio de una guerra. Concluida la contienda, se las enterraba. Algunos ejemplares arqueológicos fueron hallados en proximidades del volcán Llaima, cuna de Calfucurá. Toqui era el nombre que recibían los antiguos jefes guerreros, que significa cabeza y piedra a la vez, palabra que con los siglos pasó a denominar las hachas sacrificiales o piedras de rayo que solían tener forma de pájaro. A ciertas piedras mágicas se las conocerá como cherrufe, entidades voladoras, acaso meteoritos, a conjurar. Se dice que mientras lavaba ropa en el lago la madre de Calfucurá “recibió” un cherufe de color azul, que dio el nombre al futuro lonco. Es preciso aquilatar este hecho: su nombre (Calfú, azul; Curá: piedra) no sería invención materna, un don recibido por concesión humana, sino que provendría de un objeto sacro, celeste, al que aparece ligado, del cual el futuro cacique es doble corpóreo. Queda así orlado con un sustrato sobrenatural en su misma identidad, a la que constituye condensada en el nombre propio. Investido de atributos mágicos y potestad sacramental, unía en sí la figura del ulmen, gestor económico de las dádivas, con la jefatura guerrera legitimada con poder místico.
La naturaleza de la piedra, nunca vista por huincas, pero de la que se dice que aún obra en poder de la familia Namuncurá, ha sido discutida durante un siglo. Se trataría de un talismán verde azulado, acaso una piedra bezoar, que de acuerdo a otras versiones del mito procedería de los riñones de su caballo de infancia. Según otros relatos era tal el poderío sobrenatural de su corcel que los arroyos se secaban a su paso, lo cual parece ser una herencia del mito del cherufe, que, transformado en animal, poseía esa capacidad. Algunos autores hablan de un lapislázuli, otros de un betilo.
Apunto una ironía ominosa de la historia, que manosea los mitos dándoles diversos significados, no pocas veces trágicos: la tumba de Juan Calfucurá, el gran soberano de las pampas, será profanada en 1879 y capturado su cadáver por Estanislao Severo Zeballos, el teórico del estado roquista y biógrafo de los Curá. La cabeza del Lonco, análoga a la piedra, obrará en manos de sus vencedores. Su hijo, Manuel Namuncurá -“garrón de piedra”- será derrotado por Roca, y su nieto, Ceferino -pequeño zafiro- constituiría el emblema de la sumisión sagrada de la etnia. Se dice que al ser abierta su tumba aún latían dos corazones, esperanza de redención de los mapuche. Hoy su cráneo yace en el Museo de La Plata sujeta a la creencia de los nuevos amos en los saberes “científicos” y poderes catalogadores y disciplinarios en que se funda la mirada estatal moderna. Que, por intercesión del INAI, está en trance de ser restituida a sus descendientes.