El triunfo de Héctor Cámpora, el 11 de marzo de 1973, fue otro síntoma del fracaso del país sin peronismo que habían intentado imponer los golpistas del '55. La resistencia popular y la persistencia del peronismo tras 18 años de proscripciones, persecuciones y censuras desembocó en esas elecciones. El Partido Militar había sido incapaz de instalar a la fuerza el modelo de factoría dependiente y buscaba una coartada política para desprestigiar a Perón y demostrar que había una mayoría antiperonista.

Ese día me tocó hacer la guardia periodística en la sede del Frejuli, en Santa Fe y Oro, un viejo edificio, desvencijado, donde Héctor Cámpora, su vice, el conservador popular Vicente Solano Lima, y la plana mayor del peronismo seguían los resultados de los comicios. Era mi primer año como periodista, colaborador permanente de la revista con más circulación del país en ese entonces.

Era un cronista común. Me aposté con el fotógrafo frente a la salida, en una parada de colectivos, sobre Oro. La tensión se acumulaba. Ya de noche era descontado el triunfo de Cámpora con mucha diferencia sobre Ricardo Balbín, su competidor de la UCR. Pero le faltaban decimales para cumplir los requisitos que había impuesto la dictadura. Aunque le había sacado casi treinta puntos de ventaja a Balbín, no llegaba al 50 por ciento de los votos.

En esos 18 años desde el '55 se había formado un nuevo país, los gobiernos que se sucedieron en ese interregno de dictaduras y democracias tuteladas no habían doblegado al pueblo peronista y, en consecuencia, no lograban hacer sustentable su proyecto de país. Las formas de resistencia habían crecido, entre ellas las organizaciones armadas, cuyo enfrentamiento desde la clandestinidad contra el regímen militar ganaba legitimidad.

Algún dirigente radical afirmó en esos días que “si tuviera 20 años haría lo mismo” y Perón habló emocionado de la “juventud maravillosa”. Pero pasar de ese escenario que había formado a varias generaciones, donde las dictaduras y la proscripción eran blanco sobre negro, a una experiencia democrática mucho más compleja como la que se abría el 11 de marzo no sería fácil.

El tono de ese día mezclaba la alegría por la retirada de los militares, la expectativa por la inminente vuelta de Perón y el espejismo quizás del retorno a un país que ya no volvería. Para muchos de los jóvenes que se habían formado en ese período, Perón era una figura con habilidades casi mágicas, invocado por trabajadores, grito de guerra, solución y abracadabra. “Cámpora al gobierno, Perón al poder” resumía esa expectativa. Pero Perón era un ser humano que debería afrontar una realidad muy compleja con los recursos políticos que podía reunir. “Para mí es un poco tarde y para ustedes demasiado temprano”, resumió con su agudeza un Perón preocupado a Pino Solanas y Octavio Gettino en Madrid.

Es difícil explicar esa enorme alegría que se mezclaba con el convencimiento de que el Partido Militar sólo se replegaba y que trataría de volver. El Partido Militar formaba parte del paisaje. Era imposible concebir el país sin esa presencia guardiana de los intereses oligárquicos y de la presencia consular de Washington. La elección confirmaba que el peronismo representaba a la inmensa mayoría y que la única herramienta de poder de las elites eran las Fuerzas Armadas.

Pero en ese momento el Partido Militar retrocedía. En el comando del Frejuli y entre los periodistas se esperaba la reacción del presidente de facto, el general Alejandro Agustín Lanusse, ante cifras tan contundentes. A la tardecita llegaron columnas de la Juventud Peronista con bombos, vinchas y banderas. Cada vez llegaban más. Y comenzó la represión para impedir el arribo de nuevas columnas de militantes en Puente Pacífico y en otros puntos.

Según el cómputo oficial, Campora había obtenido el 49,5 por ciento de los votos y su competidor inmediato apenas 21. Balbín llamó al ganador para comunicarle que desistía de competir en segunda vuelta. Y la dictadura especuló que en esa circunstancia, la fórmula peronista sumaría aún más votos. Casi a la medianoche en un auto oficial arribó un militar de uniforme y entró al edificio. Las versiones que circulaban iban desde la anulación de las elecciones hasta el reconocimiento de la victoria. Pero el militar comunicó a Cámpora que reconocían el triunfo y que no habría segunda vuelta. El presidente electo salió al balcón, pequeño y casi en ruinas, con otros dirigentes que se amontonaban en el diminuto espacio. Hacía calor, algunos estaban en camisa y saludaban con entusiasmo a los que habían podido sortear la represión. Cámpora anunció su triunfo y todo el mundo se puso a saltar y gritar. Los retenes de la represión se levantaron y la multitud llegó en masa para festejar con enorme alegría. Yo estaba sobre el techo de una parada de colectivo y empecé a gritar como loco.

Al otro día, el fotógrafo contó que me había sumado a los festejos y el jefe de redacción amenazó con despedirme. Pero en la crónica que publicaron decían que los festejos habían sido tan contagiosos que “hasta uno de nuestros cronistas se sumó con alegría”. Años después, esa publicación fue cómplice del golpe del 76 y de la dictadura, pero en ese momento me usaba para lavarse la cara. Fue también una expresión de la suciedad que quedaba bajo la alfombra.