En 2019, una usuaria de Twitter estaba indignadísima por qué unos trolos y no binaries montaron una perfo de voguing durante la marcha del Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia. “Che no pueden ser respetuosos al menos UN DÍA y no ponerse a hacer el ridículo en una marcha tan importante como la de #MemoriaVerdadYJusticia? No sé cómo no les da vergüenza despolitizar y tomarse en joda todas las luchas por los DDHH expresó la avinagrada twittera junto a un video donde un grupito de maricones convertían en runway la 9 de julio para mover la cuerpa al grito de memoria, verdad y justicia. 

Entre los comentarios había acusaciones al colectivo LGBT por banalizar la lucha por los Derechos Humanos, por tener la cabeza quemada de glitter, por no quedarnos acotados a manifestarnos en “nuestra” marcha del orgullo, por dejar que la agenda neoliberal convierta en fiesta un acto de conmemoración y por hacer que a los heterosexuales les tiemble el culo. Una interminable lista de expresiones rancias, emergidas, lamentablemente, de compañeros y compañeras con quienes nos une la convicción de que los Derechos Humanos se defienden en la calle, aunque a ellos les guste más el piquete y la cacerola que la provocativa sensualidad de un cuerpo que se siente libre por fuera de la gris heteronorma.

Pero a más de uno de aquellos estirados compañeros que estaban preocupados en Twitter por la degeneración liberal de nuestra danza se les escurriría la leche mientras leen el nuevo libro de Matías Máximo, “El Nunca Más de las locas. Resistencia y deseo en la última dictadura”. No porqué el libro esté repleto del vulgar erotismo de la pornografía, sino porque estan retratadas allí -con magistral prosa- las vidas de quienes inventaron refugios para lamer, para coger, para desear y para ponerle el culo a una revolución que les quemaba el cuerpo. 

La novedad de este libro está en su forma de contar con palabras simples, con relatos cortos y una imaginería maricona las vidas, estrategias y desventuras de nuestras 400 desobediencias

Marea Editorial, presenta El Nunca Más de las locas dentro de su colección Historia Urgente, un nombre más que apropiado para estos relatos calientes y bulliciosos.

Vivir en dictadura

Aunque este libro contiene nuestras historias, no se trata de un libro de Historia. Es un texto amigable, que busca acercar el lenguaje de las cientos de investigaciones en la materia a un público curioso. Es un texto que como un trolo de tetera, le relojea el bulto a los heteros y los seduce con una mirada fresca, estableciendo un código común y necesario para enredar historias. Con habilidad periodística, Máximo consigue retratar a través de nueve cortos capítulos distintas realidades que invitan a imaginar cómo fue vivir durante la dictadura siendo trava, trolo o torta. El relato no se priva de nada, logra mezclar con emoción múltiples trabajos de investigación, entrevistas, relatos que parecen fantasía (o quizás no), emocionadas declaraciones, datos precisos, metáforas y descripciones que suben la temperatura. 

El Nunca Más de las locas te sumerge en las aguas del Arroyo Tres Bocas, ese punto paradisíaco en las aguas del Tigre; te arrastra de cuclillas entre calabozos, te electrifica como una picana y te deja sentir la carne ulcerada de siliconas de las travas que laburaron al sur de Buenos Aires.

Las violencias sufridas por el colectivo LGBT durante los años de la última dictadura militar son un tópico profundamente explorado por quienes investigan en torno a la historia queer. Desde el clásico texto de Rapisardi y Modarelli, “Fiestas, Baños y Exilios” (2019), hasta las más recientes investigaciones alimentadas por el reverdecer de los archivos trans y queer, existe un amplio campo de discusiones producidas desde la síntesis de activismos y academia. El libro de Máximo recoge con acierto varias de estas posturas y las explicita sin pudor. De alguna curiosa manera en la narrativa de El Nunca Más de las locas logran difuminarse las tensiones y fronteras entre posiciones que dentro de los círculos académicos han producido chispas y fuego.

Números, lugares y fechas de este otro Nunca más

El debate sobre la precisión de la cifra de 30.400 desaparecidos LGBT, se salda sin rencores en el texto explicando no sólo su orígen sino reivindicando su valor en términos de estrategia política. Del mismo modo, la pluma de Matias Máximo va y viene sin miedo desde los 70s al 2000, ilustrando la violencia recibida por las locas sin que la precisión temporal, que angustia a los historiadores, le haga temblar el pulso. 

Los relatos están centrados en las propias cronologías que las comunidades de travas, tortas y maricas se construyen, las cuales están muchas veces “ordenadas” en un eje distinto al de la vida política de la nación cis-heterosexual. Y es que muchas veces nuestras locas sobrevivientes olvidan las fechas, pero tienen memoria de lugares: recuerdan los tiempos del Tigre, los del yiré sobre Santa Fe, los de los baños de la Estación Tres de Febrero, los de los Carnavales de Villa Ballester, las comisarías de Munro o las librerías de Corrientes. Ese desordenado hacer memoria que a los historiadores, antropólogos y sociólogos nos tensa los nervios van acumulándose página a página en este otro Nunca Más.

Estos nueve capítulos tienen además la virtud de tratar de reflejar la violencia que transversalmente afectó a las siglas LGBT, algo que no siempre ocurre en los campos académicos. En las página de El Nunca Más de las locas encontramos maricones viejos refugiados en el Tigre tras la creciente violencia de la policía posterior al Mundial 78; están las travas que fueron testimoniantes de las violencias recibidas en los centros clandestinos de detencion de los Pozos de Banfield y Quilmes; el Negro Miguel, una travesti que fue y volvió y se hizo bermuda los jeans que ni siquiera nos llegamos a probar las tontas chicas trans y no binarias del presente; los maricas intelectuales de izquierda que armaron el grupo Nuestro Mundo; las lesbianas que fumaban como camioneros en el sótano de San Telmo. 

Estamos todas las carnívoras, las desobedientes, las hambrientas del deseo, las descocadas, las bochincheras, las caricatas, las estupendas, las chongas, las curiosas, las peteras. Cómo en una fiesta lujuriosa en el departamento de Paraná, estamos todas fumando faso y exceso mientras soñamos revoluciones. Y no importa si la historia es real o medio inventada, nuestro Nunca Más es el producto de nuestro desesperado deseo de justicia por los orgasmos que nos negaron, los besos que nos secuestraron y la silicona derramada.

Luchar es más que una perfo

Pocas novedades editoriales son tan urgentes. No sólo porque los fachos imprimen libros al ritmo que nos roban derechos, sino porque hace tiempo nuestras nuevas generaciones confunden nuestras luchas históricas con las agendas estatales. Para muchxs pibxs lo único parecido a luchar, es ir a la marcha que organiza el partido gobernante y a la que te invita el ministerio con un flyer lleno de dibujitos, colores y coso. Para esas generaciones estas historias son imprescindibles, son la posibilidad de mirar un tiempo no tan lejano donde luchar era mucho más que una perfo, donde nuestros cuerpos conspiraban y cogían al mismo tiempo y donde había mucho más que perder que pronombres. Y la prosa de Máximo tiene la cadencia, la dulzura y la magia necesaria para poner en clave narrativa muchas de las investigaciones sobre estos temas que hasta aquí, habían quedado reservadas a círculos de académicos y activistas particularmente interesados en el tema. Muchos de estos capítulos pueden ser la cartelera de un colegio, la lectura de una clase de ESI, el recurso para jóvenes mariconas que empiezan sus militancias y también un texto imprescindible para mapear las líneas investigativas en vigor.

¿Es este Nunca Más de las locas suficiente para hacer justicia para la comunidad LGBT? No, no en realidad. Si alguna crítica le cabe a este libro es quizás lo ambicioso de su título, que si bien seduce, no es del todo acertado. Así cómo en su momento una decisión gubernamental sustentó la constitución de una comisión que investigue los crímenes de la última dictadura, nuestras locas también reclaman ese trato. 

Este libro hace un enorme y valorable esfuerzo, pero para lograr la justicia tan debida -real, no discursiva- también nuestra comunidad se debe un espacio común de discusiones, de investigaciones y de desarrollos historiográficos que nos permitan alcanzar justicia para nuestrxs muertxs a manos del Estado desde principios del Siglo XX con la sanción de los edictos policiales hasta el 2012, cuando apenas se nos reconoció una porción de ciudadanía. Y nos debemos ese Nunca Más para vengarnos de la moral burguesa que nos disciplinó y disciplina; y para alcanzar no sólo la reparación histórica de las sobrevivientes, sino también la reparación historiográfica de nuestro pasado.


Fragmento de El Nunca más de las locas

Como muchos de su generación, Julián García Acevedo no cree que en la dictadura haya existido un plan específico para quienes tenían una identidad más allá del binomio, una orientación sexual que se corriera de lo hétero o cualquiera de los sinónimos que se usaban para hablar de personas LGBT+. Hoy es un hombre trans de sesenta años que sonríe seguido, usa un gorro con visera y después de un devenir íntimo está comenzando su tratamiento con testosterona. En mayo de 1976 tenía claro que le gustaban las mujeres y había conocido a una estadounidense de la que se había enamorado locamente, sin disimulo, como suele suceder cuando es amor. Su amada Antonia estaba de visita en Buenos Aires y caminaban horas fuera del tiempo, se besaban por las calles más grises de Buenos Aires -las del microcentro-, e iban de la mano donde el casco histórico guardaba el olor a humedad entre los adoquines. Un día, al llegar a la calle Tacuarí, entraron a un albergue transitorio. Pagaron el turno y una vez en el cuarto se empezaron a desvestir, pero sonó la puerta.

-Rápido. Tienen que salir porque está la policía -dijo el conserje.

No hicieron caso, asumían que era una broma, y siguieron en el vaivén de los cuerpos. La puerta volvió a sonar.

-La policía las espera afuera, se tienen que ir ya mismo.

Antonia estaba de viaje con su mochila por América Latina y pensaba que la libertad en el Cono Sur era moneda corriente, pero desde que habían entrado a la Argentina notó que las cosas no eran igual que en otros países. La rareza empezó en Misiones, donde un grupo de militares la demoraron porque al revisarla encontraron tampones O.b. y sin entender lo que eran los desarmaron uno a uno, creyendo que quizás guardaban algún elemento subversivo.

-Ustedes se estaban besando en la calle y eso no se puede, ¿dónde piensan que están?, van a tener que acompañarnos - les dijo el policía de Moralidad.

El oficial de civil iba con un grupo que al ver que la escena estaba controlada lo dejaron solo. Les pidió que lo sigan a la comisaría, a pie, y en una de las esquinas por la Avenida de Mayo y 9 de julio les señaló un operativo, donde se estaban llevando gente de un local de comidas a un camión celular. “¿Entienden lo qué está pasando?, no pueden andar por la calle tan despreocupadas”. Julián tenía dieciocho años, militaba en la Juventud Peronista de Ituzaingó y viajaba todos los días al microcentro porteño para trabajar haciendo la cadetería de una empresa. Ante la insistencia y la promesa de no repetir el crimen de besarse, ese día de reencuentro con Antonia el policía aceptó no hacer la pasada de averiguación de antecedentes por la comisaría, pero a cambio propuso acompañar hasta el tren para asegurarse de no hicieran ningún otro “escándalo”, la frase común que se usaba para aplicar los artículos contravencionales.

Cuando llegamos a la estación de tren el policía se sube al lado nuestro, ya parecía custodio personal. Todo el viaje hasta Ituzaingó fue pensar con terror “¿y ahora qué?, este se baja y nos viola…”, porque la preocupación por los abusos correctivos siempre estaba latente. Al final, llegamos a la estación y resultó un psicópata más de los que andaba suelto y avalado por el Estado. Porque más que desapariciones sistemáticas o torturas lo que teníamos que soportar era este lado paternalista, tanto la policía como los militares se sentían con el poder de revisarte lo que llevabas y regañarte. Creían que había que educar a la sociedad, te daban lecciones de vida de lo que estaba bien o mal según sus criterios.