Desde Barcelona

UNO Rodríguez se acuerda –su familia desperdigada por playas y montañas– de los tiempos en que estas soledades se pasaban mejor viendo algo de pornografía en la tele. Ahora, miércoles pasado, ve la tan anticipada comparecencia “como testigo y no imputado” de Mariano Rajoy. Otra forma de porno. Rajoy –“con normalidad” y como si fuese algo normal– respondiendo en la Audiencia Nacional a preguntas precisas acerca de las imprecisiones de su figura en la opaca financiación y turbios negociados dentro del Partido Popular. Como cabía esperar, Rajoy dice acordarse “con meridiana claridad” de casi todo lo que le preguntan; pero ese todo que dice recordar es absolutamente nada. Su memoria es algo así como un “sé sin lugar a dudas que me acuerdo de que desconozco por completo todo eso acerca de lo que usted me consulta y cuándo juegan el Real Madrid y el Barça en Miami”. 

Y hasta la próxima; pero para después de agosto, ¿sí?

DOS Y son muchos los que utilizan las vacaciones que ahora empiezan para pensar en el futuro. Rodríguez, en cambio, se concentra en el pasado. Rodríguez ha leído esos dos pequeños inmensos clásicos de la memoria enumerativa de Joe Brainard y Georges Perec de título similar: Me acuerdo. Allí –con modales de Proust deshidratado– ambos dedicándose al telegráfico recuento de objetos, lugares,  situaciones, sentimientos, como si se tratasen de piezas sueltas pero indispensables para armar la vida.   

Y es que a Rodríguez el tema de lo que se recuerda (que no es otra cosa que la contracara opuesta pero complementaria del tema de lo que se olvida) le interesa cada vez más. Lee artículos en periódicos y libros que se dedican a analizar el misterio de lo que se evoca/descarta, de la sustancia evanescente de sueños y chistes, del por qué no (o sí) puede archivarse nada de lo que nos sucedió antes de los tres años, del negocio multimillonario del “entrenamiento cognitivo”, de las últimas teorías que aseguran que más de la mitad de lo que entendemos como nuestro pasado no son otra cosas que invenciones y, por supuesto, de ese monstruo grande que borra fuerte conocido como Alzheimer.

Rodríguez se pone a pensar en todo esto, mecido por la cadencia entre opiácea e hipnótica de la declaración de Rajoy; mientras, ahí fuera, para no pensar en el futuro cada vez más convulso, todos son obligados a recordar las armoniosas y deportivas jornadas de hace un cuarto de siglo en las que España toda parecía una o unida cortesía del espíritu de las Olimpíadas de Barcelona. Cualquier cosa es buena –hasta las voces ululantes y de nuevo omnipresentes de Montserrat Caballé y de Freddie Mercury– para distraer de los desafines preliminares al referéndum 1 de octubre que será o no será. Y que –dos meses antes– ya es como una de esas memories de las que uno no está del todo seguro de si tuvieron tiempo o lugar. Y que, por lo tanto, acabarán formando por siempre parte del por(no)venir. Y, ah, de nuevo, porno...

TRES ...pero no. Rodríguez no cede al solitario desempolvo de su vieja copia de Showgirls de Paul Verhoeven (a Rodríguez le gusta el erotismo con mucha trama, aunque sea tonta) y cambia de canal. Y se detiene en uno de esos canales de videoclips musicales non-stop. Y escucha y mira una canción de un tal Harry Styles titulada “Sign of the Times” y ¿no había ya una canción con ese título? Y el chico le suena y hace memoria ya se acordó de quién es. Ex miembro de una de esas muchas boy-bands que son siempre del mismo modelo y a Styles le tocó One Direction. La canción no está mal y hasta es posible que hasta esté bien y procura acercarse a la sensibilidad setentista del primer Elton John y del nunca del todo bien ponderado Harry Nilsson. Y el chico tiene una gran nombre y ese aire de pícaro al que todo parece salirle o.k. sin demasiado esfuerzo y la voluntad –habiendo sido ya teen-idol multimillonario en ventas– de ahora querer ser, también, como quiso Justin Timberlake, artista de culto para mediana y grande edad. Pero, en realidad, a Rodríguez el joven Styles (quien tiene un breve pero intenso papel en Dunkerque de Christopher Nolan luego de sobrevivir a noviazgo con Taylor Swift) le recuerda –¿cómo se llamaba? ¡viva Wikipedia!–  a Jack Wild. Actor infantil de éxito junto al querúbico Mark Lester en los roles de Jack “Artful Dodger” Dawkins en Oliver! y Ornshaw en Melody. Jack Wild (otro gran nombre) lucía exactamente como la versión pocket del Alex de La naranja mecánica. Y Rodríguez vio Melody –que fue un fracaso en Inglaterra y Estados Unidos, que nadie vio en España, pero que se convirtió en un fenómeno casi religioso en países como Argentina y Chile y Japón– en aquel adolescente viaje suyo a Buenos Aires. En VHS, en el living de la casa de su prima Mirta Rodríguez. Era la película favorita de ella y ella se la sabía de memoria (letras de canciones incluidas, donde destacaba esa obra maestra de los Bee Gees que es “To Love Somebody” y que Styles debería versionar y en la que se oye eso de “In my brain / I see yor face again”) y, sí, Mirta y él ya estaban un poco grandes para Melody y para las emociones que removía ese amor niño. Pero allí –y entonces– Rodríguez se inventaba la memoria de días y escapadas junto a su prima sin un océano de años de por medio. Sí: el haber crecido juntos y haber seguido juntos y, tal vez, haber evitado la muerte de su prima. Y así, Rodríguez se hacía una novela que, enseguida, es algo a recordar. Algo que es parte de su buena o mala memoria con mala o buena prosa que jamás se acordará de poner por escrito. Y de ahí que sea mejor pensar en cosas como que el video de “Sign of the Times” se parece bastante al de “Angels” de Robbie Williams, quien fue el Harry Styles de Take That.   

CUATRO “La obra es la memoria”, postuló Tennessee Williams. Y Rodríguez ya comienza a olvidarse partes de dos libros que leyó hace poco y que, mientras pasaba sus páginas le parecieron inolvidables. Dos recientes y muy distintas novelas en lo que hace a sus tramas (pero inevitablemente parecidas en lo que hace a la mecánica que las pone en movimiento) y que se apoyan y son empujadas por este tira y afloja entre lo que pasó y lo que pudo haber pasado. Y –acaso lo más importante y revelador de todo– entre lo que debió haber sucedido. Deshacer memoria es la cuestión, sí.

En una de ellas, El gigante enterrado, Kazuo Ishiguro propone reinterpretación de la leyenda post-arturiana con ogros y castillos y monjes y barqueros que te cruzan a la isla de los muertos y, sí, un espeso manto de niebla exhalada por el dragón Querig y que ha borrado buena parte de las reminiscencias de los habitantes de un aldea inolvidable. Todo puede leerse como si Samuel Beckett hubiese sido contratado como guionista para Juego de tronos. 

En la otra, El Domingo de las Madres, Graham Swift recuenta un 30 de marzo de 1924 y a la sirvienta Jane Fairchild sabiendo que jamás olvidará ese día en el que todo cambiará para siempre. Y a Jane le quedarán dos opciones: intentar que todo lo sucedido se confunda en la neblina de los años transcurridos o convertirse en escritora de éxito. Y reescribirlo. Optará, por suerte, por lo segundo. 

El resto es el sonido de esa campanada de monasterio tenebroso o el de la campanita de tu amo y señor llamándote para que le sirvas el té, da igual. La clave está en cómo decidirás acordarte de olvidarlo o de nunca olvidarte de recordarlo para que después, enseguida, inolvidables, pervivan las buenas obras o sobrevivan las malas acciones.

Ahí delante, en el televisor, Rajoy declara ante el juez que “Si lo recuerdo perfectamente es que sucedió así”. De lo que se desprende que, si él no lo recuerda o dice no recordarlo, es que no sucedió. 

Afortunado Rajoy. 

Desafortunado Rodríguez: él ya recuerda que nunca podrá olvidar a Rajoy.