El pasado 17 de marzo falleció en Madrid el escritor chileno Jorge Edwards, donde residía desde hacía varias décadas. Nacido en 1931, en Santiago, de linajes aristocráticos, diplomático y escritor, debutó en literatura de joven, con El patio (1952), volumen de cuentos al que le seguirá otro, Gente de la ciudad (1961), y varios más, incluyendo también novelas, como la destacable El peso de la noche (1965). De las tensiones atravesadas durante la juventud, entre el mandato familiar (la carrera de Derecho) y la vocación literaria, surgirá una nueva experiencia: ser diplomático en Cuba, para el gobierno de Salvador Allende, reabriendo la sede en la Isla, experiencia malograda, que duró tan sólo tres meses, y que se saldó –charla de despedida y despido con el mismísimo Fidel Castro incluida– con su libro más famoso y polémico, testimonial, escrito y publicado poco después, Persona non grata (1973). Habiendo mantenido diálogos y encuentros con el poeta Heberto Padilla y otros escritores, críticos o mal vistos por el régimen, Edwards terminó actuando más como literato que como diplomático, permitiendo así el descontento del castrismo y la expulsión.

Pablo Neruda, embajador en París entonces, es quien salva a Edwards de un retorno deshonroso a Chile, y lo recluta para sus labores, como secretario. Se afianza y consolida una amistad que, tiempo después, dará sus frutos: Adiós, Poeta... (1994) y Oh, maligna (2019), libros dedicados a Neruda y a sus vivencias, y a la época histórica y cultural por la que transitaron juntos. Una época que finaliza, para Neruda, apenas una semana después del golpe de Pinochet, mientras Edwards irá a España, en autoexilio, ejerciendo trabajos editoriales y literarios.

Imparable, junto a una cantidad enorme de artículos periodísticos para Chile, España, Francia, Italia y la Argentina, a lo largo de décadas, Edwards dará a conocer un buen número de novelas, entre otras El Sueño de la Historia (2000), formidable narración que cruza los siglos XVIII y XX, entre el tramo final de la dictadura pinochetista y la época de la colonia, pre-Independencia; El inútil de la familia (2004), recuperando la vida de su tío-abuelo Joaquín Edwards Bello, escritor y periodista –y un “maldito”–; y La casa de Dostoievsky (2008), sobre el poeta Enrique Lihn, además de colega generacional, su amigo. Más novelas se suceden, y llegan dos volúmenes de memorias: Los círculos morados (2012) y Esclavos de la consigna (2018). Entre múltiples premios a ambos lados del Atlántico, como el Nacional de Literatura de Chile, en 1994, recibirá además el Cervantes, en 1999.

Adiós, Poeta..., premiado con el Comillas de la editorial Tusquets en 1990, lleva por subtítulo Pablo Neruda y su tiempo. Lo que permite, además de poner el foco en el afamado vate, hacerlo sobre la época y sobre el mismo Edwards. El libro parte de fines de la década de 1940, y la de 1950, cuando hay feroces enfrentamientos entre poetas y en la comunidad literaria: Vicente Huidobro, Neruda y Pablo de Rokha entre los renombrados aspirantes al podio poético. Dice Edwards: “La gente de mi generación, recién salida de la adolescencia, se hallaba muy cerca de la vanguardia y del surrealismo. Adorábamos Residencia en la tierra, el gran libro de la primera madurez de Neruda; conocíamos casi todos sus poemas de memoria; jurábamos por ‘Walking around’, por la ‘Barcarola’, por el ‘Tango del viudo’ y teníamos, a la vez, una marcada desconfianza, o al menos una distancia, frente al tono retórico, épico, hugoniano, de muchos de los textos mayores de Canto general, el libro que Neruda estaba por terminar en aquel tiempo y que se anticipaba en revistas y folletos más o menos clandestinos. Nos fascinaba una de las personas de Neruda, la del poeta hermético, misterioso, angustiado, sugerente”. Y precisa: “Mis conversaciones reales, mis discusiones, mis intercambios más abiertos y más efectivos, tenían lugar con personajes de mi generación –Enrique Lihn, Alejandro Jodorowsky, Jorge Sanhuesa, Alberto Rubio”.

La segunda posguerra tiene toda clase de agrupamientos, competencias y enfrentamientos, donde lo literario se cruza con las tendencias de la política y la geopolítica. Así, recuerda, por ejemplo, el Congreso Continental por la Cultura, impulsado por el propio Neruda, en Santiago, y en el que participaron Diego Rivera, Jorge Amado y Nicolás Guillén, entre otros invitados internacionales, y el período posterior: “En mi visión actual, ese congreso de comienzos de 1953, con su estalinismo puro y duro, pétreo, y con mi conflicto personal, que el Poeta supo sortear y suavizar, fue seguido por años más bien grises. Grises para mí, por lo menos”. En esa mitad de década, entre el estancamiento, la crítica y el distanciamiento, entre los logros poéticos del pasado y la actual actividad política, “Neruda asumía, para mí y para muchos de mis amigos, la figura de un poeta del pasado, un personaje mítico, que ahora, en el presente, se repetía, o practicaba un verso más bien fácil y circunstancial. Mi fascinación nunca desgastada consistía en pensar que esa persona, a quien yo veía con relativa frecuencia, era la misma, por increíble que eso pareciera, que había llegado de Temuco a Santiago, allá por el año veinte, y había escrito Crepusculario, Veinte poemas y Tentativa del hombre infinito; la misma que había vivido en el Extremo Oriente y había creado allá la mayor parte de la Residencia en la tierra”.

Y sin embargo la relación se mantiene, aparece Matilde Urrutia –tercera esposa de Neruda–, y se profundizan los vínculos amistosos. Edwards recuerda la recomendación del poeta de novelas policiales, vehemente lector del género, e incluso una lectura privada de Neruda anticipando pasajes de Estravagario, ya en 1957, que lo asombró: “El cambio de tono era notorio, flagrante. La euforia política había sido suplantada por la ironía; las afirmaciones dogmáticas, por la duda; la oratoria tribunalicia, por el humor y el coloquialismo”.

Luego vendrán, tras la revolución cubana, el París del 68, la experiencia del gobierno de la Unidad Popular, el episodio “non grato” de Cuba, y, poco después, con el golpe de Estado del 11 de septiembre, los momentos finales hasta la muerte de Neruda, entonces regresado a Chile. Recuerda Edwards lo que pasó mientras Neruda, enfermo (y/o envenenado), avanzaba en un testimonio sobre los acontecimientos presentes: “Años después, Matilde me contó en detalle el episodio del dictado de ese último capítulo. Pablo, desde su cama, miraba, por encima del cerco de palo de su casa, mientras Matilde, a su lado, en hojas sueltas, escribía lo que él le dictaba. De pronto, esa playa se vio rodeada de soldados con ametralladoras que apuntaban hacia sus ventanas. Era un allanamiento, y se practicaba con el despliegue y la desproporción de fuerzas militares típicos de esos días”. 

“El testimonio más cercano del final lo recibí de Nemesio Antúnez, el pintor”, cuenta Edwards. “Nemesio visitó a Neruda en la clínica Santa María el día sábado 22 de septiembre en la mañana, menos de veinticuatro horas antes de su muerte. El Poeta estaba cansado, afiebrado, dolorido, pero perfectamente lúcido”. Era una encrucijada histórica, en la que el biografiado y el biografista, finalmente, se separarían.