En más de una ocasión me han ofrecido que escriba mi autobiografía y siempre me he negado; también me han ofrecido que la escribiera otro, pero sigo sintiendo una especie de alergia a ver un libro que hable enteramente de mí como persona. Nunca he llevado un diario, y cuando lo he intentado no he pasado de la segunda página; sin embargo, este libro supone mi primera contradicción. Es lo más parecido a una autobiografía fragmentada, incompleta y un poco críptica. Con todo, creo que el lector acabará obteniendo la máxima información de mí como cineasta, como fabulador (como escritor), y del modo en que mi vida hace que una cosa y las otras se mezclen. Pero hay más contradicciones en lo que acabo de escribir: que nunca he sido capaz de llevar un diario y, sin embargo, aquí aparecen cuatro textos que demuestran lo contrario: el que habla de la muerte de mi madre, mi visita a Chavela en Tepoztlán, la crónica de un día vacío y “Una mala novela”. Estos cuatro textos son capturas de mi propia vida en el instante en que la estaba viviendo, sin un ápice de distancia. Esta colección de relatos (yo llamo relato a todo, no distingo de géneros) muestra la estrecha relación entre lo que escribo, lo que filmo y lo que vivo.

Los relatos inéditos los tenía archivados en mi oficina, junto a un montón más, Lola García. Lola es mi asistente en este y en muchos otros asuntos. Los había recopilado extrayéndolos de varias carpetas azules viejas que rescató en el caos de mis múltiples mudanzas. Entre ella y Jaume Bonfill decidieron desempolvarlos. Yo no los había leído desde que los escribí; Lola los archivó y yo me había olvidado de ellos. Nunca se me habría ocurrido leerlos después de décadas si ella no llega a sugerirme que les echara un vistazo. Con buen criterio, Lola seleccionó algunos, para ver cómo reaccionaba yo a su lectura. En los momentos aislados entre la preproducción de Extraña forma de vida y su posproducción, me he entretenido leyéndolos. No los he retocado, porque lo que me interesaba era recordarme y recordarlos como fueron escritos en su momento y comprobar cómo había cambiado mi vida y todo lo que me rodea desde que salí del colegio con los dos bachilleratos aprobados.

Yo me sabía escritor desde niño, siempre escribí. Si algo tenía claro era mi vocación literaria, y si de algo no estoy seguro es de mis logros. Hay dos relatos en los que hablo de mi afición por la literatura y por la escritura (“Vida y muerte de Miguel” –escrito en algunas tardes de 1967 a 1970– y “Una mala novela”, escrito este mismo año).

Me reconcilié con alguno de ellos y recordé cómo y dónde los escribí. Me veo a mí mismo, en el patio de la casa familiar en Madrigalejos, escribiendo en una Olivetti “Vida y muerte de Miguel” debajo de una parra y con un conejo desollado colgando de una cuerda, como un cazamoscas, de aquellos tan repugnantes. O en la oficina de la Telefónica, a principios de los años setenta, una vez terminado el trabajo, escribiendo a hurtadillas. O, por supuesto, en las diferentes casas que he vivido, escribiendo frente a una ventana.

Estos relatos son un complemento de mis trabajos cinematográficos: a veces me han servido como reflejo inmediato del momento que estaba viviendo y, o bien han acabado convirtiéndose en películas muchos años después (La mala educación, algunas secuencias de Dolor y gloria), o bien acabarán haciéndolo.

Todos ellos son textos de iniciación (no doy por terminada todavía esa etapa) y muchos de ellos nacen para huir del tedio. En 1979 creo un personaje desbordante en todos los sentidos,

Patty Diphusa (“Confesiones de una sex-symbol”), y empiezo el nuevo siglo con la crónica de mi primer día de orfandad (“El último sueño”), y diría que en todos los escritos posteriores –incluido “Amarga Navidad”, donde me permito incluir una set piece sobre Chavela, cuya voz aparece de un modo indeleble en varias de mis películas–, vuelvo mi mirada hacia mí mismo y me convierto en el nuevo personaje del que escribo en “Adiós, volcán”, “Memoria de un día vacío” y “Una mala novela”. Este nuevo personaje, yo mismo, es lo opuesto a Patty, aunque formemos la misma persona. En este nuevo siglo me convierto en alguien más sombrío, más austero y más melancólico, con menos certezas, más inseguro y con más miedo: y es ahí donde encuentro mi inspiración. Prueba de ello son las películas que he hecho, especialmente en los últimos seis años.

Todo está en este libro; también descubro que, recién llegado a Madrid, en los primeros años setenta, yo ya era la persona en la que me convertiría: “La visita” se transformó en 2004 en La mala educación y, si hubiera tenido dinero, ya habría debutado entonces como director con “Juana, la bella demente” o “La ceremonia del espejo” y habría continuado haciendo las películas que después he hecho. Pero todavía hay algunos relatos previos a mi llegada a Madrid, escritos entre 1967 y 1970: “La redención” y el ya mencionado “Vida y muerte de Miguel”. En ambos reconozco, por un lado, que acabo de dejar el colegio y, por otro, la angustia juvenil, el temor a continuar viviendo atrapado en el pueblo y la necesidad de huir cuanto antes y venirme a Madrid (esos tres años los viví con mi familia en Madrigalejos, Cáceres).

La educación religiosa todavía está presente en todos los relatos de los años setenta. El cambio radical se produce en el 79 con la creación de Patty Diphusa; no podría haber escrito sobre este personaje antes ni después de la vorágine de final de los años setenta. Me he visualizado a mí mismo sobre la máquina de escribir, haciendo de todo, viviendo y escribiendo a una velocidad vertiginosa. Termino el siglo con “El último sueño”, mi primer día de orfandad; he querido incluir esta breve crónica porque reconozco que sus cinco páginas están entre lo mejor que he escrito hasta ahora. Eso no demuestra que sea un gran escritor, lo sería si hubiera conseguido escribir al menos doscientas páginas del mismo calibre. Para poder escribir “El último sueño” fue necesario que muriera mi madre.

Además de La mala educación y su relación con “La visita”, en estos textos ya están muchos de los temas que aparecen y les dan forma a mis películas. Uno de ellos es la obsesión por La voz humana de Cocteau, que ya se veía en La ley del deseo y que estaba en el origen de Mujeres al borde de un ataque de nervios, reapareció en Los abrazos rotos y por fin se convirtió en The Human Voice, con Tilda Swinton, hace dos años. También en “Demasiados cambios de género” hablo de uno de los elementos clave en Todo sobre mi madre: el eclecticismo, la mezcla no solo de géneros, sino de obras que me marcaron: además del monólogo de Cocteau, lo hicieron Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams (El Deseo es el nombre de mi productora), y Opening Night, la película de John Cassavetes. Todo lo que ha caído en mis manos o pasado ante mis ojos me lo he apropiado y lo he mezclado como algo mío, sin llegar a los límites del León de “Demasiados cambios de género”.

Como cineasta nazco en plena explosión de lo posmoderno: las ideas vienen de cualquier lugar; todos los estilos y épocas conviven, no hay prejuicios de género ni guetos; tampoco existía el mercado, solo las ganas de vivir y hacer cosas. Era el caldo de cultivo ideal para alguien que, como yo, quería comerse el mundo.

Podía inspirarme en los patios manchegos, donde transcurrió mi primera infancia, o en la sala oscura del Rockola, deteniéndome, si era necesario, en las zonas más siniestras de mi segunda infancia en una cárcel-colegio de los salesianos. Años turbulentos y radiantes porque el horror salesiano tenía como banda sonora las misas en latín que yo mismo cantaba como solista del coro (Dolor y gloria).

Ahora puedo decir que esos fueron los tres lugares donde me formé: los patios manchegos donde las mujeres hacían encaje de bolillos, cantaban y criticaban a todo el pueblo; la explosiva y libérrima noche madrileña del 77 al 90, y la tenebrosa educación religiosa que recibí de los salesianos en los primeros sesenta. Todo ello se halla concentrado en este volumen, junto con algunas cosas más: el Deseo no solo como productor de mis películas, sino como locura, epifanía y ley a la que hay que someterse, como si fuéramos protagonistas de la letra de un bolero.

> "Una mala novela". uno de los textos que conforman El último sueño de Pedro Almodóvar

Siempre soñé con escribir una mala novela. Al principio, de jovencito, mi aspiración era convertirme en escritor, escribir una gran novela. Con el tiempo, la realidad me iba demostrando que lo que escribía acababa convirtiéndose en peliculitas, primero en Super 8 y después en largometrajes que se estrenaban en los cines y tenían éxito. Entendí que aquellos textos no eran relatos literarios, sino bocetos de guiones cinematográficos.

A primera vista parece que el autor de un buen guion es capaz de (y está llamado a) escribir una buena novela. Pensé que era cuestión de tiempo, de madurar, de almacenar experiencias, de poseer cierto talento, mirada y mundo propio; pero, a pesar de que me creo poseedor de todo ello, intuí que me estaba engañando. Escribir un buen guion no es cosa fácil, requiere tiempo y horas de soledad (y astucia narrativa), y ser un poco inmisericorde con uno mismo; pero todo eso no hace que un buen guion se convierta en una novela. Nadie es tan tonto como para pensar que por escribir un buen guion estás abocado a una buena novela, mucho menos a la gran novela. Y, sin embargo es una aspiración legítima y humana, de la que hay que defenderse; para ello es importante no enamorarse de lo propia obra.

Yo creo haber superado esa debilidad, o al menos haberla domado con firmeza. Un consejo que daría a todos los escritores mediocres, y a los que no lo son tanto, y que yo mismo llevo a cabo, es el ejercicio de la autocrítica. La autocrítica te proporciona algo de valor incalculable: la calma, saber esperar. Y yo esperé (llevo esperando más de cuarenta años). Otro efecto positivo de la autocrítica es que consigue que la decepción final sea más llevadera.

Existe el subgénero del guion novelizado, se ha hecho con algunas series de televisión y, sin ir más lejos, un escritor ilustre, Quentin Tarantino, escribió inmediatamente a su última película, Érase una vez en Hollywood, la novela del mismo título y con los mismos personajes. No sé si la escribió antes o después de la película; creo que empezó la novela, a los pocos capítulos pensó que debía ser una película, y escribió el guion, que estuvo nominado al Oscar al mejor guion original si bien terminó arrebatándoselo Parásitos, brillante película, cuyo guion es cuestionable si no eres adicto a los continuos giros de la trama y a las mutaciones. Hay un momento en que la trama es la que es y no debe cambiar de naturaleza ni de género. (Lo digo yo, que los mezclo todos. Soy muy aficionado a la mezcla, pero no a la mutación. Lo aprendí con Kika, en la que esta mezcla mutante terminó fatal). No quiero ser categórico, pero creo que la tercera parte de Parásitos es otra película. No sé si me estoy dejando llevar, porque, en cualquier caso, yo adoro ambas películas y a ambos autores. Pero estaba hablando del guion convertido en novela. Hay muchos más ejemplos, menos ilustres que los dos que acabo de mencionar.

El guion novelizado, en la mayoría de los casos, es una estrategia para estirar el éxito del original convirtiéndolo en novela, y seguro que tiene un público. De hecho, me encanta que tenga un público. Durante mucho tiempo he adorado los sucedáneos, no solo en cultura, sino también en gastronomía, en la moda, etcétera. Hay una ingenuidad conmovedora en el hecho de querer y no poder.

Pero, abandonando al consumidor y pensando solo en el autor, el guion novelado es un autoengaño, incluso en la autoficción. ¿Cuál es la diferencia entre un guion y una novela? La una es un relato cuya principal herramienta es la palabra, y el otro basa su impacto en las imágenes sin prescindir de la palabra, por eso hay guiones a los que se les califica de muy literarios, porque los personajes hablan mucho. Eric Rohmer es un buen ejemplo. Ingmar Bergman es un ejemplo todavía mejor. Creo que alguno de sus guiones llegó a novelizarse, o tuvo su versión en libro, no sé si antes o después de la película. Pero tal vez Bergman, por sus orígenes teatrales, sea de los pocos directores cuyos guiones merezcan la pena novelizarse, si es él quien los escribe.

Confieso que la primera frase de este texto no es del todo cierta, pero no quería renunciar a ella. No siempre soñé con escribir una mala novela. Me ha llevado mucho tiempo y bastantes películas reconocer que como novelista no estaría a la altura, aunque mis guiones son cada vez más literarios y algunas de mis películas, si hubiera tenido el talento suficiente, habrían sido mejores novelas que películas, ya que hay mucho material que, por cuestiones de ritmo y caligrafía cinematográfica, no pude incluir en ellas. De todas las historias que he contado, de todos los personajes que he construido (me refiero a los buenos, no a los que me salieron mal), yo disponía de casi el doble de material dramático que no conseguí integrar en la película definitiva. Tengo mucha más información, acerca de los personajes y sus historias, de la que aparece en pantalla. Toda esta información que me sobraba habría encontrado su lugar si lo escrito fuera una novela.

No hay nada más opuesto a un novelista que un director/guionista. El director es un hombre de acción y debe ser implacable acortando frases, reacciones, escenas y personajes enteros. Porque el director es un esclavo de la historia que debe contar y para llevarlo a cabo tiene que responder a cientos de preguntas (no exagero) de todos los equipos. Nunca dispone de suficiente tiempo y los desplazamientos, si se rueda en un estudio, pueden ser cortos pero innumerablemente repetidos. Si tienes una mascota, no puedes llevarla contigo. Sin embargo, el del novelista es un trabajo sedentario, puedes estar las horas que desees frente al ordenador y salir a dar un paseo si te viene en gana. Está exento de hablar con nadie, mucho menos contestar preguntas durante el proceso de escritura. Y puede tener gatos a los que acariciar. Y beber alcohol. Y fumar sin parar. Es una persona libre, cuya vida, como la de todos, tal vez no esté exenta de alguna desgracia, pero un novelista siempre sabrá convertirla en la parte más viva de su novela.

Aun así volviendo a la pregunta de qué diferencia un guion de una novela, se me ocurren varias respuestas. Son dos disciplinas completamente distintas. No es raro que haya tan pocas buenas novelas que acabaran convirtiéndose en películas que estuvieran a la altura. Ni siquiera el gran Kubrick lo consiguió con Lolita de Nabokov. Hay excepciones, claro, Dublineses de James Joyce/ John Huston, o El gatopardo de Visconti/Lampedusa...

Pondré un ejemplo. En un guion estableces que un personaje va a abrir la puerta. Alguien ha llamado antes. En el guion solo tienes que explicar la acción, es decir, Fulanito abre la puerta. En una novela, durante ese corto recorrido (mientras el hombre se acerca a la puerta), puedes contar toda la historia del personaje y su relación con el mundo. Lo puedes narrar todo.

En el cine no existe la voz interior; existen la voz en off y el flashback, pero no hay punto de comparación. Ambos son elementos narrativos que hay que tratar con extremo cuidado, a no ser que te llames Martin Scorsese, especialista en cabalgar sobre flashbacks maravillosamente sostenidos por una voz en off.

Hubo un momento, hace años, en que desistí de mis aspiraciones como novelista, pero leyendo la novela de Enrique Vila-Matas Mac y su contratiempo, en la que el protagonista decide reescribir una obra ya existente, Walter y su contratiempo, me amplió el espectro sobre qué tipo de novela podría yo abordar con mis limitadas dotes.

Mac está fascinado por los libros póstumos y sueña con que el suyo pueda parecer póstumo e inacabado. También le atrae mucho la falsificación, pero yo creo que, si no existe autoengaño, no existe falsificación. Lo importante es no engañarse a sí mismo (de pronto me surge alguna duda sobre esto último) y Mac no se engaña en absoluto. Su plan es escribir todos los días, llenar un tiempo vacío porque se ha quedado sin trabajo y el día es muy largo. Pero no es la disciplina de escribir un diario lo que le atrae, sino una obra de ficción, para lo cual necesita algunas ideas. Descubre Walter y su contratiempo, una novela maltratada cuando se publicó, de la que nadie se acuerda y cuyo autor casualmente es vecino suyo y no le trata con simpatía, lo que le convierte en alguien a quien no le debe el menor respeto. Todas estas circunstancias son suficientes para que Mac decida reescribir Walter y su contratiempo y mejorarla, claro. No le preocupa el futuro, ni en términos legales ni literarios. Tal vez se muera antes de terminar la novela y esta se convierta en un falso libro póstumo.

La novela de Vila-Matas, divertidísima e ingeniosa, me condujo a la conclusión de que hay ciertas personas, yo, sin ir más lejos, que sentimos la necesidad de escribir una novela y que lo de la calidad no debería ser un contratiempo, mi contratiempo. Si me siento incapaz de escribir una gran novela, podría intentarlo con otro tipo de novela cuya clasificación no se atenga a su calidad y grandeza. Pensé que una mala novela es, al fin y al cabo, una novela, y que, si me olvido de su calidad, o simplemente dejo de preocuparme por ella, una mala novela sí está a mi alcance. Sería una novela adulta y honesta, en la que el autor sabe lo que está haciendo y ya ha superado las veleidades juveniles de la trascendencia. Y podría resultar incluso entretenida, no sería la primera.

Encuentro en Yoga, el libro de Emmanuel Carrère, un consejo que él a su vez extrae de un libro que admira, Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig. Es un consejo para escritores impacientes: “Tome unas hojas de papel y durante tres días seguidos escriba, sin desnaturalizarlo y sin hipocresía, todo lo que se le pase por la cabeza. Escriba lo que piensa de sí mismo, de sus mujeres, de la guerra turca, de Goethe, del crimen de Fonk, del Juicio Final, de sus superiores, y al cabo de tres días se quedará estupefacto al ver cuántos pensamientos nuevos, nunca expresados hasta ahora, han brotado de usted. En eso consiste el arte de convertirse en tres días en un escritor original”.

Estoy fascinado y totalmente de acuerdo, pero no me siento capacitado para llevar a cabo tan brillante ejercicio. Puedo escribir tres días sobre todo lo que me pase por la cabeza, sin desnaturalizarlo y sin hipocresías. Es algo que creo haber hecho ya, no sé si tres días seguidos, pero dos desde luego, en Navidad o en Semana Santa, que son las épocas de mayor soledad y aburrimiento. Me resulta más accesible esto que dejar que fluyan mis pensamientos, como se hace en la meditación yóguica. Pensamientos y canciones me invaden continuamente e insisten en acompañarme cuando estoy en silencio, que es la mayor parte del día que no ruedo. Sobre todo canciones. A veces es la misma canción repetida una y otra vez, hasta que mi desesperado cerebro, ejecutando una orden mía, la sustituye por otra que a su vez se repite en bucle y así hasta que me duermo. Una tortura.

No tengo inconveniente en escribir sobre mí mismo. Diría que es casi lo único que hago. Escribir acerca de “mis mujeres” o “mis hombres” me resulta más difícil, no quiero implicar a nadie en lo que escribo, o solo si lo he ficcionado lo suficiente para que el personaje original resulte irreconocible.

De la guerra turca y de Goethe me temo que tendría que ponerme a documentarme y no me atrae mucho la idea, y en cualquier caso me llevaría más de tres días. En cuanto al crimen de Fonk, imagino que podría escribir sobre cualquier crimen de los que diariamente aparecen en las noticias. ¿De mis superiores? No tengo superiores. Soy mi propio jefe.

Es una pena, porque el consejo de Carl Seelig es estupendo, pero a la vez demuestra también mis propias contingencias y, probablemente, la de muchos aspirantes a grandes escritores.

Ya que no puedo, y me da demasiada pereza indagar sobre la guerra turca, el crimen de Fonk y Goethe, buscaré temas y personajes más cercanos. Este podría ser un buen principio:

 

“Nací al inicio de la década de los cincuenta, una mala época para los españoles, pero riquísima para el cine y la moda”.