"Dracarys, dracarys y más dracarys".

Estalló el verano en King’s Landing: Daenerys escuchó el consejo de Olenna Tyrell (adiós, querida Diana Rigg), dejó de prestarle atención a “hombres sensatos” como Tyrion y Jon Snow y decidió ser un dragón. Los últimos quince minutos de “The Spoils of War”, el episodio con el que Game of Thrones dobló el codo de la séptima temporada, dejaron a aquella Battle of the Bastards del tamaño de un partidito de generala. Pavada de debut en la serie para el director Matt Shakman, que le dio forma a un capítulo que entregó momentos íntimos como el recorrido de Snow y Khaleesi en la cueva del vidriagón o el reencuentro de Sansa y Arya en la cripta Stark, y un estallido final que combinó la violencia de la guerra con pura poesía visual.

El invierno llegó, y el fuego también.

Después de algunos vaivenes que venían acomodando mejor a los Lannister, lo sucedido el domingo refuerza la profecía que recibió Cersei en su adolescencia: serás reina, pero perderás a tus hijos y llegará otra más joven y bella a ocupar tu lugar. La Hija de la Tormenta montada sobre Drogon, al comando de la horda Dothraki (“Sólo un tonto enfrentaría a los Dothraki a campo abierto”, dijo Robert Baratheon hace tiempo), desatando un apocalipsis de fuego sobre el ufano ejército del León tras su victoria en Highgarden, compuso uno de esos momentos televisivos que quedan en la historia, que dejan huella, que demuestran hasta qué punto la TV de hoy puede ser cine. No se trató de puro efectismo especial –que lo hubo, claro— sino de la potente narrativa que tuvo la explosión de un conflicto largamente incubado.

¿Por qué, además, el televidente fiel de GoT vivió esos apoteóticos quince minutos al borde del sillón? Porque los showrunners David Benioff y D. B. Weiss han sabido aprovechar la complejidad de los personajes escritos por George R. R. Martin: cuando Bronn apuntó al dragón con el arma de Qyburn, uno no quería que lo hiriera, pero tampoco que él terminara reducido a cenizas. Más allá del cliffhanger, no caben dudas de que Ser Jaime seguirá vivo: el personaje tiene muchos más matices que el de un simple villano. En buena medida, las sensaciones del televidente se condensaron en la mirada de Tyrion enfrentado a la destrucción de quienes, al cabo, siguen siendo su familia. La desesperación con la que susurra “corré, idiota” es un recordatorio de que sus problemas siempre fueron Tywin y Cersei, y que sigue unido a su hermano.

Pero hubo más en “Botines de Guerra”, material tan satisfactorio que ya produce ansiedad saber que sólo quedan tres capítulos hasta 2018. El regreso de Arya a Winterfell y la sesión de entrenamiento con Brienne --ante la mirada azorada de Sansa y francamente preocupada de Lord Baelish— fue otra cumbre. Párrafo aparte para los reencuentros Stark: con Bran convertido en un Cuervo de Tres Ojos seco y enigmático, Jon como Rey del Norte y Arya hecha una fría asesina, Lady Sansa parece volver a ser la muñequita boba de la familia. El diálogo entre Cersei y el banquero Tycho Nestoris recordó que, aun en un escenario medieval y con dragones, lo que realmente mueve al mundo es el oro. Hubo un intercambio de miradas delicioso entre Daenerys y Missandei sobre Gusano Gris, y un diálogo de similar estilo entre Jon y Ser Davos sobre la reina Targaryen (“Estabas mirando algo más que su corazón”). Y un momento de escalofríos para Meñique cuando el ex--Bran lo miró y, sin ninguna emoción, le repitió su propia frase: “El caos es una escalera”. El cuervo sabe cosas.

Hubo mucho fuego en un episodio inolvidable, que clavó 9.9 puntos en la apreciación de los usuarios del sitio IMDB. Pero no fue solo de las fauces de Drogon. Fue esa clase de fuego que deja al espectador con los ojos como platos a la medianoche, tratando de ver qué se hace con semejante arenga. El fuego de las series que quedan en la historia.