Todo comenzó con "Wool", un cuento escrito en 2011 que tuvo su continuación casi inmediata en una novela del mismo título y una serie de nouvelles. Con el tiempo, a esa conjunción de relatos de extensión variable se la terminaría conociendo con el título global Silo, un fenómeno de ventas autogestionadas que, inevitablemente, terminó absorbido por una gran editorial para su distribución masiva. Los derechos de los textos fueron adquiridos para la adaptación al cine o la televisión, un sueño hecho realidad que su autor, Hugh Howey, nacido en Carolina del Norte hace 47 años, no podía imaginar cuando comenzó a tipear la historia de un pequeño mundo de diez mil habitantes encerrados en un gigantesco silo con decenas de pisos y ningún ascensor. Los únicos sobrevivientes de una antigua hecatombe que desconocen por completo su pasado, más allá de la breve historia de los últimos 140 años. Producida y protagonizada por la sueca Rebecca Ferguson y con la presencia de Tim Robbins en un rol inquietante, Silo, la serie, está presentando sus primeros capítulos en la plataforma Apple TV+, una saga de diez episodios que intenta acoplar las ambiciones de los relatos de ciencia ficción filosóficos con los placeres genéricos del suspenso, la investigación detectivesca, las conspiranoias al uso y alguna que otra pizca de acción.

Silo comienza como lo hace "Wool": enseñándole al espectador cómo es ese extraño universo puertas adentro y qué cosas se pueden y no se pueden hacer en él. En principio, nadie sale al exterior. La razón es única y nadie la discute: el aire exterior es irrespirable y la certeza de ello puede comprobarse durante las extraordinarias ocasiones en las cuales alguien decide salir. Escapar del silo es una apuesta segura a la muerte, casi un suicidio, y las reglas escritas más de un siglo atrás dejan en claro que quien declara ese deseo en voz alta no tiene la posibilidad de arrepentirse. Antes de caer rendido ante la toxicidad ambiente, al muerto que camina se le ofrece la posibilidad de limpiar el vidrio de la cámara que transmite día y noche lo que ocurre ahí afuera, único contacto visual con el exterior. Es lo que le ocurre a la mujer del sheriff del silo luego de intentar sin éxito quedar embarazada. Un tiempo después, el sheriff mismo se encierra tras las rejas y pronuncia claramente las palabras, que son siempre idénticas: “Quiero ir afuera”. Desde luego, las razones para ambas escapadas con destino funesto son un poco más complejas y ocupan casi la totalidad de los dos primeros episodios, y el espectador reconoce de inmediato la posibilidad de que existan mentiras fundacionales en el funcionamiento estratificado de la micro sociedad. Un universo donde aquellos que viven en los pisos más altos disfrutan de mayor confort y beneficios, las reglas de convivencia se cumplen a rajatabla, y la tenencia de objetos previos a la así llamada "Rebelión" de un siglo y medio atrás, conocidos genéricamente como “reliquias”, está terminantemente prohibida. Un disco rígido antiquísimo hace su aparición a poco de comenzada la historia y su existencia atraviesa las diez horas de duración total.

Recién en el tercer capítulo, cuando el sillón del sheriff necesita ser ocupado nuevamente, toma relevancia la figura de Juliette (Ferguson), la verdadera protagonista y heroína de la historia. Su trabajo de toda la vida consiste en mantener en buen estado el reactor de vapor que hace que todo funcione en el silo. Sus días y noches los pasa en un subsuelo con algún dejo lejano a los cimientos de Metrópolis, la legendaria película sci-fi del alemán Fritz Lang. Pero Juliette no nació ahí abajo: hija de un médico obstetra, fue su rebeldía innata lo que la empujó a buscar una nueva vida en los escalones más bajos de la estructura. Eso y la destreza mecánica para reparar cosas, producto de una ingente curiosidad por todo lo que la rodea. De cómo Juliette llega, un poco a regañadientes, a tomar posesión de la estrella de sheriff, encargada de mantener el orden, y de cómo el nuevo trabajo le permite investigar la muerte de un amante no sancionado (como todo en el silo, las parejas son oficiales o no lo son y, de forma similar a la posibilidad de dejar descendencia, debe estar autorizada) tratan las primeras entregas que la tienen como protagonista. Aunque la trama está repleta de desvíos y derivas, incluida alguna que otra investigación que convierte temporalmente a Silo en un relato detectivesco, y una secuencia de suspenso clásica, con montaje paralelo incluido, que describe la posibilidad de un desastre mayúsculo.

“Es mucho más relevante hoy que cuando lo escribí”. Las palabras de Hugh Howey, entrevistado por el sitio web de Roger Ebert en ocasión del lanzamiento de la serie hace un par de semanas, señalan no sólo hacia las recientes cuarentenas pandémicas, sino a un estado del mundo inimaginable apenas una década atrás. “Ojalá eso no fuera cierto. Cuando se es un escritor de relatos distópicos uno espera que en el futuro cercano pueda mirarse hacia atrás y decir ‘qué pintoresco era todo eso’. Sin embargo, creo que se viene escribiendo sobre estas cosas desde hace mucho tiempo. Recuerdo leer a George Orwell en 1984 y pensar ‘qué tontería, la gente va a recordar quiénes son sus enemigos. No van a cambiar de idea de un día para el otro.’ Crecí durante la Guerra Fría y mi padre era un firme republicano. Odiaba a los rusos. Ahora, a los republicanos les gusta Rusia. Así que estas cuestiones son universales y, desafortunadamente, siempre van a ser relevantes. Y es definitivamente cierto que esta historia llega en un gran momento, en el cual es importante hablar acerca de la verdad, la confianza y la creencia en aquello que vemos en las pantallas”.

La gracia de Silo radica en darle una vuelta de tuerca a un tipo de relato consagrado por la ciencia ficción clásica, la de los años 40 y 50. Una historia que opone el ansia personal de obtener conocimiento y conocer la verdad con las normas y reglas de la sociedad, sentando en cada lado de la mesa a un puñado de individuos secreta o abiertamente rebeldes con las consabidas élites que manejan a conciencia la información y, con ella, a las masas, sus miedos y anhelos. En Juliette, en tanto, la serie erige una nueva versión del héroe clásico, partiendo de un estado de latencia y dirigiéndola hacia la iluminación final, con paradas en diversas estaciones donde se pone a prueba su resistencia, valor, honradez y entrega a su misión. Iluminada por esas luces que pueden verse allí arriba a través del ventanal electrónico, aunque nadie sabe qué son, qué significan o cuánto tiempo hace que existen, Juliette avanza a tientas pero con firmeza, apoyada por algunos pocos amigos y enfrentada al peor de los adversarios: el statu quo.