Desde Barcelona

UNO Se tiene una buena memoria recién cuando ésta incluye la posibilidad de olvidar lo trivial. “Tener la capacidad de olvidar equivale a estar cuerdo”, escribió Jack London. El problema es cuando casi todo es trivial, olvidable. Y Rodríguez –cada vez tiene que ir más atrás para sentirse por delante– se acuerda a la perfección de sí mismo, en su verano número diez, leyendo Martin Eden y pensando en que, sí, cuando fuese grande le gustaría vivir la aventura de ser escritor. Y Rodríguez no se acuerda de que era lo que quería antes de ser escritor, pero no puede olvidarse de que no consiguió ser escritor. 

Así las cosas.

DOS Ahora, en otro milenio, Rodríguez vuelve a leer Martin Eden, novela pseudo-autobiográfica de Jack London. Como David Copperfield de Charles Dickens o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust o –de manera más extrema– como El mundo según Garp de John Irving o La dádiva y ¡Mira los arlequines! de Vladimir Nabokov. Todas ellas son como autobiografías en clave y, releyéndolo, le sorprende a Rodríguez todo lo que se olvidó Martin Eden y lo mucho que recuerda: ese tramo inicial en que el héroe en tierra firme camina aún bamboleándose como sobre la cubierta de un barco y avanza sin saberlo hacia el puerto o los escollos del amor de su vida, el final con suicidio ahogándose, y –entre un punto y otro– el descubrimiento de la lectura y de la escritura como fuerzas regidoras de un destino en el que se redactan y borronean los límites entre la tinta y la sangre, entre la vida y la obra.

TRES Rodríguez relee Martin Eden en la larguísima y lentísima cola del colapsado aeropuerto de Barcelona. Empleados de seguridad en huelga, operación salida, multitudes de vacacionistas que sólo quieren olvidar el año laboral que pasó y acordarse lo menos posible de que en septiembre pasará otro. Y unos y otros se acuerdan de la madre y del padre de Neymar. Y de su prima. Pero Rodríguez vuela a Santander por trabajo. A buscar y encontrar locaciones para un spot publicitario de un producto novedoso que pronto será olvidado pero, al menos en esta ocasión, vendiendo exactamente eso: la fugacidad de lo recordable. Un ayuda(des)memoria. Una app donde ir apuntando todas las cosas que quieres olvidar. Una paradoja tecnológica. Anotar allí todo lo que no quiere ser recordado y, en el acto de recordarlo, olvidarlo definitivamente siguiendo aquel dictado de Edgar Allan Poe en cuanto a que “si quieres olvidar algo de inmediato, no tienes más que decirte que es algo muy importante de ser recordado”. La “gracia” de la app es que, cada tanto, se bloquea a propósito y funcionalmente y pierde toda la data almacenada. Y, así, se olvida sin culpas y se le echa la culpa a la app. Rápido y limpiamente. Antes no era tan sencillo. Pero ahora –de un tiempo a esta parte– es muy fácil. La vida ha adquirido la consistencia de posts y tweets. La gente que antes no se olvidaba de nada ahora no puede recordar teléfonos, cumpleaños, direcciones. Se ha perdido esa capacidad alguna vez refleja y automática. Lo único que se recuerda –como mucho– son las contraseñas para poder acceder a nuestra memoria que, ahora, es externa. Y que vive en gadgets a los que hay que actualizar cada vez más seguido bajo riesgo de que toda esa información vital se muera y se olvide de nosotros. Y que así, mientras nosotros nos preguntamos cómo era eso, ella no responda que ya no somos. 

CUATRO La app se llama What?app y Rodríguez va a ir a Santander para cerrar el trato por el alquiler del Palacio de la Magdalena, alguna vez vivienda borbónica y veraniega y ahora una de las sedes de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. A Rodríguez el palacio –alzándose en los bordes de un acantilado frente al mar– siempre le recordó al Manderley de aquella película de Alfred Hitchcock con mujer muerta pero  inolvidable. Y a Rodríguez se le ocurrió refilmar allí algunas escenas de Rebecca en las que Maximiliam “Maxim” de Winter utiliza el What?app y olvida por completo a su difunta y psicopática esposa y puesto en la calle a la todavía más psicopática ama de llaves Mrs. Danvers. Las virtudes del producto serían presentadas de forma obvia: Maxim (quien en la novela asesina a Rebecca y en la película, por imposición del dictatorial productor David O. Selznick, sólo piensa en matarla y Rebecca muere de manera accidental; una forma de amnesia impuesta, sí) es feliz con su nueva esposa cuyo nombre jamás olvidará (porque, recuérdenlo, ni el la novela de Daphne du Maurier ni en la película tiene nombre) y Manderley jamás arderá. 

Y –olvidadizos– todos felices.

CUATRO Ya en Santander, Rodríguez camina por los alrededores del palacio de la Magdalena y se cruza con alguien que va silbando “Me olvidé de vivir”. Rodríguez se acuerda de que la escuchó por primera vez en la voz de Julio “Cantando en la Ducha” Iglesias. Y que se dijo que era una muy buena canción, pero no tardó en enterarse de que se trataba de una versión/traducción de un tema en francés compuesto para Johnny Hallyday. Años después, cuando escuchó de nuevo a Julio susurrando “La carretera” se dijo que sonaba a out-take de Tunnel of Love, único disco que soporta del insoportable Bruce Springsteen. Pero no. Y, ahora, se pregunta si olvidarse de vivir es una forma poética de morirse o si se trata de algo más inquietante: del vivir teniendo presente de que se es pasado. Y que el allí y entonces es, al final de esa carretera, el sitio donde se van a vivir todos los recuerdos que mueren en el aquí y ahora. Y que, sí, no hay futuro.  

CINCO Y ya nadie se acuerda de lo que pasó la semana pasada y mucho menos de todo eso que, hace apenas unas horas, les pareció algo digno de ser comunicado a la humanidad toda vía redes sociales. Y tal vez haya algo maravilloso en eso de poseer la infernal posibilidad de preservar toda la vida sin necesidad de hacer memoria para así poder acceder a la paradisíaca facultad de olvidar por completo la propia historia. O viceversa en lo que hace a paraíso e infierno. En cualquier caso, la ilusión de que todo empiece y termine en breves ráfagas de contados caracteres y descontados segundos.

Y –pensando en lo que borraría o tacharía o en lo que pasaría en limpio con caligrafía– Rodríguez se cuela en lo que alguna vez fueron las caballerizas del Palacio de la Magdalena y ahora, reformadas, son auditorio para varias de las actividades de los cursos veraniegos de la universidad. Allí, exponen y conversan políticos y artistas de diversas disciplinas y escritores. Y –ah y ay y será posible y será imposible– ahí está de nuevo ese escritor argentino con el que Rodríguez se cruza siempre. El escritor argentino diciendo no sé qué de un libro que está escribiendo y que trata de lo que se inventa y se sueña y se recuerda, fuerzas todas, explica, que son los que ponen en movimiento los engranajes y poleas y resortes de las maquinarias de la narración. Y suena más hipnótico que  convincente (que no es lo mismo). Y ya se lo escuchó varias veces (y cómo es que los escritores nunca se olvidan de contar las mismas historias, una y otra vez, en las entrevistas) y, por favor, que alguien lo calle o lo apague o lo olvide de una vez. Y Rodríguez se dice que, de no haber salido escritor, este tipo habría entrado muy bien como publicista: como uno de esos hechiceros que se dedican al perturbador arte de que recuerdes cancioncita y frasecita envolviendo algo que no te acuerdas muy bien de qué era a no ser que se trate de la por siempre y para siempre inolvidable Coca-Cola. El resto es sonido y calma. La calma que antecede a la tormenta y que se las ha arreglado para convencer a tantos de que olvido es sinónimo de perdón mientras, por suerte, el inolvidable Martin Eden sigue navegando contra las amnésicas corrientes del río Leteo en un barco que no se llama ACME.