El juego era cruzar de una terraza a la otra, flotar encima de la ranura ínfima que separaba a los edificios y regresar sin caer en el abismo. Cosa de pendejos, desafío entre hermanos, pesadillas que me vuelven despierto o dormido. Una vacilación, un resbalón, el susto de una voz inesperada, y nos tragaba el precipicio.

La primera vez subí a la terraza como un condenado al cadalso. Julito debió notar que los escalones me pesaban siglos, que temblaba de miedo porque me preguntó si estaba seguro, si en serio quería hacerlo. Contesté que claro, sin pensarlo ni escucharlo. Ahora sé que su voz tenía miedo, que la pregunta era un pedido, tampoco él quería, pero necesitaba que yo diera marcha atrás, no él.

No se daba cuenta de que yo no tenía alternativas. Cuando él proponía algo tenía que seguirlo, si no me esperaban sus cargadas y desprecio el resto de mi vida. Así que atravesé las sábanas colgadas al sol, me asomé al parapeto de la terraza, lo vi poner el pie en la cornisa y dar ese paso en el aire hasta llegar al otro lado y volverse hacia mí, no tengas miedo, es una boludez, te agarrás de la reja y ya está.

La segunda vez me duraban las piernas flojas y el deseo de que todo hubiera pasado, pero fue más rápido, más fácil. El horror fue el siguiente fin de semana, la tercera, la vencida, según me dije mientras subía al cadalso. ¿Vencida de qué?, ¿sabía que el precipicio era un imán irresistible?, ¿lo sabía y no me escapaba por puro orgullo?

Como hermano mayor y artífice del juego Julito iba siempre primero, pero esta vez no se paró del otro lado para alentarme, la mano estirada en mi dirección, la sonrisa confiada y protectora. Agarrado a las rejas de la azotea de al lado, flexionó las rodillas y empezó a hamacarse, a tararear “El vals del Danubio” con la feroz alegría de un pájaro demente.

El vals venía de la boda de nuestra prima hacía un par de semanas. En los susurros nocturnos que seguían a las navidades y las pascuas, Julito me había confesado que estaba perdidamente enamorado de Gloria, que se veía casado con ella cuando fuera grande. Ni las conversaciones previas de adultos, ni la iglesia parecieron perturbarlo, pero el castillo se le desmoronó cuando la vio bailando el vals, entre nubes de invitados y sonrisas. Estirar la espalda al vacío, al ritmo de ese tarareo endemoniado, era su manera de reconstruir el castillo, de tener a Gloria asomada a una de las ventanas de los vecinos, deslumbrada con su proeza, admirando su pequeño cuerpo.

Julito no solo era valiente o temerario: se tenía también una confianza infinita. No pensaba que el vacío podía ser la Kriptonita fatal de Superman, todo lo contrario, lo veía como una prueba de su infalible omnipotencia. A mí los segundos se me hicieron eternos, no podía mirarlo ni podía distraerlo, no veía un castillo reconstruido, veía rejas que podían quebrarse, un surfeo de ola en la cornisa sostenido en unas zapatillas resbalosas, un sueño que se iba a estrellar entre los autos y las baldosas.

En ese trance hipnótico no me di cuenta de la humedad en mis pantalones cortos. Cuando la sentí me dio tanta vergüenza y miedo que salí corriendo a buscar a mamá para que interviniese, si no Julito iba a volar por el aire con ese vals insano, un muñeco deshecho en sangre, rodeado de ambulancias, enfermeros, vecinos, de los ojos amenazantes y condenatorios del portero.

Me acuerdo de mamá corriendo a la terraza y yo detrás de ella, todavía llorando pero más protegido, ella iba a arreglar todo, era lo que siempre hacía, también aquella vez porque cuando llegamos Julito estaba bailando el vals en nuestra terraza y al verla le tendió la mano para que fuera su pareja en esa pista de sábanas al sol. Mamá tuvo que reírse, siempre le pasaba con Julito, pero nos lanzó una mirada de advertencia, a él por ser el mayor, a mí por el susto que le había dado, siempre con esas fantasías mías, ¿estaba loco?

No sé si loco o visionario porque cuando el presente dejó de ser aquella voluptuosa eternidad infantil y los años cobraron una velocidad impensada, Julito empezó a bailar otro vals, siempre igual de seguro y temerario, hasta que una noche, fumando en la ventana, escuchó las sirenas y vio los coches que estacionaban seis pisos abajo. Julito andaba con la pastilla de cianuro, me la había mostrado con cierto orgullo, no había manera de convencerlo de que era una locura, cuando se le metía algo en la cabeza no había caso. Los reflejos, por suerte, los tenía intactos. Los monstruos nocturnos entraron al edificio como un malón incontrolable, aterrorizaron a los viejos y revolvieron todo, pero Julito se les había esfumado como un espíritu.

Yo me había quedado en casa de un compañero de la facultad por pedido expreso de los viejos, la calle estaba complicada a ciertas horas. No me esperaba encontrar el departamento dado vuelta, pero cuando les pregunté por Julito, los viejos mostraron una perplejidad que mezclaba el miedo y la esperanza. Vos lo conocés, me dijo papá, ¿dónde se puede haber metido?

El vals empezó a sonar cuando cayó la noche. En una nube de tabaco, pendientes del teléfono, escuché a Strauss mezclado con el tarareo de mi hermano que ahora era más chico que yo porque cantaba desde el pasado. Les dije a los viejos que bajaba a tomar aire y comprar cigarrillos. Mamá no quería, papá dijo que no podíamos vivir toda la vida encerrados. Con discreción fui a la terraza. Sentí otra vez ese pánico de condenado al cadalso, la reaparición de la boca oscura, la inevitable maldición infantil que me esperaba para consumar su destino.

No sé cómo crucé ese ínfimo abismo, hoy tiene más peso lo que me pudo pasar y no me sucedió, por eso me agarro la cabeza con las manos y pierdo el aire. Julito no estaba en la primera terraza, estaba en la siguiente, había esperado todo el día a que alguien saliera a colgar la ropa para escurrirse por las escaleras. Cuando empezamos a desandar el camino había una engañosa luna llena que volvía todo más plateado y visible. Le dije que pasaría yo primero, tenía que ver si había moros en la costa. Cuando crucé del otro lado, cuando mis pies dejaron de flotar en el aire, tenía la camiseta empapada y me estallaba el corazón.

Los monstruos no habían vuelto. Le hice una seña. Era todo puro silencio, pero en un momento, en la oscuridad, me pareció que empezaba a hamacarse, desafiando otra vez al mundo, si había sobrevivido tres veces, ¿por qué no ahora? Elevé una plegaria muda no a Dios, quizás al azar, al destino, a quien decidiera esos momentos únicos. Cuando lo vio aparecer, el viejo dio gracias al cielo, dijo que tenía más vidas que un gato. Escondido en casa de la prima Gloria, Julito bailó el largo vals de la huida. Se hamacó en el aire, surfeó con agilidad gatuna esa boca negra que lo esperaba desde chico para llevárselo por el agujero del tiempo.