Hoy queda mal acordarse, pero la provincia de Buenos Aires una vez se separó de Argentina y fue el Estado de Buenos Aires, patronímico porteño, capital Buenos Aires, frontera sur pasando en algo Chascomús, segunda ciudad Mercedes. Pequeño, el país triangular entre el Río de la Plata, el Paraná y la frontera con los indios. Próspero el paisito, que recibía inversiones y seguía siendo la boca internacional del comercio, para bronca de Paraná y otras candidatas. Era un estado absurdo de cosas que los porteños -los bonaerenses de esos tiempos- iba a resolver a su manera en Pavón, cuando volvieron a la Confederación pero en sus propios términos.

Pero entre la caída de Rosas y la batalla final, la provincia vivió una época tranquila, en buena parte por la moderación de Urquiza, que no le daba bola a los constantes insultos de la prensa porteña. En octubre de 1856, la prensa hizo una pausa con la calumnia política para ocuparse de un escándalo mucho más sabroso y sexual, con cornamentas, asesinato y una belleza joven en el centro. Irresistible.

Resulta que a fines de octubre de ese año, apareció en el diario La Tribuna un suelto pago, firmado "Los amigos del Sr. Fiorini" que pedía datos sobre el paradero de Bartolomé Fiorini, el pintor y retratista. Fiorini era un italiano llegado a la pequeña ciudad en 1829, que se ganaba bien la vida como pintor de la sociedad de la época. Su obra, vista desde hoy y comparándola injustamente con la de Prilidiano Pueyrredón y otros, tiene más valor histórico que otra cosa. Pero la provincia-estado no tenía tantas opciones, Fiorini al final estaba entrenado y bien, a la italiana, y tenía su nicho.

También tenía tres hijos con Clorinda Sarracán, una linda morena de 25 años, treinta menos que él.

Sus amigos publicaron el aviso porque hacía quince días que nadie sabía del simpático italiano. El último dato disponible era que el diez de octubre había salido de su chacra de Santos Lugares rumbo a la ciudad, unas buenas horas a caballo, pero que nunca había llegado a su estudio.

Aquí comienza una historia algo asombrosa para los bonaerenses -para todos los argentinos- de hoy, acostumbrados a la pereza geològica de la Justicia de hoy. Es que el juez del crimen y el comisario de Luján leyeron el suelto, se olieron gato encerrado y se fueron con una comisión a Santos Lugares a ver qué había pasado. La tropa rastrilló los alrededores de la chacra de Fiorini y enseguida encontró el cadáver en una tumba poco profunda. Para disimular, le habían plantado unos coliflores encima.

Los policías arrestaron a todo el personal de la chacra y el capataz, Crispín Gutiérrez, confesó que era el autor del crimen. La prensa de la época lo describe como un criollo pintón, buen mozo y presentable, de 25 años de edad, pero hay que descontar cierta exageración porque lo otro que confesó Gutiérrez fue que era el amante de Clorinda. Por pedido de ella, explicó, se había cargado al italiano, con ayuda de su hermano Remigio. Le habían dado un pistoletazo y lo habían terminado a golpes de maceta.

El comisario de Luján arrestó al capataz, a la viuda y a su padre, y mandó a buscar al tal Remigio, el hermano más avizor que se había hecho humo. Rápidamente dejaron en libertad al señor Sarracán, al que le creyeron que era inocente del horror. También rápidamente encontraron a Remigio, que se había escondido cerca de Mercedes. En 48 horas, la investigación estaba lista y los tres detenidos, reos confesos, fueron enviados a la capital para ser juzgados.

Hay que imaginar el escandalete y el morbo en la ciudad que iba de Retiro a Parque Lezama y se cerraba en el camino de los tunas, hoy Entre Ríos/Callao. Clorinda no era de una familia de alcurnia, pero era una señora, madre y bonita, con lo que el tribunal estaba lleno de periodistas y de curiosos. Para mejor, la viuda contrató como abogado al famoso Carlos Tejedor, mientras que los hermanos Gutiérrez se tuvieron que conformar con el defensor de pobres y ausentes.

Las sesiones fueron imperdibles. Los interrogatorios van mostrando detalles tremendos: el día de su muerte, Fiorini se había dado cuenta de que en algo andaba su mujer y se había encerrado en el altillo armado, curiosamente, con una bayoneta. Al caer la tarde, Clorinda lo había convencido de bajar y dejarse de joder con la bayoneta, y ahí le cayeron encima los hermanos Gutiérrez. Pistoletazo, macetazos y coliflores.

Lo que deleitó a la prensa escandalosa de la época, que era casi toda la prensa y era mucho más escandalosa que hoy, fue la actitud de la viuda. En general estaba impasible, como si hablaran de otros, y más de una vez se tapaba la boca con un pañuelito porque no podía parar de reírse, sobre todo cuando la describían como un monstruo. Esto tuvo un efecto más que inesperado en la sociedad pacata de la época, ya que la opinión pública comenzó a ponerse de su parte.

El punto era que si la condenaban, la tenían que fusilar. Ni habían terminado los testimonios y ya no se hablaba de otra cosa, con las señoras abiertamente criticando la idea de mandar a la asesina al paredón. Los diarios reflejaron esto y la presión aumenta ba tanto que el fiscal pidió la pena de muerte de los Gutiérrez, a los que nadie defendía, pero apenas quince años para Clorinda.

Los medios se hicieron un picnic. Que la pobre chica sufría con un marido tan viejo, que había pedido sin éxito la anulación del matrimonio, que estaba siempre sola, que ya no había amor. El juez no le llevó el apunte ni al fiscal, ni a los diarios, ni a las porteñas, y condenó a los tres a ser fusilados en la plaza de Mayo.

A todo esto, entre el crimen y la condena apenas había pasado un mes. Y eso que no tenían computadoras.

El Nacional, La Tribuna y El Orden arrancaron una campaña para que le conmutaran la pena a Clorinda, que pasó a ser la pobre Clorinda. La asesina es una "desdichada" que mostró "coraje y serenidad" en el juicio, una posible mártir comparable con Camila O'Gorman, fusilada aunque estaba embarazada por "el bárbaro Rosas". Al final, ¿no era el Estado de Buenos Aires un lugar civilizado? Se empezaron a juntar firmas pidiendo un cambio en la condena y enseguida habia siete mil, una barbaridad en la aldea porteña.

Carlos Tejedor, a todo esto, apenas le recordaron el caso de la O'Gorman corrió la bola de que Clorinda también estaba embarazada, que más que bola era un bolazo explícito.

El tema llegó a la política y cuatro días antes de la fecha de fusilamiento la Legislatura resuelve que la condena tiene que suspenderse hasta que se resolvieran las peticiones de clemencia. ¿Qué pito tocaba la Legislatura con el cumplimiento de condenas? Ninguno, y ese voto resultó un papelón de los grandes, que el ejecutivo salvó enviando un proyecto de ley para que las autoridades del Estado tuvieran el poder de conmutar la pena de muerte. Se debatió en términos sorprendentemente progres, con fuertes discursos contra la pena extrema y argumentos esdrújulos para sostenerla. Sarmiento, por ejemplo, escribió que si los países avanzados tenían esa pena, nosotros no éramos  quién para abolirla.

La cosa es que se hizo 1859, los tres asesinos seguían presos pero vivos y el debate se iba por las ramas. La Legislatura finalmente no abolió la pena de muerte pero la complicó, sacándola de la primera instancia de un juicio. Clorinda fue liberada en 1868 y la historia no registra qué fue de ella. Tampoco se sabe qué pensaban sus hijitos, ya adolescentes y criados por el abuelo.

Fue la última mujer condenada a muerte por un tribunal.