Tengo el gusto de deciros, por medio de estas líneas, que la muerte, más que un castigo, pena o limitación impuesta al hombre, es una necesidad, la más imperiosa e irrevocable de todas las necesidades humanas. La necesidad que tenemos de morir sobrepuja a la necesidad de nacer y vivir.  Podríamos quedarnos sin nacer pero no podríamos quedarnos sin morir. Nadie ha dicho hasta ahora: “Tengo necesidad de nacer”. En cambio, sí se suele decir: “Tengo la necesidad de morir”. Por otro lado, nacer es, a lo que parece, muy fácil, pues nadie ha dicho nunca que le haya sido muy difícil y que le haya costado esfuerzo venir a este mundo; mientras que morir es más difícil de lo que se cree. Esto prueba que la necesidad de morir es enorme e irresistible, pues sabido es que cuanto más difícilmente se satisface esa necesidad, esta se hace más grande. Se anhela más lo que es menos accesible.
Si a una persona le escribieran diciéndole siempre que su madre sigue gozando de buena salud, acabaría al fin por sentir una misteriosa inquietud, no precisamente sospechando que se le engaña y que, posiblemente, su madre debe haber muerto, sino bajo el peso de la necesidad, sutil y tácita, que le acomete, de que su madre debe morir. Esa persona hará sus cálculos respectivos y pensará para sus adentros: “No puede ser. Es imposible que mi madre no haya muerto hasta ahora”. Sentirá, al fin, una necesidad angustiosa de saber que su madre ha muerto. De otra manera, acabará de darlo por hecho”.
Una antigua leyenda del Islam cuenta que un hijo llegó a vivir trescientos años, en medio de una raza en la que la vida acababa a lo sumo a los cincuenta años. En el decurso de un exilio, el hijo, a los doscientos años de edad, preguntó por su padre y le dijeron: “Está bueno”. Pero cuando cincuenta años más tarde volvió a su pueblo y supo que el autor de sus días había muerto hacía doscientos años, se mostró muy tranquilo, murmurando: “Ya lo sabía yo desde hace muchos años”. Naturalmente. La necesidad de la muerte de su padre había sido en él, a su hora, irrevocable, fatal, y se había cumplido fatalmente, y también a su hora, en la realidad.
Rubén Darío ha dicho que la pena de los dioses  es no alcanzar la muerte. En cuanto a los hombres, si estos, desde que tienen conciencia, estuviesen seguros de alcanzar la muerte, serían dichosos para siempre. Pero, por desgracia, los hombres no están nunca seguros de morir: sienten el afán oscuro y el ansia de morir, mas dudan siempre de que morirán. La pena de los hombres, diremos nosotros, es no estar nunca ciertos de la muerte.


Esta crónica de César Vallejo, publicada en un periódico de la ciudad de Trujillo el 22 de marzo de 1926, fue recopilada junto con otros notables textos del poeta peruano en Una experiencia del mundo, que acaba de publicar la Editorial Excursiones. Es una antología que sitúa a Vallejo entre los poetas cronistas y mundanos como Rubén Darío o José Martí, y como observador de la vida moderna y analista de los fenómenos artísticos y poéticos de su tiempo.