Pedro se aburre. Si no mira fútbol, se aburre, y para no aburrirse necesita mirar todos los partidos del mundo. En el trabajo, en la casa, durante la cena, en el velorio de la abuela de su esposa: no hay momento ni lugar en el que no haya un partido a mano y Pedro los mira a todos como un poseso, se enciende cuando tiene fútbol frente a los ojos, se llena de energía. El resto del tiempo es pura espera, tiempo vacío, rutina que carece totalmente de interés. La nueva película de Marcos Carnevale (escrita por Carnevale y Adrián Suar) está estructurada como una comedia romántica y se vende como tal, pero hay más cosas dando vueltas en la historia, menos románticas y decididamente menos cómicas.

No es que no aparezcan, uno por uno, todos los elementos que hacen al género: el arco que describe la relación entre Pedro (Adrián Suar) y Verónica (Julieta Díaz), casados hace varios años y padres de dos hijas adolescentes, es el que va del estallido del conflicto a la reconciliación, y la película lo recorre puntual y esquemáticamente. Los personajes se presentan a partir de sus rasgos más característicos: Pedro mira fútbol y lo comparte con amigos (Peto Menahem y Federico D’Elía, apenas bosquejados como cómplices que funcionan en bloque), Verónica se queja y lo señala. Después, todo se va al demonio tanto como es posible, en primer lugar porque a Pedro lo echan del trabajo después de descubrirlo, en las cámaras de vigilancia, mirando partidos en horario laboral en demasiadas ocasiones. Hay un ultimátum que da nombre a la película (“El fútbol o yo”, le dice, literalmente, la señora), hay un grupo de autoayuda para rehabilitarse y una especie de padrino interpretado por Alfredo Casero que busca ser cómico a fuerza de miradas amenazantes y puteadas gritadas a los cuatro vientos. Pero en el medio, lo que se abre como una revelación espantosa es la profunda insatisfacción de esta pareja de casi cuarenta que, según parece, hizo todo bien: tienen la casa, el auto, los trabajos, las hijas. Y al mismo tiempo no saben qué hacer con ellos mismos.

Es cierto que la película se centra en el personaje de Suar, el aburrido por excelencia, que parece gritar goles para no gritar de angustia. En ese sentido, el de Julieta Díaz queda más desdibujado y se reduce a una sola característica: en el partido que Pedro cree estar jugando, Verónica es el árbitro. Ella no juega, marca las faltas. Señala. Vigila. Cumple con esa versión estereotipada de la esposa que ordena, contiene, mantiene a raya la más desbordante, y dada a los excesos o desvíos, energía masculina. Y también se perdió en el camino, no cumplió con los proyectos que tenía y en algún momento -siempre según Pedro- cambió los jeans ajustados por la joggineta. La comedia romántica que hay en El fútbol o yo los hace reencontrarse, no sin enredos de por medio (Pedro cree que ella lo va a engañar con un vecino cool interpretado por Rafael Spregelburd y trata de impedirlo, mientras es seducido a su vez por una bomba rubia a la que le encanta el fútbol). Pero la otra película, mucho más amarga, ofrece una imagen del matrimonio como fuente de toda amargura, especialmente por algo que Verónica le dice a Pedro y que es terrible: “yo debería ser tu pasión”. No se ve bien por dónde ella, que va al cine con su abuelita y reniega mientras pone la comida en la mesa para reunir a la familia, podría apasionar a alguien, pero en todo caso la imagen que da El fútbol o yo del matrimonio como simbiosis entre infelices está repartida entre los dos integrantes de la pareja, es bastante más interesante que la historia del tipo al que le gustaba demasiado el fútbol y deja picando una cuestión mucho más álgida, la de lo profunda y desesperadamente aburrida que es la vida familiar y adulta, y la de cuánto entretenimiento se necesita para soportarla.