Escribía para morir un poco menos. Como las piedritas que trae un niño para mostrar (y al abrir la mano son un puñadito de polvo), así veía su obra una de las mejores cuentistas del siglo XX. La posición de Silvina Ocampo, que alguna vez declaró que por ser la menor de las hermanas se sintió “la etcétera de la familia”, está cambiando sigilosamente, como si tuviera una especie de ubicuo ejército de reserva póstumo para preservar el misterio, a 120 años de su nacimiento, que se cumple este viernes y a 30 de su muerte (14 de diciembre de 1993). Si fue “la gran tapada” por su hermana mayor, Victoria Ocampo, por su marido, Adolfo Bioy Casares, y su amigo, Jorge Luis Borges, la perplejidad y el desconcierto que generan sus relatos al deslizarse de lo familiar hacia lo desconocido, más que reafirmar ese añejo valor de haber sido “el secreto mejor guardado de las letras argentinas” parece postular una narrativa vigorosa y discreta en su manera de construir mundos atravesados por paradojas, sutilezas, ironías y lirismo. Pero además su fascinación por las plantas y animales habilita repensarla en clave botánica y animalista.

La cabrita Blanchette

“A veces un ser humano que parece un animal nos parece más humano que los otros; del mismo modo, un animal que parece un ser humano nos parece más animal que los otros”, escribió en “Inscripciones en la arena”, textos compuestos entre 1950 y 1960. En “Monólogo de un tigre” el cascabel de su agudeza es como una pequeña maravilla: “Nosotros, los animales, nunca nos pusimos de acuerdo sobre la verdadera naturaleza del hombre: algunos insensatos (tal vez, en agradecimiento a los hombres que nos deificaron en otros tiempos) piensan que el hombre es un dios, pero yo y alguno de mis compañeros y enemigos pensamos que es un mero comestible”. El nivel de condensación y observación revela una profunda empatía con los seres que la rodean: “Los grillos con sus cantos dibujan estrellas adentro del agua”. Uno más, entre tantos que se pueden rastrear: “El cielo azul, un árbol y el sonido del rastrillo en las piedras me dan ganas de volver a nacer de nuevo para poder oírlos de otro modo, y sin embargo siempre escuché el cielo, el árbol y el rastrillo sobre las piedras como un recuerdo anterior a mi vida”. En un texto precioso titulado “Blanchette” evoca a una cabrita blanca que le regalaron --le puso Blanchette por el personaje de un cuento de Alphonse Daudet-- cuando tenía cinco años. “Le enseñé a subir las escaleras de la casa, que eran de mármol empinadas, a comer pan de mi bolsillo y a seguirme como un perro”.

Los aniversarios permiten regresar a los libros de una escritora singular. La editorial Lumen acaba de lanzar la “Biblioteca Silvina Ocampo”, una edición al cuidado de Ernesto Montequin, una buena noticia para los lectores que podrán reencontrarse con varios clásicos como Autobiografía de Irene, La furia y Los días de la noche, entre otros títulos, con nuevas cubiertas en las que hay imágenes de Silvina, algunas del archivo de los herederos de la autora, y otras tomadas por grandes fotógrafos argentinos como Aldo Sessa, Pepe Fernández, Daniel Merle y Antonio Capria. El escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) da en el blanco cuando advierte que “la fuerza de la sutil ferocidad de Silvina Ocampo reside en que siempre se mantiene tranquila, impasible, como la de los niños, que no excluye una mirada límpida y una leve sonrisa”. 

La infancia y los mendigos

   La menor de seis hermanas de una de las familias más tradicionales de la Argentina nació el 28 de julio de 1903 en la casa familiar de Viamonte 550. La infancia de Silvina --que fue educada por institutrices inglesas y francesas, por lo que aprendió primero a hablar y a escribir en esos idiomas, antes que en castellano-- transcurrió entre el caserón familiar porteño, la mansión Villa Ocampo en San Isidro, los campos familiares de Pergamino y la estancia Villa Allende en la provincia de Córdoba. Una vez por año la familia viajaba a París, acompañada de sirvientes, y llevaban la vaca arriba del barco para que pudieran tomar leche fresca. “Siempre me pareció que los ricos juegan a ser pobres y que los pobres juegan a ser ricos. Pienso que es porque todos los estados se vuelven prisiones para el hombre. Buscando ser libre, el rico juega a ser pobre; buscando ser libre, el pobre juega a ser rico -comparó-. Con mi madre, en mi infancia, jugábamos a ser pobres: barríamos las hojas del jardín, lavábamos, cocinábamos, mamá se ponía un batón de plumetí, yo un delantal de hilo blanco, regábamos hasta mojarnos los pies y después, una vez terminado el juego, íbamos al cuarto del prisionero: al cuarto de papá, que nos veía llegar tristemente, porque nunca jugaba a ser pobre y no admitía que lo hiciéramos sin un castigo: ‘vayan a arreglarse que vienen visitas’, nos gritaba”.

La infancia como humus de su narrativa está en varios de los cuentos que integran Viaje olvidado (1937). Silvina encontraba en las dependencias de servicio de su casa, en las planchadoras y mucamas que a regañadientes la dejaban jugar a la sirvienta o en el chico a caballo con los pies desnudos del relato “El caballo muerto --que lograba que tres niñas sin nombre, dos de ellas hermanas, corrieran hasta el alambrado por el deseo de verlo-- un cúmulo de experiencias incipientes que forjaron su imaginación y su sensibilidad. Ella misma lo confirmó cuando confesó que se sentía más atraída por los que sufren que por los que son felices; por los pobres que por los ricos (su familia le parecía aburrida); por los que pierden que por los que ganan. Como observa Mariana Enriquez en La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo, no hay período ni época que le fascine más que la infancia; de ahí que tenga tantos cuentos protagonizados por niños asesinos, niños que no quieren crecer, niños suicidas, niños que nacen viejos. Silvina estaba convencida de que los recuerdos más importantes y quizá más fáciles de contar son los de la infancia. “La infancia se vuelve nuestra madre”, dijo a fines de los años 60. Al austríaco Rainer María Rilke se le atribuye una frase que bien podría repetir la “hermana menor”, pero con un agregado fundamental: “La patria es la verdadera infancia del hombre (y de la mujer).

No debería asombrar la inevitable originalidad de Invenciones del recuerdo, una autobiografía en verso libre, única en la literatura argentina, que sí fue una de las mayores sorpresas que depararon las tareas de clasificación de los manuscritos inéditos que dejó la escritora, cuando murió a los 90 años, el 14 de diciembre de 1993. En esas páginas, que ella misma definió como “una historia prenatal” cuya protagonista es una niña, destaca la alegría que sentía cuando llegaban los mendigos y con la complicidad de un sirviente les servía tazas de café con leche y pan y les preguntaba: “Le gusta así o con más leche, señor? ¿Otro terrón de azúcar?”. También en varias entrevistas confirmaba la trascendencia que tuvo ese período vital. “Podré olvidar muchas experiencias de la vida, pero no las de la infancia. Siempre recuerdo aquel verso que dice: ¡Oh, infancia! ¡Oh, amiga! Y lo que importa en él es lo que no dice. Nuestra infancia es ciertamente nuestra amiga, pero nosotros no fuimos amigos de nuestra infancia porque entonces no existíamos como somos ahora”.

Si toda la vida es un proceso de asombros por cosas esperadas o perdidas, se podría decir que Silvina pasó de dibujar las caras que veía –su madre quería que fuese una gran pintora; por eso estudió dibujo y pintura en París con Giorgio De Chirico y con Fernand Léger-- a escribir apelando a una observación que combinaba curiosidad y silencio, sensibilidad e inteligencia con una indómita impertinencia creadora que se materializó especialmente en el cuento, pero que también deslumbra en su poesía, en su novela y en teatro, en libros como Enumeración de la patria, Autobiografía de Irene, Los traidores –escrita en colaboración con J.R. Wilcock--, La furia, Las invitadas, Lo amargo por lo dulce, Los días de la noche, Cornelia frente al espejo y La promesa, “novela fantasmagórica” que permaneció inédita en vida de su autora y que fue publicada por primera vez en 2011.

La fiesta íntima

“Soy analfabeta. ¡Cómo podría publicar este texto! ¡Qué editorial lo recibiría! Creo que sería imposible, a menos que suceda un milagro. Creo en los milagros”, dice la narradora de La promesa, una mujer que naufraga en el océano por “culpa” de un accidente; se resbaló del barco en el que viajaba, cuando se inclinó sobre la baranda para alcanzar un broche que se le había caído y que pendía de su bufanda. La narradora de la novela se propone hacer “un diccionario de recuerdos”, escribir un libro, si se salva, y terminarlo para su próximo cumpleaños. No es un dato menor, en tanto se la suele catalogar como una de las máximas exponentes del género fantástico en el Río de La Plata, que junto a Adolfo Bioy Casares y Borges compilaron la Antología de la literatura fantástica (1940) y que con Bioy escribió la novela policial Los que aman odian (1946). Aunque hoy es reconocida como una de las escritoras más originales de las letras hispanoamericanas, y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, italiano, portugués, danés, chino y árabe, el reconocimiento más significativo que recibió fue el Premio Municipal de Literatura en 1954.

“Una de las mujeres más ricas y extravagantes de la Argentina, una de las escritoras más talentosas y extrañas de la literatura en español: todos esos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio. Nunca trabajó por dinero –no lo necesitaba–, no participó de ningún tipo de actividad política (ni siquiera política cultural), publicó su último libro cuatro años antes de morir (y escribió incluso cuando ya tenía los primeros síntomas de Alzheimer, con casi 90 años) y su vida social, siempre reducida, se iba haciendo nula con los años, algo casi inaudito en una mujer de su clase. El dinero le dio libertad pero nunca pareció demasiado consciente de sus privilegios que, puede decirse, apenas usó”, sugiere Enriquez en La hermana menor.

 

El lugar común de enunciar que quedó a la sombra de Victoria, de Bioy Casares y de Borges elude la complejidad no sólo de la obra, sino también de la posición de Silvina, quien como escritora parece haber elegido ese “segundo plano” en la literatura argentina para ser la artífice de un misterio que convierte cada nueva lectura o relectura en una fiesta íntima, tan intensa como una entrañable música del pasado que está siempre conectándonos con el futuro.

Once títulos de una escritora fantástica

A 120 años del nacimiento de la escritora Silvina Ocampo y 30 de su muerte, Lumen relanza su obra y algunos textos inéditos. Releída en la actualidad como exponente del género fantástico, Silvina Ocampo logra afirmar su valor como “el secreto mejor guardado de las letras argentinas”. Esta biblioteca será muy bien recibida por los lectores, para los que será de gran alegría volver a tener acceso a estos títulos, y con nuevas cubiertas en las que hay imágenes de Silvina Ocampo, algunas del archivo de los herederos de la autora, y otras tomadas por grandes fotógrafos argentinos como Aldo Sessa, Pepe Fernández, Daniel Merle y Antonio Capria.

 

En este mes salieron once títulos: La promesa, Autobiografía de Irene, Las repeticiones y otros relatos inéditos, El dibujo del tiempo, Ejércitos de la oscuridad, Las invitadas, Cornelia junto al espejo, La torre sin fin, La furia, Los días de la noche e Invenciones del recuerdo. Una de las novedades de la edición es que cada volumen tendrá nuevas cubiertas con imágenes de la autora: algunas pertenecen al archivo de sus herederos y otras fueron capturadas por importantes fotógrafos argentinos como Aldo Sessa, Pepe Fernández, Daniel Merle y Antonio CapriaLa promesa, novela que permaneció inédita en vida de la escritora, está narrada por la actriz y directora Dolores Fonzi en audiolibro. “Creo que como mujer artista argentina es imposible no haber transitado en algún momento de tu vida a Silvina Ocampo. Es parte de la memoria colectiva de nuestra sociedad”, declaró Fonzi.