La restitución de un nieto, el traslado de la estatua de Roca en Bariloche y el anuncio de un acuerdo de coyuntura con el Fondo Monetario Internacional. Si se junta todo esto que pasó en pocos días no sale un pastiche: sale Argentina. Y podría agregarse más, como el tercer Malón de la Paz que se aproxima a la ciudad de Buenos Aires y una interna preelectoral en la que se arrojan muertos por la cabeza. En la capacidad de zurcir esos retazos puede haber una pista para asumir una realidad y encontrar respuestas para el futuro.

Nunca dejará de ser motivo de asombro y alegría la recuperación de la identidad de un nieto apropiado por la dictadura. No se trata de un problema individual del hijo de Julio Santucho y Cristina Navajas. Cada nieto recuperado interpela a todos los argentinos. Son 133 veces y todas las que faltan. Hay candidatos en las próximas elecciones que reivindican a los genocidas de la dictadura militar, como la aspirante a vicepresidenta de Javier Milei.

En esa candidatura y en todas las que despunta la defensa de los genocidas, --como en el gobierno de Mauricio Macri cuando se intentó aplicarles el dos por uno y ponerlos en libertad-- hay una intención de repetir esa tragedia. Es el país cementerio, el país de la represión y el silencio y al que aspiran. No son muchos, más bien una marcada minoría, pero son muchos los que ya restan importancia a esa tragedia como si creyeran ilusamente que forma parte del pasado.

Reducir la tragedia al hecho coyuntural de una campaña electoral sería una torpeza, aunque también la atraviesa. Se trata de visualizar que existe en la matriz de conformación del país, como hecho posible, la violencia de los poderosos ejercida sin límites ni piedad sobre los que se interpusieron en sus metas. Son incrustaciones en un sentido común de la historia, muchas veces disfrazadas de progreso, otras como mal menor, y otras directamente como impulso de superioridad cultural o de supuesto acto de defensa propia ante las víctimas de ese crimen.

Los criminales y sus víctimas han conformado un aspecto de esta construcción histórica que es el país y en cada decisión los argentinos deciden, más allá de nombres y protagonistas, cuál es la esencia que descartan y la que rescatan.

¿Es una casualidad que se plantee el debate sobre la estatua de Roca en la plaza central de Bariloche, en el sur, y que desde el norte avance el tercer Malón de la Paz de los pueblos indígenas para reclamar contra una Constitución provincial que les niega derechos de propiedad sobre sus tierras ancestrales?

En algunos casos el problema involucra tierras ancestrales en general, sobre las que la Constitución nacional otorga prioridad a los pueblos indígenas en el reclamo de la propiedad, en tanto que la Constitución provincial que acaba de aprobar entre gallos y medianoche el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, les retira ese derecho, y los reemplaza por el Ejecutivo provincial.

En otros casos el reclamo apunta al daño ambiental que está produciendo la explotación minera, que afecta el agua, la fauna y la flora del medio que habitan. Y en otros, directamente se oponen a la explotación minera por cuestiones religiosas que articulan sus relaciones como seres humanos con la Naturaleza.

Detrás de la movida de Morales está el boom del litio, que crecerá exponencialmente en los próximos años y afectará otras tierras de los pueblos originarios. El mandato del progreso impone la explotación del litio, regulado o sin regular, como hasta ahora.

Es una encrucijada. Domingo Faustino Sarmiento, Nicolás Avellaneda y Julio Roca, a pesar de ser provincianos y en algunos casos de origen humilde, representaron la irrupción del capitalismo en su máxima expresión que, a su manera, era visto como el “progresismo” de aquella época, y sentaron las bases institucionales que requería la sociedad para dar ese salto. Es conocido el papel que tuvieron Sarmiento y Roca en el intento de hacer desaparecer a indígenas y gauchos a los que consideraban obstáculos de ese progreso.

Juan Manuel de Rosas y el mismo general San Martín ofrecían otras miradas sobre los pueblos indígenas. Rosas se inclinaba por el diálogo con esas comunidades. Y San Martín les reconocía el papel que tuvieron en los ejércitos de la independencia. Pero primó el exterminio. Para eso había que deshumanizar al que sería exterminado.

Los que reivindican a Roca afirman que si no hubiera hecho la llamada “Campaña del desierto”, la Patagonia sería chilena, una afirmación contrafáctica improbable. Roca incorporó grandes extensiones de tierra para que la oligarquía argentina realizara su proyecto de granero y abastecedor de alimentos de las economías centrales. Y ni siquiera lo hizo como una guerra de conquista, sino de exterminio. Fue un genocidio.

Antes, el país venía de otro genocidio “ejemplificador”, el del pueblo paraguayo, inducido por Gran Bretaña, el imperio colonizador principal de la época. El exterminio del adversario está mezclado en esa fragua histórica como una semilla insana que busca repetirse y reaparece cada tanto en algunos discursos de la política que después germinan en prácticas de violencia institucional.

Cuando el paradigma del progreso sin fin choca contra la realidad de que no puede ser infinito si sus bases materiales son finitas, pone al mundo ante una catástrofe climática y ambiental que obliga a replantear uno de los cimientos del sistema. Parece exagerado, pero en realidad, la idea del progreso infinito se inserta no solamente en el neoliberalismo, donde tiene su máximo exponente, sino que también campeó en los viejos ideales del socialismo y también en otros movimientos populares. En reemplazo de esa idea, los pueblos originarios plantean el concepto del buen vivir que implica una transformación civilizatoria profunda.

El litio está en el centro del conflicto jujeño y en la ambición de las economías centrales, al igual que el gas de Vaca Muerta. El viernes se anunció el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para evitar una devaluación, más ajuste y para sacarlo del escenario electoral. Los acreedores, como el Fondo, también creen en su progreso infinito y ya ven en las riquezas naturales de Argentina una forma de asegurarlo.

Las tapas de los diarios de ayer se indignaron con el retiro de la estatua de Roca en el sur. Casi no hablaron de la gran movilización indígena que viene del Norte. Y antes se regodearon con el recuerdo de los muertos del 18 y 19 de diciembre de 2001 por la represión del gobierno de Fernando de la Rúa, que integró Patricia Bullrich, y con la respuesta del campamento bullrichista con el suicidio del médico René Favaloro, supuestamente porque el PAMI que dirigía Horacio Rodríguez Larreta no le había pagado lo que le debía. La deshumanización del adversario termina en simple deshumanización, en una cultura política que arroja muertos a veces reales, a veces inventados. La muerte como argumento ha sido funcional para el surgimiento del PRO y ahora la usan en su interna.