A Raúl Noro

Toda la teoría freudiana trata sobre el sentido, sobre la inabarcable riqueza de la significatividad de nuestras palabras y conductas. Lo que sentimos y pensamos, entonces, se anuda a una diversidad semántica. Solo el sentido, de hecho, con su compleja composición, nos sustrae de la indiferencia, pues ésta, en su doble acepción, reúne lo no diferenciado y lo no significativo.

Más aun, analistas y pensadores de otras tradiciones nos enredamos en debates sobre el origen y destino de los sentidos, si acaso están constituidos o se producen, si los interpretamos o creamos y, también, sobre su inasible materialidad. Como sea, los sentidos se hilvanan con la humana belleza del diálogo, es decir, con la humana necesidad de compartir.

Cuando logramos recuperarnos del horror, no nos preguntamos por qué la derecha pretende realizar su histórica depredación, sino cómo llegamos a que la supresión de derechos forme parte explícita de una campaña. ¿Cómo es que el discurso político ha logrado que decir, por ejemplo,“vamos a eliminar la indemnización laboral” sea un modo de conquistar votos?

El racismo es constitutivo de un sector de la política argentina y, en consecuencia, el odio se expresa, se distribuye y construye círculos de expansión. Las categorías explicativas son sustituidas por el estigma y la argumentación se diluyó en la catarsis de infamias sin pausa.

El odio inevitablemente retorna sobre todos aquellos que lo reproducen, en un hueco intento de mimesis con quien funge de omnipotente. Sin embargo, el circuito continúa, ya que la energía concluye en la consunción de uno mismo y, en su desenlace, la violencia deviene en indiferencia por autofagocitación.

Entonces, ahora, tal vez podamos alcanzar una tenue comprensión, toda vez que intuimos que aquel odio no es más que un vehículo, y no un destino. La intensidad de los impulsos aniquilantes, pues, tiene aun otro norte y es producir y reforzar la indiferencia.

He aquí el propósito de la derecha, que tras el festival de la ira, todos acabemos sintiendo que nada vale la pena, que nada tiene sentido. Solo así, y solo por eso, tantos sujetos podrán votar por aquellos que les prometen que en caso de ser despedidos ya no cobrarán indemnización alguna, que no habrá ningún derecho que los asista.

En efecto, el trabajo ha sido despojado de todo valor. El país se divide, al cabo, entre quienes no lo tienen y quienes trabajando no llegan a fin de mes. Por imposibilidad, el ahorro ha quedado como una antigua experiencia antropológica, el deseo de proyectarse hacia un futuro mejor por vía del trabajo permanece junto con las fotos de nuestros padres y abuelos.

Por razones de espacio, me limito a ilustrar la hipótesis solo con el ejemplo de las persistentes vivencias laborales. No obstante, los territorios conquistados por la indiferencia se multiplican. Pensemos, si no, qué sucede en el mundo de la justicia con la presunción de inocencia o, también, con los crecientes niveles de ausentismo en las elecciones.

Freud sostuvo que la salud reúne algo de la neurosis, en tanto no niega la realidad, y algo de la psicosis, en tanto procura transformarla. En nuestro presente, sospechamos angustiosamente, vivimos una normalidad que ha invertido tales componentes. En efecto, hoy parece que negamos la realidad, al tiempo que ya no intentamos transformarla.

De allí derivemos, en esta hora y antes de que definitivamente sea tarde, las coordenadas para la batalla. Recuperemos el sentido, pues solo a través de él, repito, nos rescataremos de la indiferencia, solo así podremos recuperar lo diferente y lo significativo. Si no emprendemos este camino, ya no deberemos sorprendernos cuando nos preguntemos por qué para tantos sujetos la palabra derechos no significa nada.

Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.