La llegada a la “gran ciudad” de una persona proveniente de algún pequeño pueblo es un tópico con el que la ficción –de aquí, de allá y de afuera también– ha insistido una y otra vez. La imposibilidad del recién llegado –por lo general pueblerino y temeroso– de adaptarse a las costumbres urbanas es un disparador APTG (Apto Para Todo Género). Por lo general, la historia de contrastes iniciales termina edulcorada por desenlaces más cercanos al romanticismo de los relatos que a la hostilidad del mundo real. La “realización” de quien buscaba un futuro mejor al pasado que dejaba atrás se suele imponer. No parece ser ese –o al menos no resulta ser tan claro– el destino de Nelson (Peter Lanzani), el protagonista de Un gallo para Esculapio, la serie que se aleja del relato pasteurizado que suele cautivar a la pantalla chica local para aventurarse en una historia que respira el aire contaminado de los márgenes de una sociedad irredenta.  

La marginalidad que ilumina Un gallo para Esculapio (los martes a las 22 en TNT, los miércoles a las 23.15 en Telefe y disponible íntegramente en Cablevisión Flow) no está vinculada únicamente al delito, a esa banda de piratas del asfalto argenta que comanda Chelo Esculapio (un brillante Luis Brandoni). Hay algo en la flamante producción de Underground que la vuelve marginal no sólo por la ilegalidad que signa la vida de buena parte de sus personajes, entre los que se codean profesionales del delito con “códigos” con embusteros de barrio, “buscas” de poca monta con inquietos sin rumbo que sólo desean dinero rápido y fácil. El universo lateral que retrata Un gallo para Esculapio asume la transgresión de volverse marginal por el simple hecho de abandonar la paleta de colores pastel con los que suele pintar el mundo la (golpeada) ficción local. Correrse de la escenografía palermitana y de los problemas burgueses de la porteña clase media psicoanalizada potencia una trama que abandona la comodidad del diván para mostrar la espesura de la esquina.

En el debut, Un gallo para Esculapio mostró las líneas de un trama que se centra en Nelson, un joven que desde su Misiones natal llega a la estación de ómnibus de Liniers para encontrarse con su hermano. El problema es que Roque nunca aparece, por lo que Nelson empieza el duro e incierto camino de encontrar al único contacto que tiene en un mundo que rápidamente le muestra su hostilidad, exponiéndose a sus propios temores y a los que se le cruzan a cada paso. Su único compañero es “Van Dan”, un potente gallo de riña que termina por convertirse en su única compañía. No sólo eso: “Van Dan” es, además, la fuente de sus únicos ingresos, a partir de su capacidad para salir victorioso en las ilegales riñas de gallos. Ganar dinero fácil proveniente de las apuestas clandestinas alrededor de su compañero, parece ser la razón de su desembarco. 

La búsqueda desesperada de su hermano –el muchacho apela, incluso, a una propaladora de barrio para dar con él– llevan a Nelson a relacionarse con Chelo Esculapio, el capo de la banda de piratas de asfalto, las apuestas clandestinas alrededor de la riña de gallos y de cuanto negocio ilegal se le cruce en su camino. En la profundidad de ese universo tan áspero como distante, Nelson se hará camino al andar y a los golpes (en un sentido metafórico pero también literal). Entre la ingenuidad campechana y cierta rusticidad formativa (registro que Lanzani supo abordar con practicidad en el debut), Nelson deberá crear en tiempo express los anticuerpos sociales que le permitan sobrevivir a esa comunidad a la que cayó sin proponérselo. “A este pibe le das un ladrillo y te construye un edificio”, lo define Chelo, valiéndose de su olfato delictivo. 

Dirigida y escrita –junto a Ariel Staltari– por Bruno Stagnaro, el mismo que hace 17 años estuvo detrás de Okupas (2000), Un gallo para Esculapio construye una ficción a la que le interesan los márgenes, pero diferenciándose de aquel unitario disruptivo. Si Okupas iluminó el complejo estadío de un grupo de jóvenes a los que el sistema los había expulsados (post noventa), mostrando su lado más sarpado, en esta nueva serie la trama avanza sobre la dinámica de una banda de piratas del asfalto que incluye a los anteriores pero no se limita a ellos. Incluso, la mirada resulta más compleja que aquella ficción que se emitió por Canal 7, en el hecho de que Chelo aparenta ser un “ciudadano de bien”, padre de familia que lleva a su hija al pediatra y lejos está de levantar sospechas entre sus vecinos. 

En un primer episodio en el que hubo intensidad dramática pero también humor, Un gallo para Esculapio plasmó una presentación impecable, en la que ningún aspecto fue librado al azar. Desde la magnífica puesta de cámara, con una dirección de arte que no por estar a tono con la periferia que la trama necesita le fue esquivo a la belleza, el debut mostró estar a la altura de la calidad de las series que hoy mantienen en vilo a espectadores de todo el globo. Rodada íntegramente en exteriores, la serie transpiró Conurbano, con paisajes reconocibles que fueron explotados al máximo con persecuciones y planos que por momentos trasladó a los televidentes a una suerte de road movie. Esa estética maridó armoniosamente con esa suerte de mafia rastrera y sucia que encabeza Chelo. El capítulo midió en Telefe 11,7 puntos de rating, una interesante audiencia teniendo en cuenta que había sido emitido un día antes en TNT, y que finalizó media hora después de la medianoche. 

Alumbrando una parte de la realidad argentina, sin regodearse en la marginalidad construyendo una historia sin trama, Un gallo para Esculapio  pone en pantalla la sociedad que la ficción argentina prefiere ocultar. O, en todo caso, encapsula su problemática a comunidades cerradas (en la cárcel, como fue el caso de El marginal o Tumberos, o en neuropsiquiátricos, como Sol negro), alejadas de la cotidianidad de los televidentes, como una forma de aliviar sus conciencias.