En 2001, cuando ocurrió el homicidio que le adjudican, Cristina Vázquez, estuvo presa un mes. En 2002, siete meses. En 2003, otros dos más. “Salía por falta de mérito, siempre. Se hicieron todas las pruebas científicas, y no hay rastros míos en el lugar del crimen”, dice la joven a este diario. Por cuarta vez, volvieron a encarcelarla en 2008 y desde entonces, no salió: dos años después, en 2010, llegó la condena a perpetua. La pesadilla comenzó cuando tenía 19 años. 

Cristina conoce el expediente de memoria. “Tuve que aprender”, dice y se refiere a los términos jurídicos, al lenguaje críptico de los jueces. Aprendió también a hacer pedidos de audiencias y se los hace a sus compañeras de pabellón.

Como otros fines de semana, ese sábado 28 de julio de 2001, cuando su vecina fue asesinada por la noche, ella se había ido –dice– a lo de una amiga, en Garupá, localidad cercana a Posadas. “El papá de mi amiga tiene un hogar de niños y yo iba muy seguido. Me vio mucha gente, los chicos del hogar. Mi amiga y su papá declararon. Pero no alcanzó”, recuerda Cristina. Lleva nueve años en la cárcel de Villa Lanús, en las afueras de Posadas, donde comparte el pabellón con Victoria Aguirre, la joven acusada de matar a su hijita, que sostiene que fue su pareja, en un contexto de violencia de género, quien le pegó el golpe que la dejó sin vida. Se hicieron amigas, compinches.

–¿Qué siente una persona condenada injustamente? –le preguntó este diario.

–Mucha impotencia. Y todo lo que se te pueda ocurrir, angustia, tristeza. Siempre luché por mi libertad y por la verdad. Yo no maté a esa mujer. Peleo por mi inocencia.

En la cárcel habla con una psiquiatra. “Es con la que más feeling tengo”, cuenta. A veces, la llama llorando a la abogada Indiana Guereño, de la Asociación Pensamiento Penal, y le dice que no aguanta más. Guereño la escucha, la contiene, trata de hacerla sonreír.

Su papá trabajaba en Contaduría General de la provincia, pero tuvo un infarto y no la puede visitar más. Su mamá es ama de casa. Ella y su otra hija, hermana de Cristina, de 27 años, la van a ver cada fin de semana. En el encierro, pinta sobre telas, hace almohadones, teje crochet, estudia, juega al voley. Dice que sueña con estar con sus padres en un almuerzo, tener un hijo y formar un hogar. Pero le cuesta proyectar. “No sé lo que va a pasar. Esa incertidumbre es terrible”.