The Quiet Girl                  7 puntos

An Cailín Ciúin, Irlanda, 2022.

Dirección y guion: Colm Bairéad, basado en la novela corta Tres luces, de Claire Keegan.

Fotografía: Kate McCullough.

Musica: Stephen Rennicks.

Intérpretes: Catherine Clinch, Carrie Crowley, Andrew Bennett, Michael Patric, Kate Nic Chonaonaigh.

Duración: 94 minutos.

Estreno: en salas únicamente.

En inglés, para acompañar un sustantivo femenino, el adjetivo quiet tiene varias acepciones, similares y complementarias: silenciosa, suave, tranquila, discreta, escondida incluso. Todas ellas son características de Cáit, la niña de nueve años protagonista absoluta de The Quiet Girl, opera prima del director irlandés Colm Bairéad, que tuvo su estreno en la Berlinale 2022 y que en marzo pasado compitió por el Oscar al Mejor Film Internacional, porque a diferencia de otras películas irlandeses que también concursaron este año (Los espíritus de la isla, el corto ganador An Irish Goodbye), la de Bairéad está completamente hablada en gaélico.

Si no fuera por algunos mínimos detalles, que asoman fugazmente aquí y allá, es casi imposible discernir que la película transcurre en 1981. La zona rural en la que se desarrolla la triste existencia de Cáit parece casi detenida en el tiempo, lo mismo que su familia misma, que vive en una pobreza rayana en la miseria. Cáit tiene varias hermanas mayores, también alguna menor y su madre está por dar nuevamente a luz, por lo que decide enviarla a la granja de una prima pudiente sin hijos, a la que la niña no conoce, para que se quede allí al menos durante todo el verano. Sucede que Cáit es una chica no sólo callada sino muy sensible –moja la cama todas las noches, es el bicho raro de la escuela- y por lo tanto, en ese ambiente hostil y montaraz, es un problema que nadie entiende.

Basada en la novela corta Tres luces, de Claire Keegan, publicada en castellano por Eterna Cadencia, con traducción de Jorge Fondebrider, la película utiliza la primera persona singular en la que está escrito el texto para consolidar su punto de vista. Es a través de los ojos de Cáit que vemos en escorzo el largo camino a través del cual su padre –tan hosco que deja en claro que preferiría no serlo- la lleva hacia ese destino desconocido. Y es con la mirada de Cáit también que descubrimos muy paulatinamente que detrás del matrimonio que la recibe, también ellos silenciosos y austeros, no hay animosidad ni indiferencia, sino un dolor que no se atreven a expresar. La mujer (“The Woman” en el texto de Keegan) le explica a Cáit -mientras la baña tiernamente y le cepilla el pelo- que no tiene nada que temer, que en esa casa no hay secretos. “Donde hay secretos hay vergüenza y la vergüenza es algo de lo que podemos prescindir”, le dice con convicción. Quizás no haya secretos en esa casa, pero hay mucho de lo que no se habla.

La virtud de la puesta en escena del director Colm Bairéad es dejar que los escenarios y la actitud de sus personajes hablen por sí mismos. Hay algo en esa casa espaciosa y radiante (todo lo contrario de donde Cáit viene) que habla de soledad y tristeza. La mujer es siempre cálida y afectuosa, en particular en comparación con la madre de Cáit, pero asoma en ella una fragilidad latente. Y su marido, a pesar de su reserva inicial, que lo hace casi brusco, dejará ir mostrando de a poco unos sentimientos que tiene guardados en lo más profundo de sí.

Todo el elenco es estupendo, a tal punto de que nadie allí pareciera estar actuando, sino que hubieran salido de esa tierra yerma para materializarse en la película, de un sobrio clasicismo. Pero el pilar sobre el que se sostiene The Quiet Girl es, previsiblemente, su protagonista, la niña Catherine Clinch, de pelo oscuro y ojos azules, con una piel tan blanca que su rostro anguloso parece una porcelana a punto de quebrarse. Hay algo en ella –cierto misterio interior- que recuerda a la española Ana Torrent, más a la de El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, que a la de Cría cuervos (1976), de Carlos Saura. Por eso mismo, no hacía falta que el director Bairéad condescendiera en un par de ocasiones a filmarla corriendo feliz en cámara lenta, un recurso demodé del cual pudo haber prescindido y que rompe –apenas, es cierto- el rigor y el pudor que imperan en su primer largometraje.