Esa mañana de miércoles venía teniendo la rutina de siempre dentro de la cárcel de Devoto. Dejamos los documentos y los celulares, pasamos el detector de la entrada y nos entregaron el carnet de profesores. En el segundo control, donde el penitenciario anotaba nuestros nombres a mano en un libro de actas, me detuve en el letrero que colgaba de una de las puertas laterales. Decía Requisa pintado con la misma letra cursiva que usan en los bares para señalizar los baños cuando los llaman Toilette. Como todos los miércoles, me pregunté qué habría detrás de esa puerta. Hasta ese día, solo había llegado a adivinar el peso detrás de la palabra por algún gesto que se imprimía en la voz de los alumnos al pronunciarla. 

–Ayer hubo requisa, decían. En primera instancia, lo que nosotras entendíamos era que en la requisa les habían destrozado el material de lectura, sus cuentos recién escritos. Entonces había que volver a empezar, había que reescribir, seguir avanzando. La palabra requisa, cada tanto, era parte de la ficción que escribían, sin embargo nunca ocupaba un lugar privilegiado dentro de la descripción sino que surgía como un escenario conocido, apenas nombrado, pero que indefectiblemente siempre traía aparejada una pérdida. Por eso tantas veces, durante el primer año, las profesoras nos llevábamos todo lo que se escribiera en el encuentro de ese día. 

A veces costaba que nos entregaran el material, pero nosotras insistíamos a fuerza de brazo extendido. Lo importante era que no se perdiera. Para salvar los escritos, lo pasábamos a word y después se los devolvíamos en mano, aunque en varias ocasiones –traslado sorpresivo de por medio– el autor no llegaba a reencontrarse con su texto. De alguna manera, ese desencuentro también era consecuencia de la requisa. Palabra de letrero, palabra dada por sabida, a pesar de determinara nuestro modo y rutina de  trabajo lo cierto es que el pudor hacia el dolor intuido y ajeno hizo que nunca les preguntara exactamente cómo era en verdad una requisa. 

Pero ese miércoles, cuando ya estábamos a dos rejas de entrar al CUD (Centro Universitario Devoto), nos retuvieron un buen rato. No entendíamos lo que pasaba hasta que el ruido lo explicó todo. De los pabellones estaba saliendo una columna de uniformes negros que se hacía oír antes de ser vista. Escudos, botas y cascos antidisturbios marchando a golpe de garrote contra en el piso. Nos quedamos inmóviles sin proponérnoslo. Uno de ellos, al pasar a nuestro lado y percibir el olor del miedo, levantó su garrote hacia nosotras en un gesto de amenaza y burla. 

Ahí estaba el cuerpo de requisa en su esencia, alimentándose del goce de generar terror. Una de las rutinas de disciplinamiento físicas y simbólicas más violentas que existen dentro de la cárcel y que tiene como primer objetivo destruir todas las formas de supervivencia de lo humano en el encierro. Tratar de convertir al otro en una nada, en un cuerpo indefenso y humillado. Por eso el ensañamiento no solo es físico sino que se extiende a todo lo que pueda tener un valor emocional, personal, de resistencia. Por eso el objetivo a destruir son también las fotos, las cartas, los libros, los cuadernos de clase, el orden de un rancho construido dentro del caos, los dibujos de los hijos luego de un día de visita. 

Cuando el cuerpo de requisa entra al centro universitario, o a las escuelas medias y secundarias dentro de la cárcel, la necesidad de daño aumenta en la misma proporción que el resentimiento que lo mueve. Destrozan computadoras, bibliotecas, mesas de estudio, cuadernos, desmantelan las aulas para plantar pruebas. Tratando de desprestigiar a las instituciones que entran a la cárcel con la certeza de que para convertir en garantía la promesa jurídica del derecho a la educación hay que llegar hasta ahí, hasta esa frontera de lo humano donde el servicio penitenciario se empeña día a día para que miles de hombres y mujeres pierdan su condición de personas.

El pasado viernes 28 de julio una de estas patotas entró por última vez al CUD sin autorización de la UBA y los profesores se enteraron el lunes siguiente, cuando fueron a dar clases y se encontraron con las aulas destrozadas. No fue la primera, ni la peor ni será la última de las requisas. La de diciembre de 2010 ocurrió mientras los profesores estaban dando clases,  algo que nunca había sucedido en la historia del Programa. El SPF suspendió el dictado de materias y los estudiantes sostuvieron durante 54 días una huelga de hambre defendiendo cuerpo a cuerpo ese derecho a la educación que en libertad, para los sectores más castigados, nunca fue otra cosa más que un privilegio.

–Cada vez que ustedes entran nosotros salimos –nos dijo alguna vez un alumno del taller de narrativa de la cárcel de Devoto. 

El cuerpo de requisa lo sabe, y se envenena con la sola idea de que esos otros puedan estudiar, proyectar un futuro en libertad alejado del delito, aprendiendo un oficio o recibiéndose de alguna carrera mientras ellos, entrando a la cárcel de uniforme pero llegados muchas veces del mismo barrio, se quedan ahí encerrados en su tarea de reducir a escombros la vida a cada paso.

Margen de los márgenes, se piensa que la cárcel no le importa a nadie o que a lo sumo es una preocupación de nichos. Pero esto no es tan así, porque la cárcel le  importa a los detenidos y a sus familiares, a esa parte del cuerpo judicial que nace, crece y se reproduce gracias al delito nuestro de cada día. A las instituciones educativas que entran con profesores militantes en su tarea y con los que trabajan en las cárceles porque son horas que nadie toma y es preciso engordar, aunque más no sea de a gramos, el salario percibido a fin de mes. A la cárcel entran los investigadores por sus tesis y los representantes de la institución literaria que se cuelan en el bajofondo de la experiencia en primera para encontrar personajes y tramas creíbles. Están las instituciones que entran para denunciar, registrar y tratar de frenar el ejercicio de la violencia y de la tortura sistemática que practica el poder disciplinario intramuros –un poder delegado por el conjunto de la sociedad, que en el mejor de los casos entiende la seguridad como una administración eficaz del castigo, o se inclina por el linchamiento a mano propia–. 

La mayoría de los presos condenados en Argentina pasaron la infancia en hogares violentos, se hicieron adultos con un arma en la mano, se fueron de la casa antes de los 15, son padres, tuvieron trabajos de baja calificación y tienen entre 18 y 30 años. Los datos surgen de un estudio que hizo el Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (CELIV) de la Universidad Tres de Febrero. Sin embargo hay datos que no están, ni siquiera los organismos que trabajan en contextos de encierro han podido acceder a ellos. En un país que cuenta en su haber con más de 30 mil desaparecidos en dictadura –y democracia– no existe un registro completo de la totalidad de personas privadas de su libertad por parte del Estado argentino. No hay información permanente ni actualizada sobre la situación que atraviesan las personas detenidas en cárceles de servicios penitenciarios provinciales, y menos aun se conoce cuántos están en comisarías, en centros de detención de Gendarmeria ni de Prefectura. Lo que sí hay es una política de desinformación sostenida por todos los gobiernos democráticos que hemos tenido, sin voluntad de exterminar estas prácticas y quistes de la dictadura. 

Visibilizar la cárcel es tan difícil como ocultarla. Y es por esa paradoja de gigante invisible que –con mayor o menor intención– cada una de las personas que llegan de “afuera” está sacando la cárcel a la calle cada vez que entra. El Centro Universitario de Devoto, blanco preferido de la prensa al servicio del poder de turno, es una embajada de la UBA intramuros, un espacio autónomo con gobierno propio y elecciones anuales, que comenzó a funcionar ni bien inaugurada la democracia a pedido de una madre desesperada porque su hijo pudiera terminar los estudios mientras estaba adentro. Paradójicamente, los primeros profesores que entraron a la cárcel fueron los recién llegados del exilio. La relación actual entre cárcel y dictadura tiene un común denominador: la violación sistemática de los derechos humanos frente a una sociedad a la que se le acaba el tiempo para sacarse la venda, mirar esa herida colectiva de frente, y cuestionarse en profundidad qué hacer con ella.