Bernardino Rivadavia (1780-1845), considerado el primer presidente argentino, fue un porteño sin estudios completos de nada, que a los 29 años se casó con la hija del Virrey del Pino, participó del Cabildo Abierto del 22 de Mayo y después votó contra la continuidad del virrey. Entre saavedristas y morenistas tomó partido por estos últimos pero en el primer Triunvirato fue nombrado Secretario de Gobierno y de Guerra. Sinuoso y oportunista, es magistral la biografía que de él estableció Felipe Pigna.

Maestro en el arte de la elusión, Don Bernardino se borró por años de la escena política, hasta que el Director Supremo, Gervasio Posadas, le encargó en 1814 una misión diplomática a Europa en busca de apoyos para la revolución, junto con Manuel Belgrano. El fracaso fue rotundo y Belgrano regresó, pero Rivadavia se radicó en Londres hasta 1820.

A su regreso Martín Rodríguez, desde 1821 gobernador titular de Buenos Aires y con facultades extraordinarias, lo designó Ministro de Gobierno, que entonces equivalía a ser un Primer Ministro.

Volvió de Inglaterra fascinado por las teorías económicas y políticas de la revolución industrial, y fuertemente influenciado por las ideas de Adam Smith, David Ricardo, Locke y otros pensadores. Enamorado de todo lo británico, su ya macizo liberalismo lo indujo a aplicar, ya siendo ministro, una serie de reformas que buscaban modificar al Estado Bonaerense y su relación con el poder eclesiástico. Así, suprimió fueros y confiscó propiedades de órdenes religiosas y, como enseña Pigna, “creó instituciones que competían en áreas de poder e influencia que habían sido patrimonio de la Iglesia: fundó la Universidad de Buenos Aires, la Sociedad de Beneficencia y el Colegio de Ciencias Morales”.

Por su influencia e iniciativa, logró que el gobierno de Buenos Aires contratara en 1824 un empréstito con la banca Baring Brothers por un millón de libras.

Originalmente tomado para crear pueblos en la frontera con los pueblos originarios y fundar un Banco y un puerto, ese dinero no se destinó a obras públicas sino que se dilapidó en gastos improductivos. Pigna dixit: “Para 1904, cuando se terminó de pagar el crédito, la Argentina había abonado a la Casa Baring Brothers la suma de 23.734.766 pesos fuertes. Todas las tierras públicas de la provincia quedaron hipotecadas como garantía del empréstito. Rivadavia decidió entonces aplicar el sistema de 'enfiteusis' por el cual los productores rurales podrían ocupar y hacer producir las tierras públicas (aunque) no como propietarios sino como arrendatarios”.

Ese tratado fue impuesto por Inglaterra como requisito para reconocer nuestra independencia y, firmado el 2 de febrero de 1825, selló el destino de nuestro país como nación dependiente de una metrópoli, que en ese caso le asignó un papel inamovible en la división del trabajo que imponía al mundo: el de simple productor de materias primas y comprador de manufacturas.

Ya a partir de 1823 la Provincia había impulsado un nuevo Congreso tendiente al dictado de una Constitución que permitiese organizar al país. Se buscaba además apoyo para solucionar el grave problema de la Banda Oriental, que había sido incorporada al Brasil con el nombre de Provincia Cisplatina.

La iniciativa prosperó y en diciembre de 1824 todas las provincias enviaron representantes –incluidos de la Banda Oriental, Misiones y Tarija– a sesionar en Buenos Aires, cuyo gobierno era ejercido por el General Las Heras. Ese Congreso tomó medidas como la Ley Fundamental, la Ley de Presidencia y la Ley de Capital del Estado. La primera, de 1825, dio a las provincias la posibilidad de regirse por sus propias instituciones hasta la promulgación de una Constitución Nacional. Lo que se frustró al año siguiente con la creación del cargo de Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata y la imposición del candidato del puerto porteño: Rivadavia. Lo que fue obviamente rechazado por las provincias, opuestas a la tendencia unitaria.

Y para colmo el ministro plenipotenciario inglés, John Ponsonby, fue recibido por Rivadavia el 1º de setiembre de 1826, con guardia de honor y salvas de artillería. Y en diciembre de ese año se aprobó una Constitución tan centralizadora que, como en 1819, fue rechazada por caudillos y pueblos del interior. Rivadavia renunció en junio de 1827 y pocos días después se disolvió el poder nacional y se reanudaron las guerras civiles.

Rivadavia se retiró de la vida pública y en 1829 se fue a Francia sin su familia, que quedó en Buenos Aires. Murió el 2 de septiembre de 1845, tras pedir que su cuerpo "no volviera jamás a Buenos Aires". Algo que sin embargo no consiguió: sus restos fueron repatriados en 1857 y desde 1932 están en el mausoleo –obra del escultor Rogelio Yrurtia–, levantado en Plaza Miserere por el gobierno del primer dictador argentino y golpista del Siglo 20, el General José Félix Uriburu.

Hoy aquí, en la Argentina del Siglo 21, con el país exhausto y el pueblo empobrecido, y con amenazas por todos lados, pareciera que inagotables bandadas de buitres se repotencian auspiciados por jueces y cipayos empeñados en interminables intentos para someter a una nación cuyo pecado, constante y reiterado, es que cada dos por tres –para decirlo en criollo y fácil– se empeña en dispararse balazos en los pies. Como cuando se enfrenta, como hoy, a la pavorosa opción de votar a, por lo menos, dos delirantes o a un tercero que representa más dudas que esperanzas.

Ese pueblo no tiene toda la culpa, dígase también. Porque es víctima de engaños contumaces y reiterados que, sin eufemismos, hay que decir que se los hace un sistema incomunicacional implacable y cruel, a la par de un funcionariado voraz e infectado de ladrones, cipayos y bandas de miserables y desalmados.