Siempre golpea la muerte de un gran amigo. Mucho más cuando ha sido un compañero de la vida en el último cuarto de siglo. En los últimos años lo veíamos con frecuencia en la TV, escuchábamos algunas veces su programa de radio, lo leíamos en Página 12. La nota dominical de Mario no se ahorraba salidas ingeniosas ni reflexiones muy personales, pero, por sobre todas las cosas, era muy confiable. No nos referimos a la orientación política compartida: no es raro que nos resulte confiable lo que se publica en un diario comprometido con el campo popular. Confiábamos en Mario y en sus notas porque podía ser brillante sin ser inmodesto: era consciente, como lo enseñaba Walsh, de que la información es siempre lo más importante.

Todo aquel que escribe tiene necesariamente algo de Narciso. Nos miramos en el texto como el héroe griego se veía reflejado en la laguna. Contemplamos lo que escribimos, a veces nos parece decepcionante y en otros casos, releemos, se nos escapa una sonrisa cómplice y nos decimos: esto no está tan mal. Mario Wainfeld tenía ese mínimo de narcisismo indispensable en toda creación, pero sabía contenerlo. Nunca quería demostrarnos que era más inteligente que el lector y sabía combinar muy bien la palabra que abre rumbos para vislumbrar otros caminos y la reflexión serena que nos ayuda a entender hasta donde podemos avanzar.

Hablé con él hace pocos días para pedirle el comentario de un texto sobre 40 años de Democracia que estoy dictando en nuestro local del Espacio Participación Popular. Se refería al período de la Renovación Peronista y el FREPASO y tenía un título nada complaciente: Historia de una doble Frustración. No es difícil explicarse la calificación severa si recordamos que esa historia, que empezó con el propósito de rescatar las mejores tradiciones del campo popular, terminó con la triste figura del presidente De la Rúa. Sin embargo, temí que fuera despiadado, pero rápidamente advertí que con Mario no se corría ese riesgo. Él, que acompañó -como quien esto escribe - buena parte de esa experiencia ha dicho sobre ese período algunas frases lapidarias, pero también supo evaluar cuanto había de rescatable en muchos de esos esfuerzos que después se prolongaron en la gesta kirchnerista.

Wainfeld nos deja en momentos muy difíciles, cuando cuesta pensar el futuro inmediato porque han sucedido demasiadas cosas que no es fácil entender. Habrá que releerlo para que nos ayude a pensar, para asimilar tantos cambios en el nuevo escenario sin abandonar la viejas certezas que vienen alimentando el sueño de las generaciones argentinas.