Quien pase media hora en Chascomús va a notar enseguida que los locales navegan entre tres monumentos y dos regiones. La vida va de "la ruta", en este caso la 2, y la laguna, lo que describe una faja más o menos de norte a sur, larga ella. Para más precisión, hay tres hitos: está "el reloj", una linda pieza racionalista que marca el Centro; está Alfonsín, en un bronce que podría ser mucho, pero mucho mejor; y está "el monumento", que parece que nadie se acuerda a quiénes es. Es el recuerdo de la revolución de Los Libres del Sur, la que le hicieron los estancieros al Restaurador y que terminó ahi mismo de la peor manera posible.

La historia empieza en 1838 con el bloqueo francés al Río de la Plata. La Francia de Luis Felipe todavía no había encontrado víctimas fáciles en Africa y andaba punteando mexicanos, argentinos y otros vecinos a ver dónde podía recolonizar. El almirante Leblanc se aburría zigzagueando en el río color de león, caprichoso y lleno de bancos de arena, y cometía errores groseros como desembarcar en la Isla Martín García y flamear la tricolor. Hasta Juan Lavalle, que se llamaba también Galo, se ofendió. Hasta los unitarios en el exilio oriental se pusieron poéticos por la ofensa a la nación.

Pero Juan Manuel de Rosas parecía debilitado y con demasiados enemigos, incluyendo al mariscal Santa Cruz que invadía desde Bolivia. Para fines del verano de 1839, a los unitarios se les había pasado el patriotismo y se alineaban con los franceses: todo para librarse del tirano. La sorpresa fue que la única rebelión vino del riñón del rosismo, el sur bonaerense, por entonces tan porteño como el barrio de San Telmo. Eran los pagos de Rosas y la paisanada era propia tropa.

La mecha fue la crisis económica, porque los franceses no estaban derrumbando o hambreando al país pero en esa época de barcos y sólo barcos impedían exportar e importar. Se sabe, la Aduana de Buenos Aires era el gran ingreso fiscal de un país sin IVA y sin impuesto a las ganancias, con lo que Rosas tuvo que ponerse creativo. Los campos del sur bonaerense eran relativamente recientes, resultado de correr la frontera con los indios a la línea de Tandil y Azul. Esos campos no se habían vendido sino alquilado por la Ley de Enfiteusis de Rivadavia. Esos alquileres se renovaban cada año, sin mayores vueltas.

Pero en mayo de 1838, el gobierno anuncia que no hay más renovación, excepto para algunos casos especiales que van a tener que pagar el doble. El resto de las tierras se va a poner en venta, con prioridad a los actuales inquilinos. Los entonces llamados Hacendados del Sur, que convivían con Rosas más allá de las simpatías de cada uno, se  le ponen de culo, y mal. Y no piensan en cortar rutas, como sus descendientes lejanos. Deciden derrocarlo con una revolución.

En esa época sin alambrados pero con gauchos que iban y venían libremente, las relaciones sociales rurales eran bastante personales y carismáticas. Los estancieros unitarios podían contar con la lealtad personal de sus paisanos y al planear la revolución agregaron que podían llevarse como leva al paisanaje de sus vecinos federales. Grave error, que pagarán caro y no será el único.

La conspiración se concentra en el sur porque al norte Rosas tiene bien cuadriculado el territorio, con gente de confianza en los mandos militares y los juzgados de paz. Chascomús tiene rosistas firmes al frente, con lo que los unitarios se manejan silbando bajito y pasándose mensajes entre los hermanos Lastra, Leonardo de Gándara, el comandante Villarino y el más famoso de todos, Ambrosio Crámer, el francés que acompañó a San Martín, fue condecorado en Chacabuco y terminó estanciero en Chascomús.

Donde la revolución es abierta es en Dolores y Monsalvo. El juez de paz de Dolores es Manuel Sánchez, famoso por ser un tipo simpático y compasivo, que conoce a los conspiradores pero no quiere denunciarlos, sabiendo lo que les espera. Hace una gloriosa vista gorda, igualito que su colega de Monsalvo, José Otamendi, que la tiene peor porque uno de los líderes es su propio hermano, Fernando.

En esos meses, los dos pagos tienen una sorprendente vida social de bailes, cuadreras, jineteadas, boleadas y lo que venga para reunir estancieros y paisanos. Es una manera que encuentran Martín y Manuel Campos, José de la Quintana, Martín de la Serna, los hermanos Ramos Mejía y los Alzaga, Francisco Madero, Marcelino Martínez Castro, Pedro Lacasa, Juan Ramón Ezeyza, Eustaquio Díaz Vélez, el comandante Calveti, los Sáenz Valiente y el jefe de la conspiración Pedro Castelli, para juntarse y para adoctrinar a sus futuras tropas. También hay un súbito boom económico, porque las estancias contratan gente de más, que termina sorprendida en fogones donde les hablan de política...

Lo que faltan son armas y entrenamiento. Cramer explica que él puede enseñarle maniobras a los paisanos, gente bien de a caballo, pero que si las armas disponibles son una tijera de esquilar atada a una tacuara... Los conspiradores le dan una alegría al almirante Leblanc, que sigue aburriéndose, al ponerse a su disposición, diciéndole que use nomás la desembocadura del Salado y del Tuyú, y que permita que una delegación vaya a Montevideo a buscar armas.

Rosas, mientras, recibía información de que algo se tramaba pero no qué exactamente. Hay un ir y venir de informes, hay anónimos comprometedores, y hay una orden terrible al juez de paz de Dolores, que capture a "cuatro salvages unitarios" y los remita a la capital, con orden de fusilarlos si se retoban. Sánchez, el amistoso, contesta hábilmente que tiene que ser Rosas quien elija a los "salvages", porque en Dolores son todos "ajenos a la política". El Restaurador debe haberse sonreído por la picardía.

Pero le está dando soga a Sánchez para que se ahorque, porque el gobernador sabe bastante bien quién es quién y en qué andan. A fines de octubre de 1839, Rosas repite la terrible orden y los rebeldes deciden alzarse, aunque no llegaron armas de Montevideo. En medio de la noche del 28 de octubre, entran en Dolores y levantan a todo el mundo golpeando en las puertas. El poblado es una fiesta de vivas a la libertad, quema de cintas federales y una suerte de auto da fé de un retrato de Rosas, roto a patadas en plaza pública. Los hacendados van llegando con sus paisanos, la facción crece.

Todo esto lo organiza un hombre hábil, Manuel Rico, pero el jefe del alzamiento es el melancólico de la foto, Pedro Castelli. Hijo del prócer de la Revolución de Mayo y veterano del ejército de San Martín, este Castelli muestra una curiosa apatía ante lo que se espera de él. O no está muy convencido del asunto, o es más sargento que general, con poca iniciativa y menos verso de conductor. Pero es lo que hay, y los alzados recojen caballadas y mandan mensajes a todo el pago anunciando la revolución.

Los testimonios de época son unánimes en que Rosas se deprime. No puede creer que "sus" gauchos se le den vuelta y que varios batallones militares se pasen a los rebeldes. Hasta se cree un bolazo grande, que su querido coronel Granada, a cargo de buena tropa en la guarnición de Tapalquén, se le rebeló. Y uno todavía peor, que su hermano Gervasio Rosas es uno de los directivos del alzamiento. Deprimido y todo, el gobernador da la orden de movilizarse al mando del coronel Prudencio Ortiz de Rosas.

El dos de noviembre finalmente se alza Chascomús y los rebeldes convergen en el pueblo, juntando dos mil hombres mal armados. Ortiz de Rosas baja y se encuentra con Granada en la Posta de Génova. Hay una dramática escena, en que Granada jura no ser traidor y pide ir a combatir por Rosas como soldado raso si no le creen. Hay que pedirle disculpas largamente al ofendido coronel, pero al final marchan juntos, reforzados por 200 catrieleros, fidelísimos al gobernador.

El 7 de noviembre, de madrugada y en una neblina de las feas, la guardia de los rebeldes ve venir del sur un ejército. Increíblemente, nadie les había avisado que lo de Granada era bolazo y reciben a sus coraceros con un ¡vivan los libres! que es respondido a balazos. Así empieza la batalla y los hacendados enseguida notan que cientos de hombres salen corriendo: son los paisanos federales, que ni locos se van a hacer matar en esta. La batalla es corta, sobre todo cuando el centro de la caballería se rinde, al parecer por un conveniente pago previo a su comandante...

Los que alcanzan a escapar terminan en barcos franceses rumbo a Montevideo, con los hijos y con lo puesto. Ortiz de Rosas perdona a buena parte de los paisanos prisioneros, que al final siguieron a sus patrones traidores. Gervasio es liberado de la prisión en que lo metieron los unitarios más que nada por portación de apellido, pero a los pocos días se embarca con los franceses; alguien le explicó que su hermano estaba convencido de que era un cabecilla y Gervasio conoce lo calentón que puede ser. Le toma un año de exilio convencer a Juan Manuel de que lo habían operado.

Los que no pueden rajar se visten de rojo, se dejan los bigotes en la barba unitaria y le piden a amigos "rosines" que los salven. Buena parte sigue con vida pero pierde todo por un decreto del gobernador. Pedro Castelli huye, pero en cosa de días lo encuentra una partida, durmiendo en un pajonal. Lo matan de un hachazo en la cara, lo degüellan y llevan la cabeza a Dolores, donde la clavan en una pica de siete metros en la plaza hasta 1847, cuando se cae en un tormentón y desaparece.

Caído Rosas, la hace aparecer la Mama Pancha, culandrera correntina afincada en Dolores, que le arma un altarcito con un cajón y unas velas.