Mi padre había estudiado de internado en un colegio. Ahora me tocaba a mí. Yo iba a viajar a Estados Unidos para vivir dos años en un colegio internacional; chicos y profesores de todas partes del mundo. Mi viejo me había contado toda una larga serie de aventuras, cofradías, experiencias inolvidables y ahora yo iba por mis aventuras. Viajé al aeropuerto para subirme al avión que me llevaría a las lejanas tierras del norte. Fui acompañado por todos mis amigos de la escuela y del barrio. Viajamos en la casa rodante de un amigo de la familia. Tuvimos un día de asado, festejos, fútbol, cinco remates, y todo lo que puede suceder en un encuentro de jóvenes. Tipo seis de la tarde fuimos a Ezeiza. Llegamos al aeropuerto con toda la emoción de mi partida. A la hora de irme no me pude ir. Mis padres habían olvidado el permiso para dejarme viajar siendo menor de 21 años.
-¿El permiso? -preguntó la recepcionista del avión.
-¿Qué permiso?
-Usted es menor de edad, sentenció.
Ahí comenzó una breve carrera. Mis padres intentaron ir hasta capital para hacer firmar el papel con un escribano. Pero no llegaron a tiempo. Perdí el vuelo. Eso fue un sábado. No me importó. Mis padres estaban tristes pero a mí no me importó. Aproveché el sábado a la noche para, con besos y abrazos apasionados, despedirme de mi noviecita.
El lunes me subí al avión. No tenía miedo ni ansiedad. Estaba particularmente feliz. Iba a empezar una gran aventura y pensaba vivirla a pleno. Me gustó la sensación del despegue. La primera sorpresa fue que el avión hizo escala en Montevideo. Mis viejos me habían dicho que pararía en Manaos, pero Montevideo… En fin, no me importaba tampoco, ya estaba arriba del avión, que fuera adonde quiera. Después anunciaron que la próxima escala era Manaos. Estaba en camino. El destino era Albuquerque, Nuevo México, en Estados Unidos. En un pueblito llamado Moctezuma me esperaba el colegio. Un lugar lleno de incertidumbres para mí y al cuál no me sentía muy capacitado para ir. Cuando miraba los folletos, las fotos, no me imaginaba ahí. Pero bueno, me había ganado la beca, y tal vez no me sentía legítimo pero si con muchas ganas. Muchas ganas tenía, eso sí que era indudable.
En el avión me senté junto a una mujer norteamericana. Mi inglés era rudimentario. Así y todo intenté hablar con ella. Me habló de la vida, de no perder la oportunidad de ser feliz cada día, de ser agradecido, de entender que el sufrimiento y el dolor es también un camino hacia la plenitud. Me pareció una mujer sabia. No sé si entendió lo poco que yo le quise decir. Llegué a Manaos, después Miami, en Dallas se me hizo tarde y otra vez casi pierdo el avión. Al final Albuquerque.
A la llegada me esperaba un gordito, pelado en el centro con mechones rubios a los costados, pequeños lentes; era Ted Reiniki. Uno de los tutores del colegio y el encargado del cine. Tenía cientos de películas en VHS que prestaba a los estudiantes. Junto a Ted estaba Boon Lin, un chico de Malasia, morocho y de ojos achinados. El viaje de Albuquerque a Moctezuma era de tres horas. En el camino volví a intentar alguna comunicación en mi flojo inglés con mi nuevo amigo oriental. Yo estaba fascinado y ansioso por todas las cosas que me esperarían en esta experiencia. Con Boon Lin hablamos de lo que nos esperaba, todas esas expectativas que teníamos. Me dijo que aceptar que en realidad no sabíamos lo que iba a pasar nos volvía humildes y más receptivos a las nuevas cosas. Otra vez sentí que estaba junto a alguien sabio.
Llegamos a Moctezuma cuando empezaba a caer la noche. El cielo naranja, con tonos de amarillos, azules y grises llenaba todo el horizonte. Apareció el colegio, se veía esa gran construcción que era el castillo entre los pinos de un bosque. Sentí que cumplía un sueño. Una sensación abrumadora, overwhelming diría, es mucho mejor esa palabra en inglés para describir el sentimiento.
La noche me encontró en el patio. Había chicos de todas partes del mundo. De Francia, de Noruega, de Hong Kong, de Filipinas, y de Jamaica, Islas Bermudas, Islas Fiji, por nombrar algunos países raros. Mis compañeros de habitación eran Brad de Canadá y Nathan, un norteamericano. Me puse a hablar con una chica chilena. Sentí el alivio de hablar en castellano. Entre muchas otras cosas me dijo: el pasado pisado, al presente de frente, y a la mierda lo que opine la gente. También me pareció de algún modo sabio. Después se puso a cantar Cranberries con una voz maravillosa que me ponía los pelos de punta. Cantó como un pájaro en libertad en todo su esplendor. Cantó y poco a poco los chicos se acercaron hasta rodearla y dejarla en el medio de tantos ojos y oídos aguzados. Sentí esperanza, algo hermoso me iba a pasar. Mil cosas iban a pasarme, todavía no tenía una idea de lo grandiosa que iba a ser esa experiencia.