En mi juventud bahiense, y durante muchos años, cultivé con pasión, esmero y paciencia de bibliófilo, urgido por interrogaciones políticas y existenciales, una persistente afición lectora sobre la obra de Carlos Astrada, el mayor filósofo que dio nuestro país.

Al principio se me aparecía como una figura enigmática, ungida de cierto hálito maldito. Su marxismo heterodoxo, su heideggerianismo que lo hacía indigerible para las izquierdas habituales, su adscripción al primer peronismo, del que se distanciaría críticamente, su condición de latinoamericano raleado por la cultura oficial, argentina y extranjera, alimentaban esa visión. Con el tiempo me fue ganando la certeza de que estaba ante un pensador original, verdadero, cuyas huellas se perdían en ciertos recodos olvidados de nuestra cultura y cuya impronta revitalizada, puesta en la escena contemporánea, se me antojaba vigente, dotada de potencia de remoción de la filosofía argentina. Sentía que su voz, algo arcaica, con dejos lugonianos, me hablaba. Era a comienzos de los años noventa, épocas de desazón, de “fin de las ideologías” y predominio de la llamada “condición posmoderna”. El menemismo arreciaba; la filosofía profesional miraba para otro lado, abocada a rutinas inocuas sin vocación de intervención histórica. Quienes pensábamos que había que recoger el hilo de las tradiciones de pensamiento soberano éramos vistos de soslayo, no sin cierta suspicacia. Sin embargo, allí estaba la inmensa obra del autor de El mito gaucho, que había sostenido su pensar en diálogo personal con Heidegger, Perón, y Mao Tsé-tung.

En algún momento concebí la idea de escribir sobre él. Pero había que estar a la altura. Me preparé estudiando con minucia a aquellos autores con los que dialogaba: básicamente, toda la filosofía occidental. Pasaron los años. Sólo después de ciertas conversaciones en los inicios de nuestra amistad con Horacio González, allá por el ‘95, comencé a dar forma a un libro, “Carlos Astrada, la filosofía argentina”, que vería la luz en 2004. Escribí una primera versión en la que tanteaba algunos ejes problemáticos desde los cuales repensar el marxismo y las filosofías emancipatorias -entre ellas, el nacionalismo- a la sazón sometidas a cuestionamientos radicales. Pero yo más que nadie sabía de sus notorias insuficiencias y el manuscrito fue abandonado, como decía Marx, a la crítica roedora de los ratones. No quedaban muchas alternativas, tenía que dar con su heredero. Por lo pronto, armar el rompecabezas parecía tarea imposible: ni siquiera había conseguido reunir la totalidad de la obra édita de Astrada, ni reconstruir algunos enclaves de su trayectoria vital.

Busqué a Rainer Horacio Astrada, su hijo, acerca del cual me habían llegado algunas leyendas más o menos ciertas: que se había retirado a un lugar impreciso -Córdoba o la Costa bonaerense-, que no se daba con nadie, que estaba resentido, maniático; en fin, que estaba loco... Comprendiendo que sin su ayuda no podría ir muy lejos y movido por la curiosidad y con el acicate de un posible encuentro, comencé una búsqueda de casi dos años por todo el país, hablando con hipotéticos conocedores de su paradero y enviando cartas con su nombre a diversos puntos escogidos medio al azar. Fue inútil. Sin embargo, cuando ya casi había desistido, sucedió el milagro. Una de esas misivas enviadas a poste restante, tras una espera de un año en algún estante de la oficina de correos, dio al fin con su destinatario. La noche del 20 de febrero de 1998, mientras celebraba mi cumpleaños, recibí una llamada telefónica que me estremeció: “habla Astrada”, dijo una voz cavernosa del otro lado. Dos días después estaba en su casa.

En medio de un bosque en Valeria del Mar, de la que fue el primer poblador, Rainer había construido su casa donde albergaba una biblioteca -la de su padre- de unos treinta mil volúmenes con las obras mayores del pensamiento de la humanidad, desde los presocráticos a Spinoza, Hegel o Marx, y por supuesto de Scheler, Husserl, Heidegger, Marcuse o Foucault, a quienes había frecuentado, y buena parte de la filosofía y la literatura argentina, en primeras ediciones, muchas de ellas autografiadas.

Rainer había nacido en Friburgo en 1929 mientras su padre asístía a las clases de Husserl, Hartmann, y Heidgger. Su madre, Catalina Heinrich, futura traductora de Rilke, era muy amiga de Elfride Petrie, la esposa de Heidegger. Unas fotografías muestran a ambos matrimonios en la cabaña de Todnauberg, un retiro de montaña donde el autor del reciente “Ser y Tiempo”, obra cumbre del siglo, pasaba los fines de semana. Habiendo abandonado Buenos Aires, tras sus estudios universitarios, radicado desde los años sesenta en Valeria, Rainer se impuso un abandono del mundo efectuado en busca de la autenticidad del pensar y de las condiciones óptimas para sostener la preservación del legado de su padre, cuya memoria cultivaba con fervor. Sobrellevaba una suerte de retiro laico en su casona donde, rodeado de la biblioteca y un verdadero arsenal de fotos, cartas, manuscritos amarillentos y otros recuerdos paternos; en una atmósfera intemporal -no en vano ha impuesto el nombre Temporalidad al predio- procedió, con ritmo metódico y una pericia que sólo él poseía, a establecer, ordenar y anotar los textos de las obras completas de Carlos Astrada y de Alfredo Llanos.

Temperamental, incansable y amenísimo anfitrión así como recio y vigoroso discutidor; de complexión enjuta y rasgos bien criollos, dotado de un inquietante parecido con el retrato de su padre que esbozara Antonio Berni, Rainer Horacio -nombres cargados de poesía- cultivaba una pasión impenitente por el pensamiento de Nietzsche y de Hegel, sobre quienes se había prometido escribir tras la ímproba labor que sustentaba en torno de quienes fueran sus más queridos maestros. Una punta de libros e infinidad de cuadernillos que editaba por su propia cuenta y, sobre todo, una envidiable y precisa memoria de testigo privilegiado, son los saldos materiales que su frecuentación me ha deparado, que apenas datan las enseñanzas que le adeudo.

En nuestro primer encuentro, con toda amabilidad, Rainer me sometió a un escrutinio meticuloso para saber si era digno de la obra de su padre. Con cierta imperiosidad me iba mostrando manuscritos y yo debía indicar a qué texto pertenecían. Dos días después había pasado la prueba. Los diálogos siguientes, así como los que sostuve con Horacio González, fueron mi universidad.

Su testimonio y generosidad fueron la clave para poder recuperar la obra de Carlos Astrada y terminar mi libro, al que siguieron dos décadas de promoción de su lectura. Junto a Rainer me sentí, por primera vez, cerca del hogar auténtico de la filosofía. Con su temperamento acerado y a la vez gentil infundía la seriedad, la enjundia, el rigor apasionado con que una estirpe centenaria de pensadores, de la cual se sabía acaso el último representante, asumió una existencia filosófica. A través suyo, durante largas caminatas por el bosque o en interminables charlas junto al fuego nocturno pude percibir la solemnidad y rudeza de un estilo de pensamiento que sabía los desafíos que enfrentaba -pura pasión y rigor. Algo de eso trasuntan los textos de su padre, del propio Rainer, de Alfredo Llanos, y de todos aquellos que se sintieron convocados por sus obras. Que hoy, como lo demuestra el reciente coloquio que se realizó en la Biblioteca Nacional, que publicó su Correspondencia, así como el inmenso trabajo de edición de sus textos que realiza Martín Prestía, junto a una punta de investigadores en diversos puntos del país y del planeta, adquiere -propone- nuevas lecturas.

En 1972 Rainer había realizado una visita a Heidegger con la cual se cerraba el ciclo del rastro directo de su obra en nuestro país, por intermedio de su principal exponente. Con su viaje protagonizaba la parábola del hijo pródigo en un doble sentido: él, que había accedido a la obra de su padre a partir de las últimas estribaciones de su recorrido signadas por la dialéctica hegeliano-marxista, acudía, en una suerte de peregrinación a las fuentes, a su lugar de nacimiento, Friburgo, donde tuvo lugar la configuración del primer momento del pensar astradiano. Pero a la vez encarnaba en su persona el mandato heredado de la restañación conciliatoria expresa en el último libro de Carlos Astrada, Martin Heidegger – De la analítica ontológica a la dimensión dialéctica, un ejemplar del cual entregó al filósofo de Ser y Tiempo en sus propias manos. En este hecho se iniciará para él un camino de retorno a la tierra prometida, perdida y recuperada, de la letra paterna.

Rainer falleció en 2002. Como si, según la sospecha borgiana, la historia efectivamente gozase en infligir a sus actores siniestras simetrías deliberadas, la noticia me llegó con un año de retraso, de un modo nimio y terrible, análogo al que abrió nuestra relación. Una carta certificada en la que le refería mis proyectos para fundar la Biblioteca Carlos Astrada en Bahía Blanca me llegó devuelta con la lacónica expresión: fallecido. Inmediatamente tuve la certeza de que con él languidecía una tradición y se cerraba un ciclo en mi propia relación con la filosofía. Aunque más bien se abría una nueva dimensión signada por el mandato de sostener ese legado. Por lo demás, al ser rechazados por la biblioteca de Cariló, sus libros -salvo unos pocos rescatados por Armando Vites, librero de Rosario, junto a las cartas que me facilitó gentilmente- fueron a parar a la basura.

En la portada de su primer libro, dedicado a un amigo desaparecido, Marcel Proust escribió: “Los antiguos griegos ofrendaban a sus muertos vinos, pasteles y leche. Seducidos por una ilusión mas refinada, ya que no más sabia, nosotros les ofrecemos flores y libros”. Hace veinte años recordé esta frase en la última página de mi libro, modesta ofrenda de gratitud personal a Rainer Horacio Astrada, ciudadano de Valeria del Mar, a quien consideré mi maestro, mi amigo. 

En la foto, Carlos Astrada, Alfredo Llanos y Rainer Astrada en1968.