El Universo se extiende entre las dos páginas frente a Lisandro Kettler, donde el momento primigenio, aún hoy en día no causado, arrastra en su murmullo el polvo de estrellas hasta los pajonales repetidos bajo los mismos amaneceres, donde antes el pampa vareaba su zaino y ayer se perdieron las inmensidades a mano de la civilización. O eso dictan los trazos de cada letra serpenteando las imágenes por el pensamiento hasta el extremo de los dedos de Kettler detenidos en aferrar sin control las tapas trabajadas por el tiempo.
Cuarteadas, el sudor resbala por las líneas ocres que separan las islas marrón oscuro, y cada tanto el surco en el lomo deja sentir la mal trazada letra S raspada por algún elemento sin filo o de punta escasa, como el cuchillo que durmió en la cabeza del libro los últimos treinta años. El libro es aquel libro. La letra S no es el trazo que esperaba o quería encontrar, menos en el exterior del volumen dejado en el anaquel posterior del cuarto donde el anaranjado de los terrones golpea sin más defensa que la ventana opaca de polvo.
De aquella antigua tarde no recuerda tanto resplandor cegando los ojos. Sí, el decir exagerado en todos por trazar cortafuegos preventivos alrededor del lote. Sí, la última mirada al cuarto y la firma en la pantalla cediendo el usufructo con la distancia inmediata de poder vivir en el país del norte. Sin embargo el recuerdo vívido de los párrafos es muy anterior a esa tarde y en sus líneas no estaba la actual sintaxis describiendo la variación anómala de los pajonales, ni el chillido de los teros (o tal vez de un chajá) anunciando redundantes la inminente danza del caer de cuchillos sobre la lanza astillada. El impulso de esa lanza vestida de futuro inmediato, no era fiereza sino maldad conjurada bajo el grito ahogado del coraje del acero. Porque el coraje siempre estaqueaba la faz de la moneda alineando el sol con el sol de nuestras creencias. El acá no era sin aquella línea del horizonte con todo lo dicho.
De todos los dichos ha quedado la máquina aún llena de semillas achicharradas apenas abandonada, con su bandera impuesta sobre la superficie, como también quedó la bandera entrevista desde la ventana frente a los tapizados porches de robles idílicos en el sur del norte y las de los porches áridos del oeste y la del remolque reflejando los vehículos que atravesaban la interestatal y hasta las del metro que lo alejó hacia el aeropuerto del regreso.
Las primeras miradas no fueron de abierta hostilidad hasta que los brotes de los robles comenzaron a nacer ya muertos en frutos amorfos disparando la desconfianza hacia él, un Ketler. Al tratar de explicarse confundió fechas y signos del inicio de las precipitaciones efímeras y las sequías omniabarcantes con el recuerdo de los primeros cortafuegos en las noticias dos días después de haber partido. Luego, la discusión inevitable lo encontró mostrando los retazos de un posavasos de la aerolínea a modo de prueba por su decir, pero no fue sino la imagen intermitente del contrato de usufructo en la pantalla quien los resguardo hacia una expulsión controlada sin mayor rasguño que el insulto itinerante que lo acompaña hasta los oídos de hoy. Esos insultos eran los mismos que se escuchó repetir obstinadamente los meses previos a la decisión de vivir del usufructo propuesto por la compañía del norte. Después de todo era un descendiente de inmigrantes y no eran iguales a quienes peinaron para él los surcos de ciclos verdes a ocres por tantos años y con la osadía de reclamar un derecho antiguo a la tierra arengado como malón en las batallas imagenológicas de las pantallas.
El trapo anudado en la lanza astillada retuerce y desata los pliegues del viento sucio junto a los pelos negros contra la luz de la luna nueva. Los ojos del cuerpo reflejan el dibujo de un potro jugando con la estrella fugaz. Apenas le sangran las heridas pero igual se siente muerto frente a la extensión de los sucesos más allá de los ciclos que siempre le han nombrado las cosas. Lo aterra pensar en el sueño de su antepasado diciendo que algún día en la tierra habrá más hombres y potros que estrellas en el cielo. No habrá lugar para galopar los malones ni pedacitos en la tierra donde estirar los toldos.
Kettler mira de reojo hacia el anaranjado de los terrones empujando la ventana recortada. Desliza la mano sobre la letra S que lo nombra de esa clase aunque haya dejado sus hijos y sus ganancias en el norte, aunque todo en él no pertenezca a la tierra que le pertenece. Las sombras de las hélices ya sobrevuelan la tarde sobre los lotes colindantes. El cuchillo sin filo, inerte lo espera. El resto del párrafo hacia el final de la página levanta al joven cerca del alba y lo lleva agarrándose las tripas hasta el fogón moribundo donde todos los cuchillos descansan en confianza. Ketller cree recordar lo sucedido al voltear de la página. Está la descripción de cada sueño coartado por la arremetida de la lanza astillada. Cada uno de esos Universos terminados. Uno soñaba con alguna rima, otro con una deuda menor ansiosa de pelea, otro se despertó al momento del grito ahogado. Suenan pasos o Kettler sabe que pronto sonarán esos pasos pensativos del mismo universo que él supo ir a buscar al país del norte. El cuchillo vuelve a resbalar entre el sudor de la mano de Kettler esperando saber si dará su primer golpe seco.


