Franco Zeffirelli, el director de escena de la puesta de La Traviata que acaba de presentarse en el Colón, remarcó, en declaraciones recientes, la afinidad entre este teatro y la ópera italiana. El trabajo extraordinario de Evelino Pidó y una orquesta y coro estables en estado de gracia confirma esa apreciación. Las cuerdas del preludio al tercer acto, la claridad de los planos y la expresividad de cada uno de los pasajes solistas, los contrapuntos y contracantos y la riqueza dinámica hicieron de la interpretación de la orquesta un verdadero ejemplo estilístico. El coro, comprometido en lo escénico y exacto en lo musical no le estuvo a la zaga. Un elenco muy correcto, con algunas excelentes actuaciones, completaron una versión que concitó una larga y calurosa ovación.  

Junto a Pidò y las fuerzas musicales del teatro, la noche tuvo dos protagonistas excluentes. La soprano Ermonela Jaho, que deslumbró en Londres hace seis meses con una Madama Butterfly que The Independent juzgó la mejor de todos los tiempos y a la que The Guardian caracterizó como “una de las grandes intérpretes del verismo”, construyó un personaje en que el arco dramático desde la frivolidad al desconsuelo estuvo trazado con conmovedora perfección. Más allá de un vibrato por momentos excesivo, con timbre bello, afinación precisa y fraseo puramente delineado, su Violeta tuvo gran altura. El trabajo corporal, su minuciosa caracterización y la manera en que logró transmitir la fragilidad del personaje aún en los momentos más expansivos fue sencillamente admirable. La otra gran voz de esta puesta es la Fabían Veloz, con una interpretación musicalmente memorable de Giorgio Germont. Saimir Pirgu, como un Alfredo más bien desapasionado, ni desentonó ni entusiasmó. Eventualmente cantó con corrección, pero nunca llegó a estar atravesado por el amor ni por el odio.  

La puesta de Zeffirelli, estrenada en la Opera de Roma hace diez años, fue una solución de compromiso adoptada por el Colón para cumplir con lo que la dirección artística anterior había pactado con ese teatro, programando, con un costo desmesurado, la fracasada puesta de Sofia Coppola cuya contratación finalmente se desestimó. Se trata de una visión que bien puede resultar un festín para aquellos que no se molestan con la literalidad extrema, o una indigestión para quienes no toleran los excesos de almíbar y la acumulación de telones (aunque sean de cartón pintado) en el escenario. 

Zeffirelli, en todo caso, es igual a sí mismo y mal podría imputársele tal fidelidad. La puesta ilustra cada una de las palabras del texto, no imagina nada más allá, resuelve con elegancia el anticipo del tercer acto en el comienzo del primero y sin tanta gracia las apariciones y desapariciones de lo contextual mientras la fiesta discurre en el trasfondo del primer dúo de amor. Nada podría haber que moleste en una mirada tan lavada salvo, paradójicamente, esa falta de molestia. Verdi, al fin y al cabo, pensó esta ópera como una crítica a la sociedad de su época. Aquí no se trata ni de países ni de eras lejanas. Al contrario, él quería que las vestimentas en el escenario fueran las mismas que en la platea. Que el escenario fuera su espejo. La literalidad de Zeffirelli, en ese sentido, retiene, parafraseando a Borges, el formato y no el sentido. Su realismo es el de 1850 pero, aunque siga habiendo hipocresía burguesa, sus hábitos han cambiado. La ópera contemporánea ha dejado de serlo y nada de lo que sucede en el escenario podría interpelar a quienes, con vestimentas ya muy distintas, son los hipócritas de ahora.