Desde Ciudad de México

Abrir y cerrar las manos significa silencio, nadie debe hacer ruido. “Bote” indica que deben voltearse hacia el sur, porque desde allá vienen baldes vacíos; “escombro”, que miren al norte porque traen los pedazos de los dos edificios derrumbados en esta cuadra. Todo un código surge en cuestión de minutos entre miles de mexicanos que salieron a ayudar después del terremoto de 7,1 grados en la escala de Richter que sacudió a la capital y varias provincias este 19 de septiembre de 2017.

Siniestra coincidencia, el martes, cuando tembló, se cumplían 32 años del sismo más destructivo en la historia de México, aquel que en 1985 dejó cerca de 10 mil muertos. Al igual que entonces, la ayuda surgió más de la gente que de las autoridades.

Un hormiguero de personas aparece en la avenida Gabriel Mancera, en la colonia Del Valle, región centro-sur de la capital. Policías, marinos y bomberos apenas se distinguen entre cientos de ciudadanos que se mueven frenéticos. No hay gritos ni confusión, más bien el orden espontáneo de un pueblo que ya ha vivido temblores y sabe qué debe hacer en estas situaciones.

Sobre las veredas se acomodan quienes ofrecen agua y tapabocas para respirar entre la nube de polvo, otros pegan carteles para ayudar a localizar a personas extraviadas y grupos de familias juntan las donaciones. En la calle, el carril derecho está ocupado por larguísimas cadenas humanas que trasladan escombros en baldes y por la izquierda avanzan camiones y vehículos con mayor carga; hasta los carros de supermercado sirven.

Decenas de edificios han caído y la cuenta de muertos sube minuto a minuto. Urge quitar toneladas de cemento porque sólo así podrán rescatar a más sobrevivientes, o al menos los restos de quienes fallecieron. A simple vista, la tarea parece realmente imposible.

Tania tiene 26 años y está cubierta de polvo; en su rostro lleva un barbijo. Apenas terminó el temblor, buscó información en redes sociales, detectó la zona destruida que le quedaba más cerca y así llegó a esta esquina. “Estoy en shock todavía”, dice después de varias horas ayudando en tareas de remoción de escombros. “Me parece muy fuerte que sea el mismo día que el terremoto del 85. Me hace pensar muchas cosas como que se va a acabar el mundo. Y aunque no me dan miedo los temblores, hoy sí grité mucho”. Se detiene por cinco minutos para cargar su teléfono, avisa a su madre que está bien y regresa al hormiguero humano alrededor de las ruinas.

Llega entonces el repartidor de una farmacia con el uniforme todavía puesto y una dotación de botellas de agua. Detrás, dos muchachas con más agua, una señora con vendas y una familia con una valija llena de frazadas. Educados por las tragedias previas, los mexicanos saben también qué deben llevar, qué se requiere.

“No corro, no grito, no empujo”, enseñan aquí desde la guardería, es el credo antisismo. Y funciona: cuando la tierra se mueve hay una relativa calma, terror en los rostros pero nunca gritos ni empujones. Después empieza lo más difícil: primero comunicarse con los seres queridos, entre líneas telefónicas colapsadas y poca señal de Internet; más tarde volver a casa, como se pueda.

Hay saqueos en algunas tiendas y otros aprovechan para ganar dinero extra. “Les voy a cobrar 15 pesitos –el triple de lo normal–, pero los saco rapidito, voy derecho”, dice un conductor sobre avenida Tlalpan y muchos se trepan resignados, les urge moverse hacia un lugar seguro.

El martes, la de por sí caótica Ciudad de México se quedó sin transporte público y sin electricidad porque casi 4 millones de casas perdieron el servicio de luz en la capital y los estados más golpeados (Morelos, Puebla y Estado de México). Los semáforos se apagaron. ¿Podría imaginarse caos mayor en una ciudad-monstruo como esta, por donde circulan cerca de 4 millones de autos? No ocurrió: en las esquinas problemáticas hubo hombres y mujeres que por iniciativa propia comenzaron a dirigir el tránsito.

AFP
Los habitantes de los vecindarios aportaron elementos para ayudar a las brigadas.